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ENSXXI Nº 14
JULIO - AGOSTO 2007

RODRIGO TENA ARREGUI
Notario de Madrid

A medida que se acerca la fecha de su implantación definitiva (septiembre 2007) la asignatura de Educación para la Ciudadanía, introducida como obligatoria por la Ley Orgánica de Educación, vuelve al primer plano de la actualidad. Las críticas -bastante virulentas, por cierto- giran fundamentalmente en torno a un solo punto: la falta de legitimidad del Estado para imponer una determinada educación cívica y moral. “Nueva asignatura de adoctrinamiento” la denominó Ana Pastor en su defensa a la enmienda a la totalidad presentada por el PP. Por su parte, los obispos critican que el “Estado pueda imponer una formación moral no elegida” (se entiende que por los padres, claro, porque evidentemente los niños tienen poco que decir) considerando que el temario de la nueva asignatura “implica una lesión grave del derecho inalienable de los padres y de la escuela, en colaboración con ellos, a elegir la formación moral que deseen para sus hijos”.
La verdad es que el que tenga curiosidad por examinar los Decretos 1513/2006 y 1631/2006 que fijan los contenidos mínimos de la asignatura para primaria y secundaria, verá que la cosa no parece tan grave. Uno podría temerse, a la vista de dichos comentarios, que el Gobierno estuviese recuperando algo así como el culto revolucionario al Ser Supremo, o cuanto menos, estuviese tomando partido por una ideología o por un culto religioso determinado. En cambio, lo único que encuentra son conceptos generales como “respeto al otro”, “igualdad de hombres y mujeres”, “asunción de responsabilidades”, “solidaridad”, “justicia”, “cultura de la paz”, “rechazo de situaciones de marginación y discriminación”, etc. Conceptos tan genéricos y tan “benéficos” que será muy difícil encontrar a alguien en nuestra sociedad que no los comparta, entre otras cosas porque admiten interpretaciones y desarrollos muy diferentes… y hasta contradictorios. Realmente, si la educación para la ciudadanía es criticable, no lo es precisamente porque pretenda adoctrinar, sino más bien porque no va a conseguirlo.

"Si la educación para la ciudadanía es criticable, no lo es precisamente porque pretenda adoctrinar, sino más bien porque no va a conseguirlo"

El “objetivo de formar la conciencia moral de los alumnos” que tan escandaloso parece a los obispos, constituye la finalidad de cualquier educación que merezca el nombre de tal desde el origen de los tiempos. Como nos dice Marrou, la historia de la educación antigua refleja el tránsito progresivo de una cultura de nobles guerreros a otra de escribas, pero en ambos casos de lo que se trata es de superar la mera instrucción técnica y utilitaria y alcanzar una formación completa del carácter y del alma, eso que debe llamarse sabiduría, palabra admirable que hoy hemos olvidado completamente y que el ejemplo de la antigüedad debería ayudarnos a recuperar.
Pues bien, el grave problema de las sociedades modernas es que, pese a que el Estado ha asumido la responsabilidad indelegable de fijar unos determinados contenidos mínimos a la educación de sus ciudadanos, lo ha hecho desde esa alicorta perspectiva técnica y utilitaria que tanto hubiera asombrado a los antiguos, delegando cualquier pretensión de formación del carácter y del alma en la propia familia, en curas o imanes, o normalmente en nadie. Las razones de todo ello son complejas y no cabe detenerse ahora en ellas, aunque algo tienen que ver con la casi total ausencia en la actualidad de “modelos” de excelencia semejantes a los que han existido desde la antigüedad hasta tiempos muy recientes. En cualquier caso, bienvenida sea la pretensión por parte del Estado de asumir su responsabilidad completa en esta materia tan fundamental para el futuro de nuestras sociedades, aunque es de lamentar que su plasmación práctica haya adoptado esta forma tan -por decirlo con benevolencia- ingenua.

