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ENSXXI Nº 2
JULIO - AGOSTO 2005

RODRIGO TENA ARREGUI
Notario de Madrid

Según la primera acepción del Diccionario de la RAE, crisis es la mutación considerable que acaece en una enfermedad, ya sea para mejorarse, ya para agravarse el enfermo. Desde este punto de vista, no cabe duda de que el matrimonio hoy, en Occidente, está en crisis. Ya porque se considere que se casan los que no deben, o porque no lo hacen los que deberían, hay coincidencia en dudar sobre el futuro de la institución: sobre si empeorará hasta morir, o sobre si remontará hasta recuperar su lozanía.
Aunque las estadísticas suelen ser cualquier cosa menos fiables, parece que es necesario reconocer la existencia de una clara tendencia general hacia la disminución del número de matrimonios, por lo menos en los años que siguen a la emancipación del hogar familiar. Existen países, especialmente los mediterráneos, en los que cada vez más jóvenes condicionan la decisión de casarse a la de tener hijos. Un poco más al norte, se subordina a la de tener más de un hijo (en Irlanda, un tercio de los niños nacen ya fuera del matrimonio), y casi cerca del polo existen lugares en los que el matrimonio prácticamente ha desaparecido (como en Islandia o Suecia)1. Parece que el previsible futuro es que el polo magnético nos termine arrastrando a todos, lo que, para los que amamos el Derecho, no deja de ser una posibilidad desagradable y sorprendente.
Las oficinas cara al público presentan ciertas facetas poco gratificantes, pero una de las más positivas es lo fácil que resulta tomar el pulso sociológico al momento. Hace pocas semanas se presentó en mi despacho una pareja con años de convivencia (divorciado él y soltera ella) solicitando asesoramiento sobre cómo regular jurídicamente su situación. Querían reconocerse mutuamente ciertos derechos, tanto actuales como futuros, especialmente a la vista de un posible fallecimiento de alguno de ellos o de ruptura voluntaria. Después de escucharles atentamente, les pregunté que por qué no se casaban. Todavía recuerdo la cara de estupefacción y sorpresa. La pregunta fue considerada como un ataque directo a su intimidad. Por un momento vi flotando una queja al Colegio, y sólo después de explicarles apresuradamente que lo que se podía conseguir con múltiples y complejos negocios jurídicos en una notaría, se podía obtener más sencillamente de un solo golpe en el Ayuntamiento, pude calmarles lo suficiente como para qué, incluso, manifestasen que la idea no les parecía tan disparatada y que quizás mereciese cierta reflexión.
La reacción me dio que pensar. En realidad ¿qué tiene el matrimonio que lo hace tan distinto para el común de los mortales del resto de negocios jurídicos? Probablemente, la respuesta no verse tanto sobre lo que tiene, sino más bien sobre lo que tuvo: la única puerta de entrada a la familia, con todo lo de mítico y trascendente que algo así implica.

"La preocupación de la Iglesia por monopolizar el control del acceso se observa con claridad en la famosa polémica que siguió a la presentación en Las Cortes por el ministerio Alonso Martínez del proyecto de Código Civil en 1882"

