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ENSXXI Nº 11

ENERO - FEBRERO 2007

MANUEL ÁNGEL RUEDA PÉREZ
Notario de Valencia

Urbanismo. Término con mala reputación. Saturado de connotaciones deshonestas, escandalosas o, como mínimo, sospechosas. ¿Por qué?
Los que nos hemos acercado al urbanismo desde el Derecho, comprobamos que estamos en presencia de una legislación –no creo que llegue aún a poder ser considerada como una rama del Ordenamiento Jurídico dotada de autonomía- creada desde el Derecho Administrativo pero con manifiestas consecuencias en otros ámbitos jurídicos aparentemente alejadas de aquel, especialmente el Derecho privado, tanto en su vertiente civil como en la formal o documental y registral.
Esta legislación ha sufrido en los últimos años un proceso que se puede caracterizar por tres notas -desorientación, hipertrofia y babelización- y una consecuencia –aldeanismo-. Me explicaré.
Desorientación legislativa desde la Sentencia del Tribunal Constitucional 61/1997 que anuló dos terceras partes del Texto Refundido de la Ley del Suelo de 1992 por razón de falta de competencia legislativa del Estado en materia de ordenación del territorio y urbanismo, y que dio lugar a una loca carrera de las Comunidades Autónomas para disponer de su propia legislación, preferiblemente diferenciada de las demás, pues todos, cada uno en nuestra casa, somos diferentes.
Hipertrofia legislativa que se comprueba en la enorme extensión de las leyes urbanísticas autonómicas, pues, al parecer, cuanto más larga, mejor. Al contrario de lo que es razonable, pues una Ley, cuanto más corta será más duradera y creará un marco de convivencia más estable y prolongado en el tiempo. Pero esta no es la “moda” en leyes. Lo que se lleva es la densidad, la exageración, las normas programáticas más propias de un preámbulo que de un texto articulado, y, a la vez      –paradójicamente-, las reglas excesivamente concretas más propias de un Reglamento que de una Ley. ¿será que de este modo se impide la posibilidad de que cualquier otro partido que ostente el poder en el futuro pueda modificar con facilidad un Reglamento pero tendría más dificultades para modificar una Ley? ¿o esto es un mal pensamiento?
¿Recuerda el lector la torre de Babel? ¿Será lo mismo el Programa de Actuación de una legislación autonómica que el Proyecto de Ejecución de otra? ¿Será lo mismo el suelo rústico que el no urbanizable? ¿Será lo mismo *****? O ¿no serán lo mismo? La incertidumbre invade al lector de las leyes autonómicas. Nos hemos babelizado. En mi opinión estamos ante uno de esos casos en que, como remedio mínimo, se debería promover la aprobación de una ley de armonización, figura reconocida en el artículo 150.3 de la Constitución Española, que tiene por objeto establecer “los principios necesarios para armonizar las disposiciones normativas de las Comunidades Autónomas, aun en el caso de materias atribuidas a la competencia de éstas, cuando así lo exija el interés general”; y no creo que haya dudas de que en este caso, así lo requiere el interés general.
Pues bien, si la situación actual de las legislaciones urbanísticas conduce a la desorientación; si se requiere un esfuerzo extraordinario para leerlas y asimilarlas; si la babelización impide una fácil comunicación, al final, el intérprete y aplicador de la norma acaba por “saberse” como puede la legislación de “su” Comunidad Autónoma y poco más. Y el empresario del sector se retira a sus cuarteles de invierno, no traspasa los límites de “su” Comunidad Autónoma para no tener que contratar a distintos especialistas en cada Comunidad, y hasta los Tribunales se desentienden de las Jurisprudencias “ajenas”. La consecuencia: aldeanismo total.
Y todo ello en paralelo a un proceso de armonización europea. Recuérdese la “Estrategia Territorial Europea” de 1.999.
El resultado final del panorama descrito es un grado injustificado e insoportable de inseguridad jurídica, no solamente contrario al principio constitucional, sino también, inconcebible para el ciudadano.
De los tres actores que intervienen en la escena del urbanismo –urbanizador, propietario y administración-, los dos primeros presentan un manifiesto interés en que su derecho –la actividad empresarial urbanizadora y la propiedad del suelo, respectivamente- sea valorada adecuadamente, es decir, lo más alto posible. Y, por tanto, alcance el más alto grado posible de rentabilidad. Cosa que, por otra parte parece, al menos a primera vista, manifiestamente legítima.

