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ENSXXI Nº 11

ENERO - FEBRERO 2007

ALFONSO MADRIDEJOS FERNÁNDEZ
Notario de Madrid

Con el título “El corto verano de la anarquía” el ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger publicó en 1973 una “novela-collage” basada en la vida del dirigente anarquista Buenaventura Durruti. A través de las diversas voces con las que Enzensberger construye la “ficción colectiva” sobre la vida del activista anarquista, se ponen de manifiesto las enormes contradicciones que ocasiona intentar llevar a la práctica el ideario anarquista si, como ocurrió en Cataluña tras el fracaso de la rebelión militar en Barcelona, quien tiene a su alcance el poder tiene como objetivo destruir todo poder. Son especialmente interesantes las referencias a la participación de la CNT y de la FAI en el ejercito republicano a través de la llamada Columna Durruti que tuvo un papel destacado en el frente de Aragón e intervino en la defensa de Madrid, donde murió Durruti en circunstancias nunca totalmente aclaradas. Como se pone de manifiesto en esta parte de nuestra Historia, las paradojas se multiplican cuando se pretende organizar una división militar en base al ideario anarquista y se intenta sustituir la férrea disciplina de un ejercito en combate por principio tales como voluntariedad y responsabilidad individual, lo que lleva, por ejemplo, a intentar la abolición de grados, saludos y castigos, la sustitución de oficiales por “delegados” elegidos por las bases, la toma de decisiones por asambleas de soldados, que son quienes integran los tribunales militares, o, la paradoja última, la pretensión de que no hay desertores puesto que cada soldado puede abandonar el ejercito en cualquier momento.
Un ejército basado en los principios de la Anarquía sería tan contradictorio como un Estado de Derecho en el que los poderes públicos o los funcionarios no estuviesen sometidos al imperio de la Ley, o como un sistema de Seguridad Jurídica Preventiva en la que la actuación de quienes lo aplican fuese impredecible.
La Seguridad Jurídica se basa en la previsibilidad de los resultados originados por un determinado comportamiento o actuación, de forma que de los mismos hechos se van a derivar, siempre y sin excepciones, las mismas consecuencias. Pero difícilmente se puede alcanzar tal Seguridad si falla el pilar fundamental del Estado de Derecho: que quienes apliquen las normas sean los primeros en estar sujetos a ellas.

"Un ejército basado en los principios de la Anarquía sería tan contradictorio como un Estado de Derecho en el que los poderes públicos o los funcionarios no estuviesen sometidos al imperio de la Ley"

Vienen a cuento estas reflexiones en torno al tan manido tema de la aplicación, o inaplicación, de las leyes 24/01 y 24/05, al que esta Revista ha dedicado ya muchos artículos; solo sobre la cuestión puntual del control de la representación han corrido auténticos ríos de tinta. Al día de hoy, previsiones legales como la conexión telemática entre los sistemas informáticos de registradores y notarios, la llevanza electrónica de los libros del Registro, la presentación telemática de títulos o el acceso directo a los libros del Registro no dejan de ser eso, previsiones, aunque lo cierto es que en los textos legales aparecen como imperativos de inmediata aplicación. El objeto de estas líneas es llamar la atención sobre algo que puede parecer secundario, los aspectos procedimentales y formales de la calificación, especialmente de la negativa, pero que tiene una importancia trascendental si se tiene en cuenta que de lo que se trata en última instancia es de salvaguardar los derechos de los ciudadanos frente a la Administración.
Desde hace ya bastantes años, la política de los órganos dirigentes del cuerpo de Registradores ha tenido un claro objetivo: potenciar al máximo la calificación registral y convertirla en la piedra angular de todo el sistema de seguridad jurídica preventiva.
En el ámbito teórico, como magistralmente ha explicado JUAN ALVAREZ SALA, se ha creado todo un cuerpo doctrinal que pretende dotar a la calificación registral de un ámbito omnicomprensivo y de unos efectos cuasimágicos, de tal forma que toda la eficacia de la publicidad derivaría única y exclusivamente de tal calificación. Se prescinde así del título, que queda absolutamente minusvalorado, reducido a ser un vehículo para proporcionar al registrador la materia calificable, y se limita la labor del notario a la de un simple testigo cualificado, aunque no siempre imparcial, de unos hechos y datos fácticos, fácilmente sustituible en un futuro próximo por las tecnologías emergentes.
Simultáneamente, en la práctica diaria, como ha demostrado JUAN ROMERO-GIRÓN en varios artículos de esta Revista, no son pocos los registradores que se han lanzado a una carrera calificadora, negativa claro, en la que parece que el mejor registrador es el que más defectos es capaz de encontrar (y, de hecho, demostrar capacidad “peguista” es un merito necesario para acceder al cuerpo), hasta el punto de que se puede afirmar que hemos sufrido, durante los últimos años, una auténtica huelga de celo, más o menos encubierta, practicada por una parte importante del colectivo de registradores. No creo que exista, en nuestro sistema, ni en ninguno de los que nos son próximos, ningún caso, ni de lejos equiparable, en el que un documento, realizado por un funcionario público altamente especializado y en cumplimiento de las funciones que legalmente tiene atribuidas, sea objeto de una revisión tan exhaustiva y completa, tanto en el fondo como en la forma, como lo son nuestras escrituras.
Lo que he calificado como huelga de celo es también llamado, en el argot sindicalista, “trabajo a reglamento”, y, ciertamente, las escrituras han sido sometidas, en ocasiones sin piedad, al estricto tamiz de los reglamentos hipotecario y mercantil. Lo que ocurre es que ese celo reglamentista se aplica con fruición al trabajo ajeno pero no siempre se observa el mismo rigor con el propio.