Históricamente -realmente hasta no hace mucho tiempo- esa puerta la guardaba un formidable cancerbero, con sus tres cabezas, moral, jurídica y religiosa, y el único santo y seña que permitía franquearla era el contrato matrimonial. No existía otra posibilidad de acceder a la práctica del sexo sin censura social ni sobresaltos, ser madre soltera era una afrenta, el adulterio estaba penado, los hijos extramatrimoniales gozaban de menos derechos que los matrimoniales, el divorcio no existía, los beneficios públicos de carácter fiscal o asistencial se limitaban a los cónyuges, no había más matrimonio que el religioso, etc. En consecuencia, matrimonio y familia eran la misma cosa. No es de extrañar, por tanto, la importancia que la Iglesia Católica dio a la institución, hasta el punto de elevarla a la categoría de sacramento, de "vínculo sagrado". El único negocio jurídico que merece tal distinción, en cuanto que no está dirigido al servicio exclusivo de los contrayentes, sino que ese servicio es mera consecuencia de su finalidad fundamental: la salvación de los demás (Catecismo de la Iglesia Católica, 1534; y Código de Derecho Canónico, canon 1055).
La preocupación de la Iglesia por monopolizar el control de acceso se observa con claridad en la famosa polémica que siguió a la presentación en Las Cortes por el Ministro Alonso Martínez del proyecto de Código Civil en 1882. El Proyecto introducía la posibilidad de una matrimonio civil facultativo. Es decir, la posibilidad de contraerlo voluntariamente, sin necesidad de apostatar previamente de la Fe católica. Esa innovación suscita tal oposición en la Iglesia y en la mayoría de los diputados ("no podía tener cabida en el código civil de una nación católica") que el proyecto fracasa y es devuelto al Gobierno. Cuando el nuevo Ministro, Francisco Silvela, presenta el Proyecto tres años después, el matrimonio civil ha pasado otra vez a ser subsidiario (reservado a los que demostrasen formalmente su condición de no católicos).
Pues bien, hoy en día ese acceso es un coladero. El cancerbero se ha convertido en un gatito desnutrido. En la actualidad nadie se plantea casarse para practicar el sexo con tranquilidad (ni en Suecia ni aquí), la familia monoparental "incluso buscada de intento- está a la orden del día, el adulterio está despenalizado, los hijos gozan de los mismos derechos cualquiera que sea su filiación y, consecuentemente, las obligaciones de los padres para con ellos no dependen de si están casados o no entre sí, el divorcio está universalmente reconocido, se admite la adopción por solteros, se atribuyen los mismos o parecidos derechos a los unidos de hecho, el matrimonio civil es facultativo, etc. Puede que algunas de esas innovaciones gusten más que otras, pero lo cierto es que parece que todas están aquí para quedarse, y por algún tiempo. El resultado es que matrimonio y familia ya no son la misma cosa. El matrimonio es cada vez menos la institución fundamental de la sociedad y cada vez más sólo un contrato. Lo que ocurre es que es un contrato, por un lado, mitificado y, por otro, maltratado.
Es un contrato mitificado, por lógica inercia social (cuyo más significativo rastro son las peculiaridades de su celebración) y también porque la Iglesia, más de un siglo después, sigue obsesionada con vigilar la puerta, por muy civil que sea, sin percatarse de que esa puerta está ya en medio del campo. Pero lo curioso es que el efecto de esa mitificación es que repugna a quienes les gustaría atraer, y atrae a los que repugna hacerlo.
Cuando se pregunta a los suecos las razones de la paulatina desaparición del matrimonio en su país, la primera y más importante razón que esgrimen es la fuerte tendencia al laicismo que han sufrido en las últimas décadas. Se formula la pregunta de nuevo, insistiendo en que se indaga por el matrimonio civil, pero la respuesta es la misma. Consultemos de nuevo el Diccionario: laicismo es la doctrina que defiende la independencia del hombre de toda influencia eclesiástica o religiosa. La conclusión es, entonces, que la preocupación de la Iglesia (Reformada o no) por vigilar la puerta (civil o religiosa) ha conducido a un generalizado rechazo de todas las puertas, cuando tan fácil es, por otra parte, cruzar por el campo. El descrédito del matrimonio religioso ha arrastrado al civil, al que se ve como una suerte de mal sucedáneo.
Sin embargo, para el colectivo tradicionalmente excluido (los homosexuales) el acceso por esa puerta se ha convertido en una cuestión de principio, pero no, en absoluto, por su obsesión en llegar al otro lado, sino por una simple cuestión de igualdad, de reconocimiento legal y social. Sólo así se explica el frontal rechazo del colectivo gay a la propuesta del Partido Popular de regular una unión civil "con efectos sustancialmente idénticos a los del matrimonio".
La segunda razón que dan los suecos para explicar el declive del matrimonio es el Estado del Bienestar. En definitiva, que para aprovecharse de todas las ventajas de dicho Estado es absolutamente indiferente estar o no casado, o lo que es lo mismo: que el campo está abierto a todo el mundo.
Un periodista de USA TODAY manifestaba en una estupenda crónica desde Bodo (Noruega)2 su sorpresa al escuchar a los escandinavos justificar su rechazo al matrimonio en base a dos razones aparentemente contradictorias: para unos el matrimonio es una institución sin sentido, para otros es un compromiso demasiado importante. En realidad, no hay ninguna contradicción, todo depende de la mayor o menor sensibilización que se tenga frente al mito. Pero, en realidad, ambas posiciones se resumen en lo mismo: demasiado ruido para tan pocas nueces. Demasiados papeles para entrar y demasiados papeles para salir, y todo con poco sentido práctico.
Sin embargo, por esta vía nos dejamos el contrato por el camino. Y, como resultado, hoy en día el matrimonio es también un contrato maltratado.
La gente huía del mito, pero al hacerlo, huía también del contrato, del régimen jurídico aplicable a los contratantes, y eso era algo que se acababa pagando. El integrante de una pareja se sorprendía un buen día, tras la ruptura de la relación, con el hecho de que los bienes estaban a nombre del otro, pese a haber contribuido a su adquisición económicamente o con su colaboración personal; con que esa ruptura le dejaba en una situación insostenible, por haber abandonado su trabajo al iniciarla; con que no podía participar en las ganancias obtenidas con el esfuerzo común durante el periodo de convivencia; con que, pese a ello, debía de responder de ciertas deudas; con que los hermanos le precedían en la sucesión abintestato; con que no tenía ni un simple derecho de alimentos sobre la herencia; con que carecía de pensión de viudedad, de asistencia sanitaria, etc. Y claro, esa sorpresa no dejaba de ser extraordinariamente desagradable.

