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ENSXXI Nº 18
MARZO - ABRIL 2008

JUAN ÁLVAREZ-SALA WALTHER
Notario de Madrid
        
La política de prevención contra el blanqueo de capitales (iniciada hace ya varias décadas en Estados Unidos y luego exportada a los demás países, con especial repercusión en la normativa comunitaria) afecta hoy en día a una inmensa pluralidad muy variopinta de operadores económicos y profesionales, pero la clave de la lucha antiblanqueo fue, al comienzo, la involucración de la banca. La banca se comprometió en esa lucha, consciente de su función como garante (gatekeeper) del sistema financiero y de que, con el blanqueo de capitales, lo que está en cuestión (como advierte en sus consideraciones preliminares la III Directiva europea sobre la materia) es “la confianza en el sistema financiero en su conjunto”.
Lo mismo ocurre con la amenaza del blanqueo sobre el sistema jurídico del  que es garantes (junto a  otros) el notariado. Entre los sujetos obligados en la lucha antiblanqueo figuran, en efecto, los notarios y podríamos decir, de igual modo, parafraseando el preámbulo de la Directiva, que a su éxito o su fracaso en ese empeño se va a ligar, sin duda, la confianza en el sistema notarial en su conjunto. Desde el primer momento de su adscripción a la lucha antiblanqueo, el notariado fue consciente de que la eficiencia de su aportación exigía la coordinación de un esfuerzo colectivo de todo el notariado. La infinidad de datos útiles acumulados en las notarías no tendría valor ni aplicabilidad en la prevención contra el blanqueo de capitales si no fuese por medio de un tratamiento conjunto informatizado a través de una oficina central capaz de deglutir telemáticamente el inmenso caudal de datos, cuyo cruce o interrelación (sólo posible informáticamente) procuraría el salto cualitativo (gigantesco) del dato a la información.
Así lo entendió también felizmente una orden del Ministerio de Economía y Hacienda (de septiembre del año 2005), que dispuso la creación del denominado Órgano Centralizado de Prevención en materia de blanqueo de capitales (OCP) dentro del seno del Consejo General del Notariado*. Como decía la Exposición de Motivos de esa orden ministerial, “razones de eficiencia hacen extremadamente conveniente el establecimiento de un órgano centralizado en esta materia (...) existen más de 2.900 notarios (...) la gestión centralizada de la prevención del blanqueo de capitales permitirá una superación de la actual situación de atomización, incrementando  la eficacia del sistema”.
Pronto se percató Hacienda de la utilidad de esa información notarial computerizada a través de una unidad central y de su provechosa traspolación a la lucha contra el fraude fiscal. La denominada “Ley Antifraude” de 29 de noviembre de 2006 (mediante una reforma del art.17 de la Ley Notarial) entronizaba en el seno del Consejo General del Notariado la creación de un Índice Único Informatizado (IU), cuya aplicación -sin la que no hubiera sido después posible la vertiginosa formación del OCP- estaba ya preparada de antemano a partir de una serie de encuentros entre el Ministerio de Hacienda y el Consejo General del Notariado con la prefiguración de un índice homogéneo, que suscitó los celos y la impugnación judicial -desestimada- del Colegio Nacional de Registradores. Aunque el coste o el esfuerzo de implementación  de dicho Índice Único (y la hostilidad al mismo de amplias bases del notariado) hayan sido exorbitantes, su valor al servicio de la transparencia jurídica informativa y de la lucha contra la opacidad fiscal o la opacidad inherente al blanqueo de capitales probablemente no tenga parangón. El Índice Único (tan denostado) es la herramienta insustituible para hacer realidad el levantamiento del velo fiscal que preconiza la nueva Ley 36/2006 de medidas para la prevención del fraude fiscal, así como el único medio hábil para identificar a la persona física que se esconde detrás de la titularidad de una entidad jurídica, como exige (de acuerdo con las conclusiones del GAFI) la III Directiva europea sobre  blanqueo de capitales.