"Se puede afirmar que hemos sufrido, durante los últimos años, una auténtica huelga de celo, más o menos encubierta, practicada por una parte importante del colectivo de registradores"

Paradójicamente la calificación, a la que tanto valor se quiere dar y de la que tantas consecuencias se pretenden extraer, había resultado, hasta ahora, muy “barata” a los registradores. Y no hablo del manido tema de la responsabilidad por la negativa a inscribir, sino de algo más sencillo como es la simple expedición o confección material  de la calificación negativa. Teorías como las de la calificación informal, la notificación verbal, por supuesto en la oficina del registro, o la “inmediación permanente” del pobre usuario al Registro (invento, diría yo, no ya de la Dirección General sino de un determinado Director General, que debía pensar que el cliente no tenía otra cosa que hacer que esperar en la antesala del registro a que el registrador en algún momento se acordase de él, y que, en resoluciones como la de 10 de enero de 2000, llegó a afirmar que sobre el interesado, y en su representación sobre el presentante, recaía ¡¡”la carga de estar alerta a las determinaciones del Registrador”!!) y la pretendida inaplicabilidad del procedimiento administrativo, y, por tanto, de todo procedimiento garantista, proporcionaban al registrador la máxima comodidad y el mínimo esfuerzo ya que para devolver una escritura, para rechazar una inscripción, bastaba con una indicación verbal, con una anotación en la carpeta de la escritura, o, en el mejor de los casos, con dos o tres líneas, escritas a mano y sin firma, en un pequeño trozo de papel.
La verdad es que a mi siempre me ha sorprendido que se pretendiese dar una importancia tan extraordinaria a la calificación y, al mismo tiempo, se la privase de toda dignidad formal. En cualquier caso, lo realmente importante es que se olvidaba cual es el auténtico significado que para el ciudadano tiene la calificación negativa, que no es sino la negación de un derecho que pretende ejercitar. La inscripción, igual que la escritura pública, es voluntaria pero el ciudadano sabe que, en al ámbito inmobiliario, mediante la escritura pública inscrita se accede al máximo de seguridad que nuestro sistema es capaz de ofrecer; si el registrador rechaza la inscripción que se le solicita está negando al particular, con o sin razón, un derecho que cree tener y eso, en un Estado de Derecho, no puede hacerse sino con todas las garantías y sin ningún margen de arbitrariedad.
Las leyes 24, en sus dos versiones pero sobre todo la del 2.001, han venido a poner las cosas en su sitio, incardinando el procedimiento registral dentro del Derecho Administrativo y al registrador en su organización jerárquica, fijando con claridad los requisitos formales, temporales y procedimentales que el registrador debe cumplir en su labor calificadora, y, sobre todo, reconociendo al ciudadano en general, y al usuario registral en particular, las garantías y derechos que reclaman los principios constitucionales de Legalidad y Seguridad.

"Nuestra Dirección ha preferido actuar más que como superior jerárquico como progenitor benévolo y se limita a constatar el incumplimiento, a propinar un tirón de orejas más o menos cariñoso o severo al infractor, y en algunos casos, a formular veladas advertencias"

