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revista10

ENSXXI Nº 10
NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2006

De nuevo ha empezado a enturbiarse la atmósfera de la convivencia en el ámbito de la justicia preventiva. Nuevas declaraciones de algunos responsables de los registradores destapando viejos agravios y ciertas imprudencias interesadas al hacer la valoración del papel de los actores en el nuevo escenario que los avances tecnológicos y las demandas sociales van implantando, han levantado alguna polvareda que está enturbiando un aire que todos los agentes están llamados a depurar.
Hay un hecho cierto que constituye el núcleo de la eterna disputa. Es la vieja controversia derivada de la afirmación, tan tozuda como infundada de los registradores, de que a ellos y sólo a ellos corresponde el control de legalidad. Ese aserto, que defienden con argumentos del más variado pelaje y al que dedican los mayores esfuerzos de sus bien pertrechados lobbys, conlleva en su reverso la afirmación -esotérica y alucinante- de que al ser el registrador el único titular de la censura de legalidad,  al notario no corresponde el control legal de los documentos que autorice,  ni siquiera goza de capacidad y competencias para emitir juicios de valor, y menos de legalidad, ya que su misión se reduce a algo mucho mas simple y rudimentario:  constatar los hechos que perciba por los sentidos .

"El nuevo art. 1 de la Ley del Notariado, con independencia de que necesite palmarias mejoras técnicas y sufra carencias alarmantes, sólo repite lo que ya está dictado y sólo recoge lo que el sentir social siempre ha constituido un atributo del notario"

Ya en su informe a un anterior, el enésimo tal vez, Proyecto de Reglamento Notarial  hace tres años,  llegaron a decir sin inmutarse que el control notarial de legalidad sería incluso inconstitucional, porque restringiría la libertad de los ciudadanos  para  contratar, libertad que forma parte esencial del libre desarrollo de la personalidad del hombre. En esa línea el informe incluía entre los derechos constitucionalmente protegidos de la persona el derecho a celebrar contratos alegales y, en coherencia con esa línea,  dispensaba al  notario, cuando redactara contratos, de la obligación  que a todos impone el Código civil de respetar los límites de las leyes, la moral y las buenas costumbres, con el argumento de que esos controles corresponden en exclusiva, y ya los aplicarán en su momento,  a los autores del informe, los registradores. Esta forma de discurrir que no de razonar, desde luego destapó el sonrojo general. Porque es difícil imaginar un sistema más antijurídico que el resultante de combinar una Constitución que protegiera el derecho de la persona a celebrar contratos alegales o contrarios a la moral, con un Estado que nutriera un cuerpo jurídico de funcionarios, como son los notarios,  con el encargo de asesorar a los ciudadanos sobre la forma de vadear las leyes, autorizando y poniendo en circulación luego, con fuerza ejecutiva, contratos contrarios a ellas. Sería un sistema que en lugar de fomentar una conducta conformada a la norma que según Kelsen es la función del Derecho, fomentaría justamente lo contrario, es decir las conductas amorales y los contratos irregulares, lo que en ningún caso puede justificarse, pero menos aún si el fundamento de este absurdo es la pretensión de un colectivo de seguir repartiendo en exclusiva bonos de legalidad, como si fuera el único destinatario autorizado de las leyes promulgadas. Algo similar a aquellos cánones que han sostenido durante siglos que la revelación divina se hizo a los órganos eclesiales en exclusiva, prohibiendo a los mortales el libre examen de los textos sagrados y castigando como osadía intolerable la pretensión de haberlos entendido.
Pero no menos extravagante resulta el informe presentado ante las reformas legislativas en proyecto que presuponen algo tan lógico y que los ciudadanos consideran tan natural como la presunción de legalidad de los actos y contratos autorizados por notario. En nada ha variado sustancialmente en la conciencia social el tradicional oficio de los notarios la reciente constancia en el documento, que ya  es obligatoria lege lata a partir de la primera ley 24, de que el otorgamiento se ha adecuado a la legalidad y a la voluntad debidamente  informada de los otorgantes, ni el texto del futuro articulo 1 de la  Ley del Notariado formulado como Disposición Final 3ª de la Ley de Jurisdicción  voluntaria que, con todas las imprecisiones y carencias técnicas que se quiera, expone que la fe publica notarial implica la obligación de dar fe de que el otorgamiento se adecua a la legalidad. La crítica esta vez se desliza entre sofismas y prejuicios en  una dialéctica desequilibrada que ha tratado de encontrar en la “dación de fe de adecuación a la legalidad” de las escrituras una forma  de arrogación por los notarios de la facultad de dictar dogmas irrefutables sobre la legalidad de los documentos que autoriza. Es decir, un argumento de  reducción al absurdo de la actuación notarial para tratar de defender a toda costa la vieja posición del monopolio registral en el control de legalidad,  sin advertir que si el notario no puede llegar al juicio fehaciente de legalidad -algo imposible que por otro lado tampoco pretende-,  tampoco el control de legalidad de los registradores  llega -ni puede llegar- a  una posición inatacable.