En este contexto, la beligerancia contra el Índice Único parece una parodia moderna del  antiguo motín de Esquilache, cuando los castellanos viejos se rebelaron contra el ministro de Carlos III durante la Ilustración por la supresión de las capas que embozaban el rostro. Como sostuvo, en  su momento, uno de los editoriales de esta Revista** (si bien es cierto que en sus páginas han tenido siempre también cabida, en aras de la libertad y la pluralidad informativas, otras voces discrepantes), “sólo desde una visión miope de la función notarial cabría hoy  cuestionar el valor del OCP y ahora de este Índice Único Informatizado a cargo del notariado”. La  mención inexcusable en los documentos notariales del NIF de personas físicas y entidades  jurídicas, así como la referencia catastral de los inmuebles y la consignación de los datos  bancarios relativos a los medios de pago empleados en la transacción, tiene como objetivo primordial facilitar localizadores informáticos o claves de búsqueda que permitan descubrir actores y activos ocultos, con sólo apretar una tecla, a partir de un programa de ordenador conforme al cual se organice el Índice Único. Al incluir esos localizadores en el instrumento que autoriza o interviene, cada  notario, a su control individual de la legalidad del acto, permite que se añada, automáticamente, a través del Índice Único, un control de legalidad corporativo, capaz de proporcionar un entendimiento mucho más cabal (y acaso sino  indescifrable) de la operación dentro de una cooperación con las autoridades públicas de todo el notariado en su conjunto.
Pero también es verdad que la red, como estructura moderna de la información, por sus inmensas posibilidades, está provocando una crisis generalizada de los modelos tradicionales a la que no es ajena, desde luego, la función notarial. Cuestiones como la protección de la autodeterminación informativa y, ligado a ella, el secreto profesional, o la potestad de control y vigilancia sobre el acceso a redes más o menos abiertas o cerradas, la vulnerabilidad cibernética, pero también la celeridad y el ahorro de costes en las conexiones telemáticas, la  centralización de datos o de interlocución (como la denominada “ventanilla única”), incluso la potenciación digital tanto de la publicidad como del anonimato y tantos otros avances tecnológicos obligan a una redefinición constante de los cánones de actuación que puede resultar, a veces, extenuante. Como colofón de este proceso, se explica también cierta exasperación frente al cambio de las pautas tradicionales.
Dentro de este contexto, la canalización de la información notarial hacia el OCP y a través del Índice Único, así como la delimitación legal de su accesibilidad por parte las Administraciones públicas (que proclama el actual art. 17 de la  Ley Notarial, en su redacción dada por la Ley de prevención contra el fraude fiscal de 2006) constituye actualmente un debate abierto en el seno del notariado que enfrenta concepciones antagónicas acerca de la propia función notarial. Se comprende entonces que una orden ministerial, como la dictada por el Ministerio de Economía y Hacienda el pasado 29 de enero de 2008, “reguladora  del cumplimiento de determinadas obligaciones de los notarios en el ámbito de la prevención del blanqueo de capitales”, haya suscitado cierto inmerecido encono por parte de muchos de sus destinatarios, cuando se trata, paradójicamente, de una norma que viene, sin duda, a facilitar la labor de los notarios como sujetos obligados en la lucha antiblanqueo.
El rigor de la III Directiva sobre blanqueo de capitales (cuyo  plazo de trasposición venció el pasado 15 de diciembre) en orden al cumplimiento de la diligencia debida a cargo de los sujetos obligados (entre ellos, los notarios) en cuanto al deber de identificación del denominado “titular real” de las personas jurídicas, sí que hubiera sido difícil de cumplir. La Directiva define al  titular  real como “la persona o personas físicas que, en último término, posean o controlen una entidad jurídica a través de  la propiedad o el control, directos o indirectos, de un porcentaje suficiente -superior al 25%- de acciones o derechos de voto, incluidas las carteras de acciones al portador” (art. 3.6). El deber de identificación, según la Directiva, llega, por  tanto, hasta el final de la cadena (es decir, hasta la persona física, titular última de la propiedad del cúmulo sucesivo de sociedades interpuestas) y ese deber de identificación se exige, además, indefectiblemente, sin excepciones, en todo tipo de entidades jurídicas (salvo que se trate de entidades financieras, sociedades bursátiles o pertenecientes a autoridades u organismos públicos -art. 11-).
