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ENSXXI Nº 20
JULIO - AGOSTO 2008

CORA MIRA ROS
Profesora Titular de Derecho Procesal de la UNED

HACIA UNA REGULACIÓN PROPIAMENTE JURISDICCIONAL

Ha habido que esperar casi cien años para que la ejecución judicial de las hipotecas en nuestro país volviera a regularse por sus fueros, que son los de un proceso previsto exclusivamente (como no podía ser de otro modo) en la Ley de Enjuiciamiento Civil, que entró en vigor el año 2000 y no en la Ley Hipotecaria, ni tampoco en su Reglamento, como sucedía bajo la situación normativa anterior.
Hoy podemos decir que el antiguo “procedimiento judicial sumario” de la Ley Hipotecaria (art. 131) ha desaparecido y ha sido reemplazado en la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil por lo que sólo son –como reza el epígrafe que las intitula- “particularidades de la ejecución sobre bienes hipotecados o pignorados”. Pero esta reimplantación en amplia medida del antiguo artículo 131 de la Ley Hipotecaria dentro del sistema normativo de la LEC no es sólo el simple traslado de un texto a otro. Supone un cambio mucho más profundo que, sobre todo, como proclama la misma Exposición de Motivos “refuerza el carácter propiamente jurisdiccional” de esa ejecución, aunque dentro de esta nueva ordenación más jurisdiccionalista de la ejecución hipotecaria queden aún algunos cabos sueltos. Así, algunos artículos de la Ley Hipotecaria, como el art. 153, a propósito de la ejecución de la hipoteca en garantía de cuentas corrientes,  todavía va por libre, y en abierta contradicción, por cierto, con las demás normas de la LEC.
Queda, también, a flote toda una porción de artículos del Reglamento Hipotecario no expresamente derogados, aunque automáticamente sin efecto en todo lo atinente a cuestiones procesales, dado el imperativo constitucional que excluye la posibilidad de reglamentos en materia procesal. Y queda, sobre todo, el lastre conceptual arrastrado por la inercia de la situación anterior, que tanto desconcierto y desorientación cosecha aún entre los procesalistas.
En efecto, la intensidad del drama que supone la realización de una hipoteca puede sustanciarse a través de cauces de naturaleza procesal muy heterogénea. Sin embargo, la hipoteca se ha explicado siempre (por los civilistas) como una figura unitaria, como si se tratase de un mismo tipo de derecho real de garantía, que atribuye a su titular un ius vendendi sobre un bien ajeno, sin importar qué cauce o sistema de ejecución hipotecaria se utilice.
De forma coherente con este planteamiento, el antiguo sistema de ejecución hipotecaria del art. 131 de la LH se había configurado como un trámite sin proceso, un expediente a instancia del acreedor inscrito para la enajenación del bien dado en garantía, ejercitable ante un Juez (lo mismo que ante un notario, en el caso del procedimiento extrajudicial), a partir de un requerimiento de pago al deudor y un simple escrito (que, hasta 1946, no se denominó demanda), que había de interponerse, en todo caso, no contra el deudor, sino contra el titular registral de la finca hipotecada. El objeto de esta demanda no era la reclamación de una deuda, sino el ejercicio de un derecho real inscrito. Con ello, paradójicamente, a través de este proceso de tutela ejecutiva no del crédito, sino del derecho real inscrito, se llegaba al resultado de desvincular la hipoteca del crédito, contrariamente al principio de accesoriedad, ocasionando, además, una desnaturalización del propio concepto de hipoteca como instrumento de garantía del crédito y, al mismo tiempo, se atribuía a la inscripción de la hipoteca, por la presunción de exactitud del asiento registral, una ejecutoriedad similar o incluso superior a la de una sentencia firme.
Había nacido, así, fruto de una doctrina hipotecarista desarrollada en un intento de explicar una actividad que es, en realidad, procesal, un “proceso de base registral”, sin prácticamente posibilidad de contradicción, donde la importancia del Registro reducía casi al mínimo la del Juzgado y cuyo objeto, para sembrar la semilla de la confusión, venía constituido por una acción hipotecaria que podía ejercitarse (y todavía se refleja así en el art. 681 de la LEC, aunque matizadamente) directamente contra los bienes hipotecados. Bastaba con enarbolar la bandera de la certificación registral como título ejecutivo.
Lo que sorprende es que este proceso judicial sumario ordenado a procurar la venta del bien dado en garantía, a través de la efectuación judicial de un derecho real inscrito, superara sin reparos, a diferencia de la ejecución extrajudicial de la hipoteca,  el test de constitucionalidad, según concluyó la conocida sentencia del Tribunal Constitucional de 18 de diciembre de 1981 (siendo ponente Díez-Picazo). 