"El control de legalidad notarial o la vieja permissio juris, y la consiguiente presunción juris tantum de legalidad del acto que contiene, es el ABC irrenunciable, el catón del notariado.  Es su articulo uno"

Los documentos notariales gozan -siempre han gozado- de presunción de legalidad, presunción que no alcanza mejor posición con la expresión que actualmente hace el notario en los documentos de que los ha adecuado a la legalidad y que sigue pudiendo ser destruida mediante prueba en contrario. De la misma e idéntica manera  que el control de legalidad registral tampoco dota ni a los títulos ni a las inscripciones de infalibilidad sino solo de otra idéntica presunción que puede también ser destruida mediante prueba en contrario. Y aunque escritura e inscripción estén bajo la salvaguarda o al amparo -que tanto monta, monta tanto- de los tribunales como lo están todos los derechos y situaciones jurídicas, si las pruebas en contrario prosperan escritura e inscripción decaen de modo similar, y si en ocasiones el derecho registrado  -y no la escritura- prevalece a favor del tercero de buena fe, ello no es un premio al mejor control de legalidad registral sino al principio del  “favor comertii”, de la misma manera que la posesión en los bienes muebles prevalece a veces sobre el titulo conforme al art. 464 del civil.
No se trata, pues, de que el notario “de fe” de la legalidad de sus contratos, sino de que ha adecuado el instrumento a la legalidad según él la entiende e interpreta. Es un juicio notarial de legalidad, sí, como el de capacidad o el de legitimación. Porque, no lo olviden, el notario no es sólo un fonógrafo que constata o graba hechos por más que algún colectivo lo pretenda. También es un jurista que, como todos, emite juicios cuando aplica y realiza el Derecho.
Y esto no es algo nuevo ni lo aporta los actuales proyectos de reforma de la legislación notarial. Ha sido siempre así. El notario nació como operador jurídico no como fonógrafo. Fue ideado para dar seguridad a las transacciones. Fueron aquellas prósperas ciudades italianas del siglo XII, que se habían convertido en el centro de los intercambios mediterráneos, las que vieron nacer espontáneamente agrupaciones o escuelas de notarios para redactar contratos ajustados a la ley. Allí, sobre la base doctrinal de los glosadores, se  elaboró el primer tratado del Arte de la notaría, expresión asumida ya por nuestras Partidas que exigían de los aspirantes ser entendidos en el Arte de la escrivanía, que como en el Ars Notariae de Rolandino equivalía a ser expertos no en constancia de hechos, sino  en contratos, últimas voluntades y otorgamiento de instrumentos. Lo que se trataba de conseguir,  entonces y ahora, es algo que consagran todas las constituciones: seguridad contractual. La nuestra lo hace en su art. 9 que eleva la seguridad jurídica a principio constitucionalmente protegido que nuestro Tribunal Constitucional, desde sus primeras resoluciones, define como suma de certeza y legalidad (S.T.C. 27/2981), es decir, no solo certeza de las declaraciones sino también y fundamentalmente legalidad de los actos y contratos autorizados. Es la cristalización legislativa de la tarea de aquellos scriptores de la Alta Edad Media, redactores de contratos y asesores de los contratantes, que merecieron primero la confianza de los mercaderes, luego la fiabilidad procesal –prueba que no necesita ser probada-, y terminaron por ser los baluartes de la seguridad jurídica contractual.