Frente a esta normativa rigurosa, la orden  ministerial, en cambio, dispensa a los notarios (a diferencia de los demás sujetos obligados por la Directiva, como los bancos, los abogados y otros profesionales) de tener que “llegar hasta el final de la cadena”, pues basta que el notario, en esa cadena de titularidades sucesivas, controle sólo el eslabón inmediato anterior, es decir, consigne sólo los datos relativos al sujeto o entidad que ostente un porcentaje de capital sobre la sociedad interviniente superior al 25%. Aunque no se trate de una persona física, sino de una persona jurídica, el notario está dispensado de realizar más allá ninguna inquisición acerca de los sucesivos titulares de esta última. Además, a diferencia de la Directiva, la orden ministerial no impone al notario verificar ese control de manera indefectible en todo tipo de personas jurídicas, sino sólo excepcionalmente, cuando aprecie varios indicadores de riesgo (conforme a las orientaciones del OCP) o bien, cuando la persona jurídica de que se trate provenga de un paraíso fiscal (art. 3.4 O.M.). Interpretando la orden de conformidad con la Directiva, cabe añadir probablemente que, aunque incidiesen varios indicadores de riesgo, tampoco procedería la identificación requerida, tratándose de entidades financieras o sociedades cotizadas o participadas por autoridades u organismos públicos (siempre que no se trate, en cualquiera de los casos, de jurisdicciones off  shore). La orden exige, finalmente, consignar el NIF o NIE del sujeto o entidad titular del porcentaje sobre el capital de la sociedad interviniente superior al 25%, lo cual puede plantear cierta dificultad cuando se trate de no residentes que carezcan de NIE, pero en este caso parece que la Orden debe interpretarse en relación con art. 24 de la Ley Notarial, de modo que si el compareciente manifestase que dicho sujeto careciese de NIE, bastará que el notario consigne dicha manifestación, debiendo cumplimentar entonces la correspondiente comunicación al OCP.
Otro de los aspectos a que alude la Directiva, atemperado por la orden ministerial, es el relativo a la obligación de valorar el “perfil empresarial” del cliente “conforme a un planteamiento basado en el riesgo”, a la vista de su historial (su “track-record”) y la adecuación de sus circunstancias a la operación acometida  (art. 8). En este sentido, cuando se trate de  personas físicas, la orden ministerial matiza que el notario deberá recabar el dato relativo a la profesión o actividad empresarial del otorgante “de conformidad con el art. 156-10 del Reglamento Notarial”, es decir, cuando pueda resultar un elemento relevante, “conforme a un planteamiento basado en el riesgo”, en función (como establece el citado precepto del Reglamento  Notarial) del propio juicio o criterio del notario (art. 2.2 O.M.). Tratándose de personas jurídicas, de acuerdo con ese mismo planteamiento  basado en el  riesgo, el notario debiera consignar los elementos que estime relevantes (como la cifra  de capital social, en función del importe económico de la transacción, cuando se trate, por ejemplo, de  sociedades infracapitalizadas, o la incorporación de un balance, en caso de ventas por debajo de valor nominal, etc.), si bien la Orden sólo alude a la consignación del objeto social (aparte de la denominación y el domicilio), incluso dispensa de ello cuando resulte de los antecedentes documentales exhibidos (art. 3.2 O.M.). Parece, por ello, que el notario sí debiera comprobar o, al menos, hacer constar el objeto social manifestado, cuando se trate de sociedades extranjeras.
