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revista10

ENSXXI Nº 10
NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2006

MIGUEL ÁNGEL AGUILAR TREMOYA
Periodista

 

Aumentan los decibelios del ruido ambiente y en esas circunstancias disminuye la capacidad de entender a nuestros interlocutores y de ser inteligibles para ellos. En muchos restaurantes, los comensales sentados a la misma mesa sienten de tal forma interferido su diálogo por la reverberación acústica del local que de modo instintivo recurren a elevar el tono de voz. Enseguida ese proceder se generaliza y cunde el ¡hágase oír quien pueda!. El público de edad media que los frecuenta ha perdido con los años algunos grados de agudeza auditiva. De modo que la fuga colectiva hacia el empleo de una mayor intensidad acústica, acaba redundando en aturdimiento de la clientela. Los estudios disponibles establecen que nuestro país es el más ruidoso, inmediatamente después de Japón y en nuestro caso el déficit de acondicionamiento acústico resulta ofensivo para una sociedad con los actuales niveles de desarrollo.
Recuerdo bien aquel hincha de la selección española eufórico a la salida del estadio Bernabeu donde se había disputado un encuentro con Grecia que registró una amplia victoria para los colores nacionales. Iba diciendo en un alarde de entusiasmo y de cultura clásica a sus colegas: mira los griegos, mucho Partenón, mucha Venus de Milo, y siete a uno que se han llevado. Una goleada a la que contribuyó con cinco tantos Badenes, un delantero centro del Valencia del que poco más se supo. Pues de la misma manera podría argumentarse de la crítica gastronómica, siempre propensa a compendiar la historia del restaurante, de la familia que lo regenta y de toda suerte de detalles menores, mientras tiende a olvidar una información básica como es la del nivel de ruido.

"Los estudios disponibles establecen que nuestro país es el más ruidoso, inmediatamente después de Japón y en nuestro caso el déficit de acondicionamiento acústico resulta ofensivo para una sociedad con los actuales niveles de desarrollo

Estamos de acuerdo con que se hagan constar en las guías, de la Michelin a la de CAMPSA o la de la Cofradía de la Buena Mesa, informaciones prácticas sobre si hay aparcacoches, si abren los domingos, si cierran en determinadas fiestas, si su especialidad se cifra en las verduras, las legumbres, los pescados, las carnes o la repostería. Por supuesto, son imprescindibles las indicaciones sobre la carta de vinos y claro está las estimaciones sobre el coste por persona, pero ofrecer al público lector interesado la medición en decibelios del ruido ambiente del restaurante es cuestión de máxima relevancia. Porque en los placeres de la mesa se trata de combinar el arte de comer con el arte de conversar, en parte degradado bajo la fórmula de los almuerzos o cenas de trabajo donde se sustancian asuntos de negocios o cuestiones de Estado. De modo que cuando hay ruidos en el sistema, cuando el local donde el encuentro se celebra tiene un nivel de decibelios por encima del umbral de lo tolerable, se obstaculiza el fluir de la información que los comensales pretenden intercambiar y el proceso intentado se hace imposible.
Pero del sonido, de su intensidad llevada al estruendo y al solipsismo propio de la sordera, se impone pasar enseguida a la variable lumínica, a tenor de aquella fórmula de “luz y taquígrafos”, siempre invocada en el Congreso de los Diputados. Esa misma luz es la que reclamaba Goethe y la que ahora se suma en dosis deslumbrantes, cegadoras, a los espectáculos de la modernidad que han venido a denominarse de “luz y sonido”. Vuelve así a desmentirse aquel refrán que garantizaba la inocuidad de los excesos, según el cual “lo que abunda, no daña”. Porque la abundancia a partir de un umbral determinado tiene efectos contraproducentes. Transforma la melodía en ruido ensordecedor, ciega los ojos que iba a iluminar, provoca aquello que estaba destinado a resolver. Decía la canción “no necesito silencio, yo no tengo en quién pensar”. Y Milan Kundera en su novela La lentitud enuncia el principio básico de su particular mecánica existencial que define la velocidad como un recurso en busca de la amnesia indolora. Su observación apunta que para disipar un recuerdo desagradable se acelera el paso, mientras que cuando sobreviene un pensamiento agradable el caminante opta por detenerse para saborearlo mejor.

"La abundancia a partir de un umbral determinado tiene efectos contraproducentes. Transforma la melodía en ruido ensordecedor, ciega los ojos que iba a iluminar, provoca aquello que estaba destinado a resolver"

La luz sólo se propaga en medios transparentes o al menos translúcidos con una velocidad que está en función de sus particulares características físicas. De ahí el fenómeno de la refracción. Lo contrario de la transparencia es la opacidad. La luz es sinónimo de vida. Se requiere para el cumplimiento de la función clorofílica, para que se produzca la fotosíntesis que sostiene las plantas. Pero hay otros procesos que sólo pueden desarrollarse en ausencia de la luz. También en la vida social y política algunas reacciones que son fotofóbicas, que sólo tienen lugar mediante el oficio de tinieblas. Algunas de estas últimas tienen que ver con patologías como las ligadas a la corrupción o a los abusos. Otras pueden estar ligadas a momentos de concordia, de carnaval o de creatividad.
En todo caso, falta una reflexión actualizada sobre los efectos que causaría la estricta observancia del juramento o promesa que prestan, por ejemplo, los ministros del Gobierno mediante el que se comprometen a guardar secreto sobre las deliberaciones del Consejo. Y tal vez sería el momento de evaluar si mejorarían las decisiones del Gobierno con la retransmisión en directo de sus reuniones en Moncloa y si se alterarían los acuerdos del Consejo General del Poder Judicial en el caso de ser abiertas a la Prensa sus sesiones plenarias conforme a la reciente propuesta del vocal Javier Martínez Lázaro. La solución en el próximo número.

 

 

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