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ENSXXI Nº 18
MARZO - ABRIL 2008

Una de las ofertas electorales más llamativas de la última campaña fue la relativa a la supresión de los costes de ampliación del plazo de las hipotecas formulada por el Ministro de Economía Pedro Solbes. Dado el futuro inmediato que se avecina, en realidad ya presente, de un Euribor y de un índice de paro en constante crecimiento, cabe vaticinar que esta será una promesa que no tardará en ser recordada. Pero tampoco se arriesga uno mucho al predecir que su plasmación práctica será muy complicada.
Al anunciarla el Ministro no fue especialmente preciso. Indicó que las familias “con especiales dificultades económicas” podrían, “sin pagar un euro”, ampliar el plazo de la hipoteca y que a dicho fin el Gobierno tendría que “negociar con bancos, cajas, registradores y notarios”, pero que él, como Ministro de Hacienda, esperaba que el Estado “asuma lo menos posible”.
Aparte del hecho de que estas medidas siempre crean injusticias comparativas –dónde se fija el criterio para definir a las familias con especiales dificultades o cómo se compensa a los que previendo la subida del Euribor decidieron apostar por un tipo fijo más alto, o por endeudarse menos, o comprar un piso más barato, etc.- su formulación crea confusión sobre el papel llamado a jugar en este tema por los diversos actores. Realmente, los únicos costes a considerar son los bancarios (por los intereses derivados del aplazamiento y por el aumento de exposición al riesgo) y los únicos interlocutores con los que negociar son las entidades financieras. Los notarios, simples redactores y controladores de la legalidad del contrato de novación, somos funcionarios cuyo arancel viene determinado por el Gobierno mediante Real Decreto, que puede modificar a voluntad, como ha venido haciendo con verdadera constancia en los últimos años –sobra decir que siempre a la baja- sin que, por lo menos desde esta revista, se tenga noticia de que jamás se haya “negociado” nada. El resultado es que hoy en día lo que se cobra por esa novación ronda los 60 euros, pero, efectivamente, siempre puede ser menos. Lo demuestra el actual arancel notarial, parcheado, desfasado e incongruente, en donde actos de enorme trascendencia y complejidad, como por ejemplo un testamento, cuestan bastante menos que una comida en un restaurante medio. Por eso, involucrar en el programa de coste cero el derivado de la formalización del contrato es tan poco lógico –aunque desde luego mucho más fácil y “mediático”- como lo sería incluir los de gestoría, desplazamiento a la notaría o pérdida de horas de trabajo por el tiempo dedicado a la operación.
La única contraparte real es la entidad financiera, a la que resulta muy problemático imponerle nada contra su voluntad. La solución factible pasa por el incentivo adecuado y eso exige que el Estado asuma un coste mayor que “el mínimo posible”: cuanto menos la totalidad de los intereses del aplazamiento, y aún así la operación no será interesante para el banco en la mayoría de los casos. Si las cosas resultasen de ese modo, como parece razonable temerse, cabría discutir la neutralidad y eficiencia de esa pura medida de gasto, máxime la complejidad técnica que puede suponer ponerla en práctica. En cualquier caso, ahí tiene el Gobierno un toro difícil de lidiar, de los que pueden justificar un triunfo. Lo deseable es que la faena no se le complique tanto como para motivarle a salvar la cara con un nuevo y reiterado bajonazo al intermediario e inferior jerárquico. La actualización del arancel notarial es ya de una prioridad absoluta.

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