"Para los homosexuales el acceso se ha convertido en una simple cuestión de igualdad, de reconocimiento legal y social"

Puesto que la situación se valoraba como injusta, surgió entonces en todos los países la presión jurisprudencial y legal por reconocer también esos derechos a los unidos de hecho. Como decía un político sueco, el Estado no tiene porque decir a la gente cómo ha de vivir, pero sí ha de vigilar por atender las necesidades y corregir las injusticias cualquiera que sea la forma en que se viva. Pero lo cierto es que si bien satisfacer alguna de esas necesidades, como la de las prestaciones públicas, no planteaba ningún inconveniente mientras los presupuestos aguantasen (y los presupuestos nórdicos estaban acostumbrados a aguantar bastante) la eficacia estrictamente privada del contrato es otro cantar, en cuanto implica forzar la voluntad de los que no se casan porque legítimamente no quieren que se les apliquen todo ese entramado de efectos.
Esta evolución se ha vivido en España en un plazo de tiempo relativamente breve. Todavía en 1994 el Tribunal Supremo afirmaba que "la inexistencia de regulación legal sobre las uniones de hecho no quiere decir que exista un vacío que haya de ser llenado por la fuerza expansiva del ordenamiento jurídico, pues en infinidad de casos ocurre que la falta de regulación concreta responde al principio del libre albedrío"(STS 30-12-94). En definitiva, entendía que imponer a los convivientes de hecho los mismos derechos y deberes que a los esposos constituiría un ataque frontal a su libertad. Pero en 2001 el Tribunal Supremo ya estaba aplicando analógicamente el art. 97 del CC (pensión compensatoria) a una unión de hecho, afirmando decididamente que existía una laguna jurídica que debía completarse con las normas del matrimonio (STS 5-7-2001).
En este cambio de criterio no sólo influyó la presión de los Tribunales inferiores, que llevaban años aplicando sin rubor la analogía legis, sino el importante cambio legislativo que en esta materia se estaba produciendo en algunas CCAA3. Para entonces ya habían aprobado leyes Cataluña (15-7-98), Aragón (26-3-99) y Navarra (3-7-2000); y más tarde lo haría Baleares (19-12-2001) y el País Vasco (7-5-2003) -otras comunidades como Valencia, Madrid y Asturias tienen una regulación de índole administrativa- todas ellas en el sentido de atribuir a las uniones de hecho efectos muy semejantes a los típicos del matrimonio. Ante esta situación, el TS, en la sentencia citada, alega un principio de no discriminación, pues"otra solución conduciría a establecer dos clases de españoles, según sus Autonomías tuvieran o no dictada Ley de parejas de hecho."
Esa legislación plantea un serio problema de respeto al derecho de autorregulación de los individuos para el caso de las parejas de hecho heterosexuales. Ya no es sólo que se desincentive el matrimonio, es que se incentiva el antimatrimonio (o contrato suscrito entre los unidos de hecho con la finalidad de excluir la regulación que se les pretende imponer). Y la solución de aplicarles el régimen sólo si se inscriben voluntariamente en un registro es la más absurda de todas, pues crea un matrimonio "más o menos light" de celebración simple, sin solucionar el tema de los unidos no inscritos.
Pero lo cierto es que con esta regulación autonómica se pretendía salir también al paso de las demandas del colectivo homosexual, a los que no se les podía alegar que si no se casaban era porque no querían. Al extenderles a ellos el régimen, se producía el curioso efecto de meter en el mismo saco dos realidades muy distintas: la de los que pudiendo casarse no quieren hacerlo y la de los que no pudiendo casarse quieren hacerlo . Una regulación que tenga tal demanda social no puede ser buena, porque necesariamente tiene que defraudar a unos u otros, o a todos.
Llegado a este punto, las Cortes se disponen a aprobar dos importantes leyes. En la primera de ellas se introduce un segundo párrafo al art. 44 del CC en el que se indica que "el matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayentes sean del mismo o de diferente sexo"; en la segunda se introduce una nueva regulación en materia de divorcio, facilitando sus trámites al desvincularlo de la concurrencia de causa alguna.
¿Qué incidencia pueden tener estas reformas para el futuro de nuestro paciente?
Comenzando por la primera, me atrevería a decir que, por si sola, escasa. El permitir casarse a los homosexuales no supondrá un freno a la tendencia a la disminución del número de matrimonios. Tampoco, por otra parte, creo que la acelere. Porque si bien es cierto que el efecto psicológico que implica su desmitificación se concretará para unos en su valoración y apreciación como simple contrato, en otros no hará más que confirmar su irresistible declive. Sin embargo, reconocer el matrimonio homosexual sí puede ser una magnifica oportunidad para emprender una serie de reformas implícitas que sirvan para reanimar al paciente. La más importante y fundamental de todas es la inmediata derogación de gran parte del entramado de leyes autonómicas de las que venimos hablando, que permita también corregir la tendencia jurisprudencial a aplicar la analogía legis entre matrimonio y otras formas de convivencia. Desde el momento el que el problema de los homosexuales está resuelto y, en consecuencia, se casa el que quiere y no se casa el que no quiere, no tiene ningún sentido aplicar a los unidos de hecho un régimen semejante al derivado de un contrato que no se ha suscrito.
Se trataría de volver a poner en la puerta un perro guardián digno. No defiendo un regreso a los tiempos de Cancerbero, desde luego, tampoco en su vertiente jurídica, porque a las uniones de hecho hay que seguir reconociéndoles una cierta eficacia de protección pública allí donde sea necesaria. Pero siempre siendo consciente de que tampoco tiene porque ser igual a la aplicable al matrimonio, por puro respeto a la libre voluntad de los ciudadanos. Un ejemplo interesante es el de los convivientes franceses. Incluso en el caso de existir entre ellos un Pacs  (Pacte Civil de Solidarité, abierto tanto a heterosexuales como homosexuales) sus ventajas se circunscriben básicamente a la materia laboral y fiscal4- y ello pese a que Francia no tenga resuelto definitivamente el problema de las uniones homosexuales- sin que en la reforma del Derecho de sucesiones, actualmente en tramite parlamentario, exista el más mínimo interés por reconocerles ningún tipo de derechos. Se trataría de poder llegar a afirmar, como hace hoy en Francia Me. Benhamou, notario de París, que "para asegurar una protección recíproca a una pareja de personas del sexo opuesto, el matrimonio es hoy en día la mejor solución"5. En España, dada la actual confusión, no creo que haya nadie capaz de afirmar tal cosa sin ninguna reserva. Pues bien, ahora que incluso los homosexuales pueden casarse, parece que nada debería impedir clarificar definitivamente el tema. 
Desde esta perspectiva, la segunda Ley, al simplificar los trámites de la disolución del matrimonio, también ayuda, aunque la conclusión pueda parecer un tanto paradójica a primera vista. Acabará con el miedo a un proceso de divorcio que dure más que la propia convivencia y que sólo sirva para agravar la crisis en perjuicio de todos, y permitirá entrar en el contrato con mayor facilidad. Por otra parte, la reforma lo valora más como tal, pues, como en todo contrato, reconoce que si las partes fueron libres para vincularse, también lo estarán para desvincularse. Por ello, el reconocimiento del divorcio notarial en caso de inexistencia de hijos debe ser una posibilidad a tener muy en cuenta, como ya lo es en otros países.
En definitiva, el futuro del matrimonio pasa necesariamente por su reivindicación como contrato. Reconozco su enorme dificultad, porque nada hay más resistente que los símbolos, para lo bueno y para lo malo, pero pienso que es preciso admitir que cualquier otra postura, por muy respetable que sea, está condenada a sucumbir en la marea de la realidad que nos ha tocado vivir.

