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ENSXXI Nº 2
JULIO - AGOSTO 2005

JOAQUÍN ESTEFANÍA
Fue director de EL PAÍS (1988-1993). Actualmente dirige la Escuela de Periodismo de la UAM/EL PAÍS

Cuatro años ha tardado la justicia norteamericana en sustanciar las sentencias que explicarán el grado de corrupción que se descubrió en la América corporativa a partir del invierno de 2001. Recordemos lo que entonces sucedió. El 11 de septiembre se produjeron los ataques terroristas a la Torres Gemelas y el Pentágono. Para esa fecha, la economía americana había dejado de crecer, aunque los ciudadanos todavía no tuvieran conciencia de ello. A la conjunción de la crisis política y la crisis económica se añadió el factor psicológico del desánimo y la incertidumbre, que poco después se trasladaría al resto del planeta.
Cuando la sociedad americana todavía no se había despertado del horror, se abrió un nuevo frente de crisis. Todo comenzó en diciembre de 2001: la empresa multinacional Enron, hasta entonces sinónimo de modernidad, ejemplo de la nueva economía, paradigma de la desregulación eléctrica y ejemplo público de beneficios bien administrados, anunció de repente su quiebra.
Los inversores, accionistas, trabajadores de la propia empresa y consumidores se preguntaban estupefactos cómo, por qué, acostumbrados a los continuos halagos a Enron de los bancos de inversión y a los informes limpios que todos los años firmaba el patrón oro de las compañías auditoras: Andersen. Poco a poco se supo la verdadera situación de la multinacional tejana: deterioro paulatino del valor de sus acciones, ocultación y destrucción de la información, ruina de sus empleados y jubilados mientras los principales ejecutivos vendían previamente sus acciones y se hacían planes de pensiones externos a los de la empresa, creación de miles de sociedades instrumentales para sacar partidas del balance, complicidades con el poder político, etcétera.
El caso Enron inaugura una época de excesos empresariales sin precedentes en la historia contemporánea. Tras Enron suspendió pagos WorldCom (a ambas empresas se las ha denominado "las Torres Gemelas del capitalismo americano"), y luego un sin número de empresas más tuvo que pasar por la Fiscalía y por los organismos reguladores, acusadas de mil trampas contables con el objeto de engañar. No había día en que los medios de comunicación no sacasen a colación un nuevo ejemplo.
Tan significativo fue este capítulo de corrupción empresarial que el economista Paul Krugman, uno de los más influyentes columnistas de la prensa americana, escribió en el New York Times una columna, que empezaba así: "Fue un acontecimiento traumático. La percepción que teníamos los norteamericanos del mundo y de nosotros mismos cambió a una velocidad increíble. Parecía como si hasta entonces hubiéramos vivido en una especie de inocencia ciega, sin conciencia de los peligros reales que acechaban.

"El caso Enron inaugura una época de excesos empresariales sin precedentes en la historia contemporánea. Tras Enron (...) un sin número de empresas más tuvo que pasar por la Fiscalía"

No, no estoy hablando del 11 de septiembre. Estoy hablando del escándalo Enron" No conozco ningún otro caso en el que la empresa más admirada de todas haya resultado ser un fraude" Antes de que Enron se hundiera, la historia de la economía parecía tener más de comedia que de tragedia. Sí, mucha gente perdía dinero, pero era debido a su estupidez; compraban acciones porque creían en todas esas tonterías de la nueva economía. Ahora, la historia es infinitamente más turbia. La gente no se engañó a sí misma; fue engañada".
La corrupción de la América corporativa se soportó en niveles muy diferenciados. El primer nivel es el de las propias empresas: mintieron por codicia; la burbuja bursátil de los años noventa las acostumbró a tantos beneficios que cambió las costumbres empresariales y llevó las tendencias, que se habían ido forjando durante años, al paroxismo. El segundo nivel es el de los ejecutivos, que aprovecharon la coyuntura para enriquecerse con mucha rapidez, olvidando cualquier pacto de lealtad con la empresa a la que pertenecieron y con el resto de los trabajadores de la misma.
Lo peor de estos casos, con ser lamentables, no fue haber sacado del balance (es decir, del control de sus accionistas) una parte de sus cuentas; lo peor es la comparación: los ejecutivos utilizaban información confidencial para enriquecerse o protegerse, mientras el resto de los empleados veía tambalearse sus fondos de pensiones y sus puestos de trabajo. El tercer nivel de desconfianza es el de los controladores externos: las empresas auditoras que debían haber descubiertos las irregularidades y los fraudes, y denunciarlos. No lo hicieron. Como consecuencia de esta falta de credibilidad, Andersen desapareció como sociedad.
Los escándalos empresariales se disolvieron, primero  en las páginas interiores de los periódicos y luego simplemente desaparecieron. Ahora reaparecen: acaba de condenarse a 15 años de prisión a John Rigas, fundador del operador de cable Adelphia. Pero para los meses de julio y agosto se anuncian las sentencias que esperan a los ex responsables de WorlCom, Tyco y otras grandes empresas que formaron parte de aquella pesadilla. En enero se abrirá el macrojuicio sobre el caso Enron, el más paradigmático de todos. De sus resultados dependerá que sea cierto aquello de que en el capitalismo hay corrupción, pero que quien la hace, la paga. Ello dará credibilidad, o no, al sistema.
 

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