"La negativa percepción que el ciudadano tiene de la actividad urbanística, es consecuencia de la desviada utilización de las herramientas legales, principalmente por la Administración. No por los funcionarios, generalmente situados en posición incómoda, sino por los dirigentes políticos"

Por su parte, la administración –y señaladamente los Ayuntamientos- representa la garantía del cumplimiento del interés general, que debe presidir su actuación, a lo que está obligada a preservar, por mandato constitucional.
Pero desdichadamente, la realidad no es esa. La Administración –y los Ayuntamientos en particular- presentan una tendencia muy acusada a “pasar” del interés general, y, mediante una utilización torticera del poder, considerar que, investidos del ropaje y la protección que le proporciona la legitimidad democrática, su función es la de obtener, con el desarrollo urbanístico, la mayor rentabilidad posible a la situación. Pero ¿a costa de quién? Del urbanizador no, desde luego, pues se limita a encarecer las cargas de urbanización. Por tanto es el propietario el pagador de ese sobrecoste injustificado e ilegítimo que, en última instancia, se repercute al sufridor final del proceso, que es el comprador de vivienda. Se convierten así en cómplices, e, incluso, inductores, del empresario poco escrupuloso.
Por supuesto que en la mayoría de los casos –no en todos- esa rentabilidad beneficia directamente a las arcas municipales, lo cual parece, a primera vista, una finalidad, también legítima e incluso loable. Pero, ¿lo es? En mi opinión no. El urbanismo es un mecanismo, técnico y jurídico, encaminado a regular y encauzar el desarrollo urbano, la expansión de la ciudad. Su incardinación, más acusada en los últimos años, dentro del marco mucho más amplio de la ordenación del territorio pone de manifiesto con más intensidad, su aspecto funcional. El desarrollo urbano debe ser acorde con el medio ambiente y con el resto del espacio natural que es el territorio.
Pero, lamentablemente, no creo que pueda pensarse en encauzar el uso del urbanismo a su recta finalidad mientras no se resuelva el problema de más alcance, de la financiación de los Ayuntamientos –dotados de cada vez más autonomía pero no de fondos- e incluso, yendo más allá, la financiación de los partidos políticos.
Y, sin embargo, la utilización del urbanismo, no solamente se realiza con finalidades radicalmente distintas a las que le son propias –como las antes enumeradas- que lo desnaturalizan, sino que, además, en muchas ocasiones, manifiesta su aspecto más desvergonzado, prescindiendo de cualquier dato de conexión con el resto del territorio y el medio ambiente.
Vivienda. Es cierto el reconocimiento constitucional del derecho de todo ciudadano a disfrutar de una vivienda digna (artículo 47 CE).  Es cierto también que el Estado debe proveer a las ayudas necesarias para que los ciudadanos menos favorecidos por la fortuna –cualquiera que sea la razón que lo justifica- puedan alcanzar esa vivienda digna. La moderna tendencia en las legislaciones autonómicas  –y también en el proyecto de la estatal- es la de forzar a la iniciativa privada, a los empresarios del sector, a destinar una parte de suelo de cada unidad de actuación, a viviendas construídas bajo unos determinados estándares de superficies y calidades que resulten acreedoras de esas ayudas para los eventuales ocupantes que reúnan determinadas condiciones económicas. ¿Por qué? ¿Por qué una función típicamente estatal se traslada a la iniciativa privada?
Estamos en un sistema de mercado en que el promotor de viviendas pone en el mercado su producto, la vivienda, con unos determinados niveles de calidad y a un precio que vendrá fijado por la oferta y la demanda. Se suele afirmar que el elemento que determina el alto nivel de los precios de venta y alquiler de la vivienda es el precio del suelo. Y parece que así es –aunque no deben olvidarse otros elementos como el coste de la ejecución material de las obras y el fiscal, cada vez más altos-. Por tanto, uno de los elementos o factores que forman parte del precio de la vivienda es el coste de suelo, la “repercusión” del suelo.
Pues bien, así las cosas, en mi opinión, el actual modelo de protección a la vivienda es, en mi opinión, erróneo, al menos en tres aspectos, que voy a enumerar.
No parece de recibo que un deber natural de la Administración, como es el de proveer a la satisfacción de las necesidades sociales, se imponga al sector privado. ¿Se impone a los médicos el deber de financiar los equipos médicos, quirúrgicos, hospitalarios, etc. de la sanidad pública? ¿Se impone a los abogados el deber de financiar la administración de justicia a los sectores desfavorecidos? Primer error.