1En España, el 21,7% de los recién nacidos son extramatrimoniales, frente al 10,5% de 1992. Más de un millón de personas conviven como pareja de hecho, lo que supone el 5,9% de todas las parejas que conviven (INE-CGPJ, citado por El País, 19 de junio de 2005). Si unimos los dos datos comprobamos que este último porcentaje tenderá a incrementarse, aun cuando alguna de esas parejas de hecho con hijos termine casándose.
215-12-2004.
3Sólo Cataluña distingue entre heterosexuales y homosexuales,  pero el régimen tampoco es satisfactorio. En el primer caso exige sólo convivencia, atribuye derechos de compensación económica y pensión, y derechos sucesorios limitados. Cabe reiterar aquí la crítica de imposición de un régimen a los que no lo quieren. Para los homosexuales exige inscripción e impone el mismo régimen, con la salvedad de que los derechos sucesorios son mucho más importantes. Con ello se deja sin regular la situación de los homosexuales que no se inscriban, a los que tampoco se les aplica el régimen previsto para los convivientes heterosexuales. Cabría pensar qué ocurriría si un conviviente homosexual no inscrito solicita una pensión alegando discriminación con relación al conviviente heterosexual al que no se le exige inscribirse.
4Y sin que tampoco exista equiparación total en esos campos.
5Le Point, 9 junio 2005, p.98.

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