Otra ayuda de enorme importancia en el ejercicio de la función notarial es la que proporciona la Disposición Adicional Primera de la Orden. Se refiere a las denominadas “listas negras” de personas vetadas internacionalmente para realizar ningún tipo de operación económica ni disposición de fondos, a tenor de las resoluciones publicadas por  organismos internacionales, como, por ejemplo, la Resolución nº 1390, de 16 de enero de 2002, dictada por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, o por la propia Unión Europea a través de algunos Reglamentos poco conocidos,  pero de aplicación directa en todos los Estados miembros, como, por ejemplo, el Reglamento (CE) nº 881/2002 del Consejo, de 27 de mayo de 2002. El art. 1 de dicho Reglamento comunitario impone una prohibición absoluta de que se verifique ninguna operación ni movimiento de fondos económicos afectantes a las personas incluidas en su Anexo 1, ordenando de modo terminante la “congelación” de todos sus recursos económicos. Conforme a dicha normativa, por tanto, cualquier notario requerido para autorizar o intervenir alguna operación afectante a personas incluidas en dicho Anexo, debiera paralizar de inmediato el acto, dando la comunicación reservada correspondiente a las autoridades competentes. El control de dichas listas puede resultar, sin embargo, complicado, aparte de la  ignorancia inexcusable de las mismas y de su constante renovación (se han producido ya más de diez), por la dificultad de localizar alfabéticamente la transcripción fonética al  castellano o al inglés de nombres correspondiente a idiomas extraños (como el árabe o el vietnamita u otros). La orden ministerial española sólo impone sobre el notariado, cuando se trata de personas incluidas en las “listas negras”, el deber de comunicar, pero no el de congelar los fondos ni paralizar la operación. Incluso, al referirse la D.F. 1ª de la Orden a la obligación de los notarios de cumplimentar la correspondiente comunicación, haciendo mención expresa del OCP, cabe interpretar que se trate más bien de un deber corporativo más que  individual del notario actuante, o en todo caso delegable, a cumplimentar a través del OCP, mediante el cruce de la información correspondiente a la renovación constante de los nombres integrantes de tales "listas negras" con  el programa del  Índice Único.
Otro detalle benévolo de la Orden es su vacatio legis de seis meses, a contar de la fecha de su publicación en el BOE, por lo que entrará en vigor el próximo 1 de julio, después de un plazo generoso de adaptación (a diferencia de lo que ocurrió, recuérdese, con la Ley Antifraude o incluso la propia reforma del Reglamento Notarial).
No  todo deben  ser, sin embargo, plácemes respecto a la orden. También hay algún aspecto criticable, casi incomprensible. Baste señalar su anexo II, al configurar con excesiva impremeditación un fichero informático de datos radicado en el OCP sujeto a un derecho de acceso, rectificación, cancelación y oposición, del todo improcedente e incompatible con su naturaleza, pues la propia Ley de Protección de Datos excluye expresamente de su ámbito de aplicación -conforme a su art. 1,2,c)- “los ficheros  establecidos para  la investigación del  terrorismo y de formas graves de delincuencia  organizada”, como es, sin duda, el blanqueo de capitales. No es ahora lugar ni momento para  abundar en ello. Tampoco se entiende que el nivel  de seguridad de ese fichero, según la Orden, sea sólo el básico, en contra de lo que resulta del nuevo Reglamento de la Ley de Protección de Datos.
En todo caso, como ficheros de titularidad pública, tanto el Índice Único (previsto en el art. 17 de la Ley Notarial, redactado por la Ley 36/2006) como el OCP (aunque éste de modo más solapado por su mención en el nuevo art. 24 de Ley Notarial, aparte de nutrirse fundamentalmente, aunque no exclusivamente, a partir del Índice Único), tienen un reconocimiento derivado ahora de una norma con rango de ley formal, siendo ficheros cuyo responsable de su tratamiento es el Consejo General del Notariado, sin  que pueda ya pretenderse que el OCP no sea más que un encargado de los notarios responsables de los ficheros consistentes en su respectivos protocolos  notariales, como en sus  albores formuló, con cierta perdonable ofuscación y por razones de difíciles equilibrios, la orden ministerial de su creación en el año 2005.      
Cuestión dudosa, en un futuro, por virtud de la III Directiva, será si los notarios a título individual podrán recabar del OCP datos o indicadores que completen el perfil de riesgo de un cliente, a la vista de que el art. 11.5 de la Directiva no considera vulneración de la prohibición de tipping off  o revelación de información suministrada por razón del blanqueo la que compartan con referencia a una misma transacción y un mismo cliente los intervinientes que pertenezcan a una misma categoría de sujetos obligados. Quizá lo más prudente, a falta de una norma que especialmente lo regule, dado lo delicado del tema, sea circunscribir, mientras tanto, la accesibilidad al OCP estrictamente al círculo de sujetos previstos en su propia ordenación ministerial.

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