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REVISTA110

ENSXXI Nº 114
MARZO - ABRIL 2024

Por: ROSA PAZ
Periodista
Ha sido subdirectora de La Vanguardia y subdirectora del periódico semanal AHORA

La indignación social y la desconfianza en las instituciones, provocadas en gran medida por la gravísima crisis económica de la última década, tuvo en España una deriva particular: el cuestionamiento de la Constitución, que durante lustros se consideró intocable. La semilla de la desafección constitucional había sido plantada antes y había empezado a germinar en algunos representantes de la generación de españoles que tiene ahora 40 o 45 años, que argumentaban que esta es una Carta Magna con la que no se identifican porque ellos no la han votado.

Pero con la crisis, la crítica a la Constitución se dirigió a su origen. Las nuevas fuerzas políticas de la izquierda, que no se sienten herederas del Partido Comunista o reniegan de la actuación de los líderes de ese partido durante la Transición, atribuyeron las consecuencias de la crisis y las políticas de austeridad, impuestas por Europa, al “régimen del 78”, contaminado por el “pecado original”, que es, en su opinión, el de haber nacido “tutelada por el franquismo”. De ahí también el concepto de régimen del 78 utilizado peyorativamente.
No solo se vive un momento de revisionismo de la Transición, ese impulsado no solo por los izquierdistas, sino un desconocimiento, en muchos casos intencionado, de qué ocurrió en España tras la muerte de Franco, de cuál era la situación política y civil que se vivía entonces y del esfuerzo de confluencia realizado por los políticos constituyentes, que se sintieron forzados al acuerdo por el anhelo de libertad de la inmensa mayoría de la sociedad española.
Fueron años difíciles. En los que había miedo, sí, pero era mayor la esperanza de que aquella situación desembocara en una democracia homologable a las del entorno goegráfico. Pero el ejército era franquista y lo eran también las estructuras del Estado. Y la confirmación de que el riesgo existía se tuvo el 23 de febrero de 1981 con el intento de golpe de Estado de Armada y Tejero y también con la desarticulación de varias tramas golpistas en aquellos años: de la operación Galaxia, desarticulada en noviembre de 1978, un mes antes del referéndum en que se aprobó la Constitución, a la conspiración golpista preparada para el 27 de octubre del 1982, un día antes de las primeras elecciones que ganó el PSOE.
En aquellos años no solo había terrorismo de ETA y de los Grapo, hubo también asesinatos como el de los abogados de Atocha y algunos otros en manifestaciones perpetrados por pistoleros de extrema derecha. También hubo muertos en las protestas callejeras como consecuencia de la actuación de la policía.
Ese era el ambiente y la Transición fue posible porque algunos jóvenes políticos del régimen se pasaron al bando de los demócratas -Adolfo Suárez fue el que tuvo un papel esencial- y porque comunistas, socialistas y nacionalistas, que habían compartido bando en la Guerra Civil, decidieron situarse en posiciones de concordia y aceptaron, por ejemplo, la Monarquía y la bandera rojigualda, despojada del escudo con el águila de San Juan. Santiago Carrillo, el líder del PCE, desempeñó un papel clave en esa decisión. ¿Se convirtieron en monárquicos aquellos políticos? No, pero pensaron que mantener la recién reestrenada Monarquía facilitaría la consolidación de la democracia y una evolución incruenta de la dictadura a la democracia.

“Los críticos con la Carta Magna la consideran contaminada por la tutela franquista, mientras sus defensores la han visto como intocable durante lustros”

Ahora, muchos jóvenes piensan que se podía haber hecho de otra manera, que los políticos de entonces deberían haber sido más valientes, que hubiera sido mejor la ruptura que el consenso.
Pero lo cierto es que los políticos constituyentes consiguieron redactar una Constitución homologable, que no parece ser en sí misma la responsable de los males de España. Esos males, si acaso, habría que atribuírselos a los gobernantes. Pero tampoco es un texto sagrado como les ha parecido a los principales partidos desde su aprobación hasta hace pocos años. De hecho, una reforma a tiempo podía haber prevenido la desafección posterior.
Aunque tampoco hay que engañarse, la sacralización de la Constitución respondía fundamentalmente al miedo a que al abrir una reforma las reivindicaciones nacionalistas se dispararan y no hubiera fuerza política suficiente para acotarlas. En eso tampoco acertaron los gobernantes que se autoerigieron en guardianes de la “santa Constitución”. Se ve claramente en lo que está ocurriendo en Cataluña con la evolución de lo que se llamaba el nacionalismo moderado (el de CiU y Jordi Pujol) a posiciones independentistas y el aumento del apoyo popular a esas aspiraciones soberanistas.
Una buena reforma a tiempo podría haber ahorrado algunos problemas. Así lo creía, al menos, Pasqual Maragall, que ya hace dos décadas empezó a defender un retoque constitucional. “Hay que remozar la Constitución cada 20 años”, solía argumentar. Tampoco aquí cabe el revisionismo histórico, pero vista la evolución de las cosas a lo mejor unas modificaciones constitucionales hubieran servido para involucrar emocionalmente a los jóvenes y para frenar las pulsiones separatistas.
Otro de los argumentos esgrimidos por quienes frenaron hace años cualquier reforma de la Carta Magna, los dirigentes del PSOE, por ejemplo, era la falta de consenso suficiente para hacerlo. Había que modificar el texto constitucional con el mismo grado de consenso con que se aprobó, esgrimían. Y ciertamente, el PP nunca estuvo por la labor. Algunos de sus dirigentes llegaron tarde a la defensa constitucional y cuando llegaron lo hicieron con la fé de los conversos, se convirtieron en acérrimos defensores del “no hay que tocarla”. Ahora, que los socialistas están dispuestos a reformarla, el PP sigue sin ver la necesidad.
En este momento, no obstante, el consenso sería aún más difícil que hace unos años. La irrupción de nuevas fuerzas políticas, Ciudadanos y Podemos, que no se sienten herederos del proceso constitucional, y que mantienen posiciones antagónicas entre ellos, complica la confluencia en aspectos clave, especialmente el territorial. También ahí las posiciones del PSOE y del PP son poco convergentes. De hecho, la tensión independentista catalana ha llevado a los partidos a posiciones enfrentadas, como se aprecia, sin ir más lejos, en la política de mano tendida y diálogo emprendida por el Gobierno de Pedro Sánchez a la que se opone una alternativa de mano dura, defendida por el PP y Ciudadanos.

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