"Otro interrogante, en el nuevo marco legislativo, es si cabe ejecución hipotecaria sin título ejecutivo. Se trata de una hipótesis, que cobra ahora especial actualidad, a la vista de la hipoteca global introducida por la reciente reforma hipotecaria del año 2007"

Quizá la explicación se encuentre en que se ha desviado la atención de lo que debiera haber sido la argumentación principal de la sentencia, pues el verdadero problema de la ejecución judicial de la hipoteca no es si su regulación, por lo limitado del contradictorio, lesiona o no el derecho a la tutela judicial efectiva, obstáculo fácilmente salvable, como sostuvo el TC, por la siempre abierta posibilidad de contradicción ulterior en el procedimiento declarativo correspondiente. Contrariamente, la constitucionalidad del proceso judicial de ejecución hipotecaria no debiera haberse nunca solventado sin considerar su posible confrontación con el art. 117.3 de la Constitución, no ya desde la perspectiva (que sí fue abordada en la sentencia) de la posible vulneración en su desarrollo reglamentario del principio de reserva de ley en materia procesal, sino, sobre todo, desde la perspectiva, ciertamente más borrosa, del significado y alcance del principio constitucional de monopolio de la jurisdicción.
ºCuando el artículo 117.3 de la Constitución proclama que sólo a los jueces corresponde “juzgar y hacer ejecutar lo juzgado”, se refiere a hacer ejecutar lo juzgado, lógicamente, por un juez (a excepción de los árbitros), de modo que el principio de exclusividad jurisdiccional tiene, a su vez, a la inversa, también un efecto negativo, en el sentido de que lo no juzgado no es ejecutable judicialmente o, de otro modo expresado, carece de sentido atribuir la ejecución de un crédito a un Juez si previamente no se ha celebrado un juicio donde se declare, aunque sea sumariamente, la existencia de la deuda y, también, en su caso, de la garantía hipotecaria.
A partir de esta hipótesis, tratándose de la ejecución de títulos extrajudiciales, la posibilidad de contradicción, no sólo por defectos procesales, sino también por motivos materiales o de fondo, por reducido que sea el alcance cognitivo del propio juicio ejecutivo, supone un aspecto esencial del proceso de ejecución, sin que importe si esa oposición se sustancia como un incidente o si, por el contrario, se cierra como una fase previa a la vía de apremio, de modo que lo que se ejecuta no es el título aportado con la demanda, sino, en todo caso, la propia decisión judicial de proseguir el procedimiento, a la vista de la oposición formulada o de su falta de formulación. Sin abundar en esta polémica, que mantiene dividida a la doctrina procesal, baste señalar, en lo que aquí interesa, que, en todo caso, el automatismo de un juicio ejecutivo falto de contradicción merecería serios reparos de inconstitucionalidad.
De ahí, probablemente, el cambio sustancial dado a la ejecución hipotecaria, en un sentido más jurisdiccionalista, mediante su regulación transplantada a la Ley de Enjuiciamiento Civil, como procedimiento de ejecución dineraria dentro de la regulación general del juicio ejecutivo, que impone una interpretación restrictiva de sus especialidades (art. 681.2 de la LEC). Y esta nueva ordenación sistemática de la ejecución hipotecaria obliga a replantear cuál sea ahora la finalidad de ese procedimiento, que no es otra -de acuerdo con su ubicación sistemática- que la ejecución de una obligación dineraria.
Por tanto, de acuerdo con la LEC, no se trata ya de la tutela ejecutiva de un derecho real inscrito a través de un procedimiento dirigido a la venta del bien dado en garantía, sino de la tutela ejecutiva de un crédito, que deberá ahora dirigirse, en todo caso, frente al deudor y (además), en su caso, frente al hipotecante no deudor o el tercer poseedor de los bienes hipotecados” (art 685 LEC). Y no es preciso, ya, decretar ningún embargo, pues la traba del bien está ya preconstituida en forma de hipoteca, lo que obliga a ampliar la demanda al propietario no deudor y a admitir la oposición del demandado por extinción, ahora, tanto de la deuda como de la garantía, aunque siempre con los límites y dentro de la sumariedad contradictoria que permite ese juicio ejecutivo.
Y, puesto que no se ejecutan los bienes dados en garantía, sino la obligación garantizada (art. 685 LEC), el fundamento de la demanda será el título constitutivo de la deuda y no la inscripción de la hipoteca. La ejecución se despacha a la vista del titulo, siempre que se trate de alguno de los revestidos por la ley de fuerza ejecutiva (art. 685 LEC), como la escritura pública y los demás mencionados en el artículo 517 LEC, entre los que no se incluye la inscripción, ya que no sirve para acreditar la existencia de la obligación dineraria, que no es inscribible más que per relationem. La certificación registral acreditando la existencia de la hipoteca constituye un documento complementario, necesario para la integración del título ejecutivo en determinados supuestos, cuando no pudiese presentarse el título inscrito, dice el artículo 685 de la LEC o para la debida constitución de la litis, si tenemos en cuenta que la ejecución hipotecaria supone un proceso abierto a demasiados protagonistas: el deudor o el deudor no propietario y el propietario no deudor (registral o extraregistral), los titulares de cargas postergadas o preferentes a la hipoteca, el acreedor hipotecario o el cesionario ejecutante, dada la posibilidad de cesión del crédito.
Pero si su significado es el de un instrumento de tutela ejecutiva del crédito partiendo de una traba preconstituida, conviene, con todo, formular a este respecto algunas contradicciones en las que incurre el nuevo sistema legal de ejecución hipotecaria.
Resulta un anacronismo y era ya una norma retardataria la redacción dada por una de la disposiciones adicionales de la Ley de Enjuiciamiento Civil, en el año 2000, al artículo 130 de la Ley Hipotecaria, por la incongruencia de exigir que la pretensión procesal -dirigida al cobro de la deuda reclamada por vía ejecutiva- se ajustase al contenido del asiento de la hipoteca y no al título de la obligación. La reciente reforma hipotecaria del año 2007, con otro desacertado retoque al art. 130 LH, ha insistido en este sentido, al limitar el contenido reclamable de la obligación garantizada a los extremos derivados del título que figuran en el asiento de hipoteca. Ello ha traído como consecuencia la necesidad, -ahora prevista en el art. 12 LH- de trasladar a la inscripción todas las cláusulas no inscribibles de carácter financiero y contenido puramente obligacional del título, a efectos de mera noticia, sin trascendencia jurídico-real ni oponibilidad frente a terceros, fuera del alcance de la calificación registral (art. 18 LH.), lo que ha supuesto una confusión ya superlativa.