"La verdadera educación es siempre indirecta, como la literatura"

Pensar que la nueva asignatura de educación para la ciudadanía va a ayudar en algo a formar nuevas generaciones de españoles tolerantes, responsables, justos, solidarios, críticos y pacíficos, es como pensar que los españoles que nos educamos en los años cincuenta y los sesenta somos más católicos gracias a haber aprendido el Catecismo de memoria. Si alguien considera que uno de esos adolescentes dispuestos a aporrear sin compasión a cualquier pareja de homosexuales que demuestre su afecto en público (cuyo aterrador porcentaje nos desvelaba una reciente encuesta de la Junta de Andalucía) se va a convertir en un ejemplo de compresión y tolerancia después de cursar con nota la asignatura, que se vaya desengañando. La enseñanza de máximas morales impuestas y no vividas, que poco o nada tienen que ver con la realidad diaria de niños y jóvenes, suele ser en el mejor de los casos irrelevante, y en el peor, contraproducente, cuando la natural reacción juvenil contra la autoridad se ceba en ellas.
En una entrevista reciente Claudio Magris defendía que la literatura no tiene en sí misma fines morales. Debe representar la realidad y nada más. Sin embargo, su radical importancia radica en que puede, de forma indirecta, crear una atmósfera que permita comprender de manera intuitiva qué es la justicia. Y termina diciendo: “ocurre también con la verdadera educación, la más eficaz es siempre indirecta, como la literatura”.
Un somero examen a nuestros actuales planes de estudio nos convencerá que la pretensión de encontrar en ellos cualquier vía indirecta de acceso a la educación del carácter y del alma –a la sabiduría- está condenada al más rotundo fracaso. Nuestros hijos saben cómo empuñar una carretilla (teóricamente) y conocen la estructura interna de un ordenador personal, pero no han oído hablar de las guerras europeas de religión, sin las cuales no existiría la libertad religiosa ni la tolerancia. Aprenden las montañas y ríos más importantes de su Comunidad Autónoma (la verdad que no muy importantes en la mayoría de ellas) y de paso el nombre de los correspondientes consejeros de educación, pero ni saben nada de la Comunidad de al lado, ni menos aún del ancho mundo. Eso sí, gracias a la nueva asignatura, aprenderán de memoria las ventajas de la diversidad, del pluralismo y de la solidaridad. Desengañémonos, los únicos medios reales de educación indirecta, la Historia, la Filosofía y la Literatura, están de capa caída desde hace muchos años y no parece que haya mucha voluntad de recuperarlos.

"Los únicos medios reales de educación indirecta, la Historia, la Filosofía y la Literatura, están de capa caída desde hace muchos años y no parece que haya mucha voluntad de recuperarlos"

La intolerancia se cura aprendiendo de verdad Historia europea, leyendo a los filósofos que han reflexionado sobre sus sangrientos acontecimientos y a los escritores que dieron testimonio. La libertad se estima aprendiendo lo mucho que ha costado alcanzarla y lo fácil que es perderla. La justicia y la solidaridad, cómo en un tiempo fue normal lo que ahora nos parece inaceptable (esclavitud, discriminación racial, sexual, religiosa). Lo que no se aprende por esta vía “indirecta” no puede aprenderse por la “directa” de una asignatura diseñada específicamente para ese fin. Las Constituciones y las Leyes pueden demandar de los ciudadanos que sean “justos y benéficos” (como hizo la Constitución de 1812) pero resulta bastante más práctico, aunque es cierto que mucho más difícil, imponer las condiciones necesarias para que eso sea posible. Realmente la exhortación no sobraría tampoco en nuestro caso si no fuera porque –a cambio de tranquilizar las conciencias de nuestros bienintencionados gobernantes- ocupa inútilmente un espacio y unos recursos que podrían emplearse de manera más provechosa.
Así que los obispos no tienen por qué preocuparse, que duerman tranquilos, porque la “nueva asignatura de adoctrinamiento” no va  a adoctrinar a nadie. Podrán conservar su propio monopolio de adoctrinamiento sin mayores problemas. Otra cosa es que en las escuelas se obligase a leer a filósofos como Voltaire o Russell o a científicos como Dawkins o se enseñase Historia de las religiones. Entonces yo sí que me preocuparía.

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