"No cabe monopolio registral ni de nadie en el control de la legalidad de un estado de derecho. El Gobierno y todos sus funcionarios están olbigados a controlar la legalidad, cada uno en la esfera de su competencia. Negársela a un cuerpo jurídico como el notarial es un ejercicio inútil y desnudo de argumentos"

Nadie puso nunca seriamente en duda que sólo a juristas corresponde practicar el arte de la notaría, ese arte al que Font y Romà en las Cortes de Cádiz calificaba de hijo de la jurisprudencia y de la sabiduría del derecho, ya que -continúa- “si  hubo intervención notarial, se da por sentada la seguridad contractual tanto en la esfera de los hechos como en la normativa, y eso genera no solo para las partes sino para la sociedad entera seguridad jurídica”. Por eso pudo decir en las Cortes del XIX G. de las Casas que constituir bien el notariado era completar las garantías constitucionales.
Nadie desde los mercaderes del siglo XII hasta los ciudadanos del siglo XXI concibió a los notarios sino para eso, para que autoricen contratos solo cuando estén ajustados a ley, cosa lógica porque solo los contratos conformados a la norma producen los efectos que los contratantes persiguen a su través. También es ése el interés del Estado, que no puede delegar una potestad suya como es la fe pública para proteger cualesquiera contratos sino solo los que se ajusten a las leyes por él dictadas cuyo cumplimiento se asegura al mismo tiempo. Tan es así que se ha dicho que el control de legalidad por el notario es la espina dorsal de la ley misma (Manzo), pues al ser el primer operador del Derecho en el orden extrajudicial es el que mejor garantiza su aplicación.
La apelación al notario siempre ha sido para todos garantía de legalidad. A nadie le ha interesado nunca un notario/fonógrafo. Para Carnelutti el notario era el operador a quien mejor cuadraba una palabra germana que le fascinaba, rechtswhrer, guardián del Derecho, creado para ejercer esa función tan valorada por los economistas de nuestra época, la de gatekeeper, guardabarrera de la contratación. Ya Baldo en la Alta Edad Media citaba entre los requisitos para la autorización notarial la permissio iuris, y la Ley de 1862 crea el notariado para que de fe de los actos y contratos extrajudiciales solo conforme a las leyes. La legislación, y lo que es más importante, la sociedad dieron por cerrada una cuestión sobre la que tampoco los Tribunales Supremo y Constitucional han tenido nunca dudas: solo cuando previamente lo ajustó a la legalidad puede el notario autorizar un documento.
No cabe pues monopolio registral ni de nadie en el control de legalidad de un estado de derecho. La Constitución garantiza legalidad para todos (art. 9.2) y como consecuencia de ese principio, el Gobierno y todos sus funcionarios están obligados a aplicar la ley y a controlar la legalidad, cada uno en la esfera de su competencia. Porfiar tercamente a estas alturas en negársela a un cuerpo jurídico como el notarial es un ejercicio inútil y desnudo de argumentos. El control de legalidad notarial es el catón del arte y el oficio de los notarios.
Pero ni siquiera ante todas estas evidencias se han arredrado. Abrumados por algo tan insoslayable y con la conciencia de que el quehacer propio está incidiendo en una peligrosa duplicidad, muchos registradores han emprendido el innoble camino de intentar privar de valor el control de legalidad notarial descalificándolo. Y para ello han empezado a propalar el viejo argumento de que solo ellos, por actuar en exclusivas territoriales, son capaces de ejercer un control independiente, salpicando de pasada a los notarios con la acusación ignominiosa de parcialidad que presuponen en ellos por el simple hecho de que actúan en régimen de competencia. Tratan así de despojar de la corona notarial una de sus más preciadas joyas, la proverbial ecuanimidad e imparcialidad notarial reconocida durante generaciones por los ciudadanos que siempre han visto en el notario un símbolo de equilibrio y una garantía de la libertad e igualdad reales en la contratación. ¡Que ignominia! No es momento de dejar al aire las vergüenzas de los monopolios. Bástenos ahora recordar algo tan sabido como que el control ejercido desde la posición dominante de monopolista suele estar contaminado de prepotencia,  y si no se dispone de un sistema de recursos ágil y eficaz como es el caso, degenera necesariamente un trágala desequilibrante.