"El Ayuntamiento recibe gratis el diez por ciento del aprovechamiento urbanístico, para viviendas protegidas de precio final sensiblemente más barato. Pero los solares pueden acabar en subastas o ventas que producen mayor rentabilidad al Ayuntamiento"

En la ejecución del planeamiento urbanístico, la Administración –el Ayuntamiento- recibe “gratis”, el diez por ciento del aprovechamiento urbanístico –quince en el proyecto de Ley estatal actualmente en tramitación en el Congreso de los Diputados-, en concepto de participación de la Comunidad en las plusvalías generadas por la actividad urbanística, lo que, finalmente, tras la correspondiente reparcelación, se concreta en solares edificables o indemnizaciones sustitutorias. En cualquiera de los dos casos, pasa a formar parte del Patrimonio Público del Suelo, con la afección finalista que lo caracteriza, destinado a viviendas protegidas. La consecuencia es muy clara: el Ayuntamiento tiene a su disposición suelo edificable o dinero que lo sustituye, destinado a viviendas protegidas. Por definición ese suelo presenta un coste cero, pues procede de la cesión gratuita de los propietarios. En consecuencia el precio final de las viviendas –sea en venta o arrendamiento- construídas sobre ese suelo tiene que ser sensiblemente más barato que el de las de promoción privada, porque, por lo dicho, en la formación del precio, no se suma ese elemento de coste del suelo. La repercusión de suelo es cero. ¡Qué viviendas más baratas ¿no? Sí, así es. Es así, siempre que el Patrimonio Público del Suelo se utilice para estos fines. No lo es, si los solares acaban en subastas o ventas que producen mayor rentabilidad al Ayuntamiento pero incumplen el deber de proteger el interés público. ¿Quién especula en estos casos? Segundo error.
El tercer error –a mi juicio- que se arrastra tradicionalmente en el sistema español de protección a la vivienda, es el de la vivienda “calificada”. El mandato constitucional es subjetivo. Contempla el derecho de todo ciudadano a disfrutar de una vivienda digna. Es un derecho subjetivo. Por tanto, la concreción de ese derecho debe ir, en mi opinión, por la línea exclusivamente subjetiva. Constada la situación de un ciudadano que presenta un determinado nivel salarial, unas determinadas cargas familiares, una determinada situación laboral, y todos los demás elementos que se estime deben tenerse en consideración, la conclusión es clara. A este ciudadano se le reconoce el derecho a ser ayudado por el Estado en una determinada cuantía y mecanismos de protección –subvenciones directas, subsidiaciones de préstamos, de rentas de arrendamiento, beneficios fiscales, etc.- Pero eso no tiene por qué llevar a la creación de viviendas, edificios, barrios, etc. destinados en exclusiva a este tipo de ocupantes. Esto sí que es crear guetos, zonas delimitadas. Considero que sería mucho más eficaz lo que podríamos llamar el “cheque vivienda”. Reconocido el derecho, el sujeto titular podría adquirir la vivienda que quisiera, en el barrio, calle y edificio que libremente eligiera. Y para ello contaría con una determinada ayuda estatal que podría destinar –con los controles necesarios-, a aquella finalidad. Es decir, calificación subjetiva, mecanismos de protección, garantías de su cumplimiento, pero no calificaciones objetivas ni “viviendas protegidas”. Lo protegido debe ser el ciudadano, no la vivienda.
Concluyo contestando al interrogante formulado al inicio de este comentario. La negativa percepción que el ciudadano tiene del urbanismo y de la actividad urbanística, es consecuencia de la desviada utilización de las herramientas legales, principalmente por la Administración, a la que corresponde la mayor responsabilidad en el asunto. Y no me refiero, desde luego a los funcionarios que generalmente están situados en una posición francamente incómoda, sino a los dirigentes políticos.
Las soluciones van más allá, superan o exceden de lo puramente legislativo. Solamente la introducción de una gran dosis de honestidad y de contemplación del interés general (artículo 47 CE) en las decisiones de nuestros mandatarios –y recuérdese que mandatario no es el que manda sino el que “es mandado”-, puede invertir el sentido de la situación actual y convencer al ciudadano de que el urbanismo es una técnica jurídica tan seria y tan neutra como puede serlo el derecho de la contratación, el de sucesiones, etc. No son solo las leyes las de deben cambiar. Es la mentalidad, y, sobre todo las conductas. Y este cambio solo compete a ellos, a los políticos. Los demás nos hemos de contentar con tratar de ponérselo de manifiesto. Ojalá lo vean.

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