"Lo que sorprende es que este proceso judicial sumario ordenado a procurar la venta del bien dado en garantía superara el test de constitucionalidad, según concluyó la conocida sentencia del Tribunal Constitucional de 18 de diciembre de 1981"

Otra de las contradicciones del nuevo sistema de ejecución judicial hipotecaria, es el juego de las excepciones oponibles por el demandado dentro del propio procedimiento, que por virtud de la inercia proveniente del antiguo artículo 131 de la Ley Hipotecaria ha quedado demasiado restringido, sobre todo, por la incongruencia de condicionar la admisibilidad de la excepción de pago oponible por el demandado a la exigencia de que dicho pago conste en escritura pública (art. 695 LEC). Paradójicamente, en cambio, para suspender la ejecución de una sentencia firme condenatoria al cumplimiento de una obligación dineraria, basta oponer cualquier pago “que conste documentalmente” (art. 557 LEC), es decir, por cualquier medio documental (como, por ejemplo un resguardo bancario) y no necesariamente por escritura pública. No se entiende por qué la ejecución hipotecaria deba tener un carácter más expeditivo incluso que la ejecución de una sentencia firme. Adviértase, además, que la escritura pública de carta de pago la otorga el acreedor y escapa de la capacidad del deudor, y que, en la práctica, su formalización se retrasa sensiblemente respecto del momento de verificación material del pago, que se efectúa casi siempre bancariamente, a cambio de un simple recibo o documento bancario. Por otra parte, parece incongruente admitir la certificación bancaria y los extractos de una cuenta corriente (que no son sino un historial de pagos parciales), como medio de acreditar la liquidación de la deuda o la excepción de pluspetición en la ejecución hipotecaria, negándoles, en cambio, virtualidad en el mismo procedimiento para  justificar el pago extintivo de la obligación.
 otro interrogante, en el nuevo marco legislativo, es si cabe ejecución hipotecaria sin título ejecutivo. Se trata de una hipótesis, que cobra ahora especial actualidad, a la vista de la hipoteca global introducida por la reciente reforma hipotecaria del año 2007. Existen también otros supuestos en que la hipoteca garantiza deudas cuya existencia no resulta de escritura pública, como la hipoteca naval, o no resulta enteramente, cuando el importe  de la responsabilidad hipotecaria que grava diversas fincas queda distribuida mediante documento privado inscrito en el Registro.  Pero el ejemplo más importante, por su trascendencia económica y sociológica, es el de las hipotecas consentidas por filiales de compañías extranjeras sobre inmuebles ubicados en España, en garantía de deudas contraídas y formalizadas en el extranjero, sobre todo en el ámbito angloamericano, mediante documento privado. La hipoteca, en todos estos caso, constituye una garantía real válidamente establecida (si consta en escritura pública inscrita en el Registro de la Propiedad), aunque la deuda no resulte de título público, pero, conforme al viejo brocardo “nulla executio sine titulo”, para su operatividad habrá antes que acudir al juicio correspondiente (sea un monitorio,  cuando lo permita la cuantía, o un declarativo que corresponda para el reconocimiento y ejecución de títulos extranjeros) donde se confirme la existencia de la obligación garantizada. El supuesto dará paso así al de una hipoteca en garantía de una obligación dineraria derivada de un título jurisdiccional, siendo éste entonces (en lugar de la escritura pública) el que abrirá el juicio ejecutivo correspondiente.

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