Lo que ocurre es que, una vez más, una cosa es lo que el legislador ha querido y otra la realidad pura y dura, y ello se evidencia con un simple examen de las calificaciones que cualquier notario recibe a diario. Hoy en día, aunque se han reducido drásticamente, hay que reconocerlo, no han desaparecido del todo las calificaciones informales, a veces verbales y otras mediante anotaciones a mano en la carpeta de la escritura o a través, no ya de las famosas pegatinas, sino de humildes “post its”. En cuanto a las notificaciones, tampoco han desaparecido las calificaciones que no se notifican, de las que los interesados se enteran al reclamar su escritura, y, sobre todo, son una “rara avis” (normalmente procedentes de registros de pequeñas poblaciones) las que se notifican por los medios previstos por la legislación administrativa; la inmensa mayoría de las notificaciones se realizan por el rudimentario tele-fax o por correo electrónico, por supuesto sin firma electrónica de ningún tipo, es decir, por procedimientos que ni garantizan la autenticidad de la calificación ni permiten acreditar la existencia de la notificación y su momento exacto. En caso de registros pluripersonales la aplicación de los artículos 18, de la Ley Hipotecaria y del Código de Comercio, brilla por su ausencia, al igual que la identificación del registrador firmante, que muchas veces se realiza a través de un sello ilegible. Por último, son frecuentísimas, mayoritarias me atrevería a decir, las calificaciones escuetas, de una o dos líneas, sin ninguna argumentación, que en el mejor de los casos, si no consisten en simples ordenes como los habituales “aclárese”, se limitan a citar alguna norma genérico de nuestro ordenamiento (muchas veces parece bastar con la simple remisión al artículo 18 de la ley Hipotecaria) o se remiten a una supuesta doctrina de la Dirección General sin invocar resoluciones concretas, y eso cuando no consisten en una simple invocación, a modo de las “divinas palabras” de Valle-Inclán, de alguno de los llamados principios hipotecarios.
Resulta paradójico observar como la calificación negativa se despacha con una escasa o inexistente motivación mientras que la positiva, lo que siempre se ha conocido como nota de despacho, que debería limitarse a poco más que indicar que se ha practicado la inscripción solicitada y a reseñar los datos del asiento, cada día engorda más y más con contenidos sorprendentes tales como valoraciones subjetivas sobre el valor del Registro, advertencias y admoniciones “urbi et orbe”, disertaciones pedagógicas o lecciones magistrales de Derecho, Hipotecario claro.
Quizás alguien podría decir que todo lo anterior no es más que una apreciación subjetiva e interesada de quien esto escribe, sin embargo creo que existe una fácil comprobación empírica: basta con examinar las resoluciones que la Dirección General ha publicado en los últimos meses para comprobar que en un número alarmantemente alto de ellas nuestro Centro Directivo, antes de entrar en el fondo del asunto, tiene que detenerse, como cuestión previa, en cuestiones formales o procedimentales tales como la insuficiencia de la motivación, la ausencia o incorrección de la notificación o irregularidades en la tramitación del expediente. Quizás sea suficiente, para apreciar la gravedad del problema, con examinar el elevadísimo número de resoluciones en las que la Dirección General tiene que salir al paso de la pretensión de muchos registradores de incluir en el informe posterior al recurso la motivación de la que se privó a la calificación, como si la argumentación que justifica la negativa a inscribir fuese algo que no interesase al ciudadano, que tiene que recurrir a ciegas, sino que se reserva para que el registrador, provisto de la penúltima palabra, intente convencer al superior jerárquico de la bondad de su criterio, liberándole de paso de tan molesto trabajo si, como ocurre en la inmensa mayoría de los casos, se opta, aunque sea a regañadientes, por acatar la calificación y rectificar la escritura para evitar dilaciones que el particular ni puede ni quiere soportar.

"Si las actuales calificaciones fuesen documentos notariales sujetos al control de un registrador, una inmensa mayoría serían devueltas con algo similar a “MOTIVACIÓN INSUFICIENTE (LEY 24/01): COMPLÉTESE.”"

Cuestión distinta es la de las consecuencias que la Dirección General ha querido, hasta ahora, extraer del incumplimiento, por ella constatado y evidenciado, de los requisitos formales y procedimentales impuestos por la ley 24/01 a la calificación (o de incumplimientos más sustantivos como el olvido, reiterado por algún registrador, de la fuerza vinculante de las resoluciones) ya que, en la mayoría de los casos, nuestra Dirección ha preferido actuar más que como superior jerárquico como progenitor benévolo y, pasando a tratar del fondo del asunto por justificadas razones de economía procesal, se limita a constatar el incumplimiento, a propinar un tirón de orejas, más o menos cariñoso, más o menos severo, al infractor, y, en algunos casos, a formular, como dice JUAN ROMERO-GIRON, veladas advertencias, a veces no tan veladas, como la referencia al expediente disciplinario.
Nos encontramos así con una situación en la que el acatamiento de unas normas, dictadas para proteger y garantizar los derechos de los ciudadanos, en concreto de los usuarios del sistema cautelar, no es algo seguro y previsible sino que depende única y exclusivamente de la buena voluntad de quienes, en tanto garantes de la legalidad, deberían ser los primeros disciplinados cumplidores, y su inobservancia, incluso cuando es pública y expresamente constatada por el superior jerárquico, no origina más que una admonición, una advertencia de posible castigo. ¿Es un exceso de fantasía encontrar alguna semejanza con el paradójico ejército al que hacía referencia al principio de estas líneas?
Por último, permítaseme realizar un ejercicio de fabulación. Imaginemos por un momento que las calificaciones negativas, tal y como hoy en día se nos presentan y sin tocar ni una coma, no fuesen obra de un registrador sino de un notario, y que tales documentos notariales fuesen susceptibles de inscripción. Imaginemos, en definitiva, que tales calificaciones debiesen ser objeto de un control, o sea de una calificación registral, ni más ni menos riguroso que el que hoy en día reciben las escrituras públicas. ¿Cuántas de esas calificaciones superarían el control? ¿Cuántas recibirían el visto bueno sin ninguna tacha o salvedad? ¿Cuántas serían rechazadas por defectos de forma, procedimiento o notificación? ¿Cuántas en suma, sería rechazadas por no cumplir la ley 24/2001? Acúseme otra vez de exceso de fantasía, pero sinceramente creo que una inmensa mayoría serían despachadas, y devueltas a su autor, con una argumentación muy similar al título de este artículo: “MOTIVACIÓN INSUFICIENTE (LEY 24/01): COMPLÉTESE.”

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