"Aunque escritura e inscripción estén bajo la salvaguarda o al amparo  de los tribunales, si las pruebas en contrario prosperan, escritura e inscripción decaen de modo similar, y si el derecho registrado –y no la escritura– prevalece a favor del tercero de buena fe, no es un premio al mejor control de legalidad registral sino al principio del 'favor comertii'"

Más sólidos son desde luego los argumentos que sostienen la superioridad del control notarial de la legalidad. La lógica y el sentido común exigen que los contratos queden conformados a ley desde que nacen. Es en el momento de su perfección, cuando se intercambian las prestaciones, cuando los contratantes se desprenden casi siempre de forma irreversible de su dinero o de lo que enajenan, es entonces cuando deben concentrarse todos los resortes de seguridad. Es en ese momento decisivo cuando las partes necesitan de protección, y es en ese momento cuando el Derecho está obligado a prestar a cada parte garantía plena en la contrapartida. Porque solo así se genera lo que se busca, seguridad contractual.
Posponer el control de validez de un contrato a un momento posterior, por ejemplo al momento en que se presente para su inscripción en un registro público, es ilógico y está fuera de lugar. De un lado porque muchos contratos no son inscribibles por lo que circularían siempre con el estigma de la duda, y en los que sí lo son como la inscripción es voluntaria y puede no hacerse, quedaría postergado sine die y al arbitrio de una de las partes el control de su validez, lo que equivale a mantener en vilo a la otra parte y a la sociedad entera, que vería circular un magma contractual sospechoso que iría contagiando a todos los contratos subsiguientes. Y esto es justamente lo contrario de lo que la sociedad reclama y lo que el Derecho debe evitar sin ambages. Además hacer depender la seguridad jurídica de un juicio ciego de validez emitido a toro pasado por quien no estuvo presente sobre contratos celebrados hace meses y cuyas prestaciones ya se consumaron de forma irreversible, no tiene buen encaje ni lógico ni económico. Es hasta antijurídico por no responder a los principios básicos de la seguridad contractual. Es algo así como rearbitrar un partido ya jugado y por quien no lo presenció. Por eso no es conocido este sistema en país alguno.
En cualquier caso la prueba del nueve de esta cuestión, como de todas, nos la deben dar los consumidores. Y la realidad nos demuestra que los ciudadanos sienten que adquieren los derechos y asumen los compromisos desde que firman, y que la firma ante notario les transmite la seguridad de que las posiciones resultantes son definitivas e inatacables porque el notario es garantía de legalidad. Y que todo lo demás, incluidas las inscripciones, son trámites, importantes sin duda, pero trámites complementarios, no esenciales.

"La crítica se desliza entre sofismas y prejuicios en  una dialéctica desequilibrada que ha tratado de encontrar en la “dación de fe de adecuación a la legalidad” de las escrituras una forma  de arrogación por los notarios de la facultad de dictar dogmas irrefutables sobre la legalidad de los documentos que autoriza"

Los ciudadanos consideran al documento notarial como el título de mejor crédito de los que el Derecho genera. Los trascendentes efectos sustantivos, ejecutivos y probatorios que la ley, y lo que es más importante la credibilidad que la sociedad atribuye a este documento, no podrían entenderse si la escritura notarial no gozase de presunción de autenticidad y certeza legal, porque es su génesis privilegiada –por el asesoramiento previo y su ajuste a las leyes- la razón y causa de aquellos efectos. Permitir que estos títulos de efectos contundentes circularan sin previo control de su legalidad, pudiendo contener convenios nulos o fraudulentos encubiertos por una apariencia notarial impune, y que para contrastar la legalidad y por tanto la eficacia de cada título hubiera que acudir a un registro si es registrable o a un proceso (?) si no lo es, sería una irresponsabilidad política gravísima, y delataría una concepción jurídico-social con petición de principio. Convertiría el Estado en aquella república que denunció el tribuno Favart en la Asamblea francesa: una república caótica en que cada título notarial sería una trampa tendida a la buena fe de las partes, o mejor una trampa tendida por una de las partes a la buena fe de la otra. Una república sin fiabilidad ni certeza legal, en la que la autenticidad produciría más perjuicios que beneficios, y en la que la fe pública estaría articulada en forma gravemente dañina para el interés público y la paz social.
El nuevo art. 1 de la Ley del Notariado, con independencia de que necesite palmarias mejoras técnicas y sufra carencias alarmantes, en la parte impugnada por los registradores que comentamos, sólo repite lo que ya está dictado y sólo recoge lo que el sentir social siempre ha constituido un atributo del notario. Deducir de ahí que su promulgación desequilibraría las posiciones de los actores de la justicia preventiva carece de sentido. El control de legalidad notarial o la vieja permissio juris, y la consiguiente presunción juris tantum de legalidad del acto que contiene, es el ABC irrenunciable, el catón del notariado. Es su articulo uno.

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