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ENSXXI Nº 24
MARZO - ABRIL 2009

JUAN CRUZ
Periodista

Fue curioso. Manuel de Lope dijo:
--Podríamos ir al lugar donde vivió Julio Cortázar.

No lo teníamos muy claro; Manuel tenía en su casa de Aix-en-Provence un mapa de la Provenza, y se sabía el lugar como se saben los sabios los sitios que pisan: con sus vericuetos, con sus ramas, con sus casonas, con sus arroyos, con sus riachuelos, con sus bares, con sus montañas.
Pero no estaba claro donde era aquel sitio que Cortázar había utilizado para escribir algunos de sus poemas y de sus libros.
Hasta que uno de nosotros, quizá él, a lo mejor yo, recordó 62, Modelo para armar, y abrió las primeras páginas. Ahí escribía Cortázar sobre un castillo, y hacía la broma con un tipo de carne, una manera de asarla, el chateau saignant, el castillo sangrante.
Por esa adivinación que ofrece siempre la literatura como una vía hacia el conocimiento de lo desviado, llegamos a la conclusión de que ese sitio al que hacía referencia Cortázar en Modelo para armar tendría que ser un lugar con castillo, y además sangrante.
Y lo más cercano a eso en la geografía que Manuel señalaba en sus mapas era Saignon, a unos cincuenta kilómetros de Aix, allá arriba, al lado de una montaña en la que además estaba un castillo. Un castillo sangrante.
Éramos muy jóvenes, él un año más joven que yo, y era 1988, hace veinte años. Yo había ido a ver a Manuel de Lope porque ese verano me había quedado solo (y no sabía si para siempre) y me había jurado a mi mismo, una mañana de intensa soledad, caminando hacia el periódico, que iría de vacaciones (las vacaciones de verano) allí de donde me viniera la primera llamada del día.
Y la primera llamada fue de Manuel de Lope.
Le debo gratitud por muchas cosas, pero sobre todo le guardo gratitud por haberme llamado ese día.
En ese tiempo, cuando uno se queda solo, cualquier llamada parece un salvavidas; y Manuel llamaba desde Venecia, desde cualquier lugar de la vida, y no sabía, entonces, que tenía un salvavidas en la mano. Entonces le dije:

"Vi a Cortázar muchas veces, le entrevisté, estuve con él en el hotel Suecia de Madrid, supe de su melancolía, de su dolor, de su muerte, y aquella tarde en Aix quisimos, Manuel y yo, rendirle un homenaje raro, cuando ya ni estaba ni era posible hacer otra cosa que evocarle"

--¿Y dónde vives?
Ahí empezó la historia; me ofreció su casa, allí fui, me recibió, me dio de comer varios días, y un día le dije que sí, que por qué no buscábamos a Julio Cortázar, su huella.
El camino de Aix-en-Provence a Saignon se hizo en medio de la incertidumbre. ¿Estará allí, en efecto, la huella de Cortázar? ¿Quedará algo de él, en todo caso?
A Cortázar lo había conocido en persona en 1972, en Ámsterdam; íbamos mi amigo Carlos A. Schwartz, fotógrafo, arquitecto, y yo, cerca de la Bolsa, donde habíamos quedado con alguien, a las horas pares. En lugar de llegar nuestro amigo, que jamás llegó, apareció Cortázar en el horizonte, y Carlos, que era tan alto como él, vio de lejos a Julio. Me lo señaló: “Eh, Juan: Cortázar”.
Y allí vi a Cortázar, me acerqué a él, nos dio un rato de conversación, de pie, imponente, mirando hacia abajo y hacia arriba, hacia Carlos, hacia mi, y nos intercambiamos algunas galanterías sobre nuestro origen canario, y sobre su literatura. La conversación no fue larga, pero siempre fue cálida, interesante, tranquila, bellísima. Además, estábamos tocando al autor de Rayuela, esa era –después de Tres tristes tigres, después de La ciudad y los perros, después de Cambio de piel, después de haber leído también Cien años de soledad—la novela más grande de nuestro tiempo, vivíamos en ella como si fuera una casa o como si fuera un monumento.
Después se fue Cortázar y nos quedamos con el regusto sensible y sentimental de aquella casualidad, hasta que se produjo, en París, en casa de mi amigo el novelista también canario Emilio Sánchez-Ortiz, otro azar estimulante y raro. Quise llamarle, pero sólo tenía su dirección, el número 3 de la rue l`Eperon, y en la capital de Francia, un número de calle es como un náufrago en la guía de teléfonos.
Así que decidí recurrir al glorioso azar y buscar en la guía el improbable número telefónico de Cortázar, hasta que comprobé que su nombre no figuraba en la guía. Pensé entonces que sería útil (e inútil) llamar a todos y cada uno de los números que figuraban en esa lista de seres anónimos; comencé por la mitad… y en el primer número que marqué (el de un médico interno de hospital) una voz gruesa, asentada, me respondió a la pregunta (“Monsieur Cortázar?”) una respuesta que llenó de gloria mi aventura:
--Cortázar c´est moi-meme.

"A Cortázar lo había conocido en persona en 1972, en Ámsterdam; íbamos mi amigo Carlos A. Schwartz y yo, cerca de la Bolsa, donde habíamos quedado con alguien. En lugar de llegar nuestro amigo, que jamás llegó, apareció Cortázar en el horizonte, y Carlos, que era tan alto como él, vio de lejos a Julio"

Era Cortázar. No sabía cómo decirle que me emocionaba el encuentro, tan casual, pero era imposible que él percibiera hasta qué punto fue el azar el que nos juntó telefónicamente, como nos había juntado en la calle de Amsterdam, junto a la Bolsa.
Lo cierto es que luego vi a Cortázar muchas veces, le entrevisté, estuve con él en el hotel Suecia de Madrid, supe de su melancolía, de su dolor, de su muerte, y aquella tarde en Aix quisimos, Manuel y yo, rendirle un homenaje raro, cuando ya ni estaba ni era posible hacer otra cosa que evocarle en la penumbra de nuestra doble memoria.
Llegamos a Saignon. Manuel, que es mucho más  racional que yo, entró en el ayuntamiento, miró (de nuevo) los mapas del lugar, y alguien le mostró una parcela: ahí vivió Cortázar.
Caminamos hacia el lugar, nos perdimos, recuperamos el camino, y pasamos por delante de una puerta en la que alguien, desesperado quizá, ignoto en todo caso, había escrito, en francés: “¿Y ahora quién me saca de aquí?”
Como si en esa pregunta estuviera escrita también mi sensación del verano, seguimos caminando hasta la casa que fue de Julio, y cuando entramos e íbamos a tocar en la puerta, al final de la vereda, un estruendo de agua nos saludó desde la distancia.
Era Ugnè Kurvelis, una de las mujeres de Julio, la segunda, creo, después de Aurora Bernárdez (Aurora fue su primera mujer, su compañera al final, su albacea); Ugné se estaba bañando en la piscina. Cuando se secó y nos atendió nos enseñó la casa, los árboles del jardín, y nos llevó a la mesa de madera, exigua pero alargada, sobre la que este hombretón gigante, y gigante también por sus libros, escribió sin descanso mientras estuvo en Saignon.
Nunca he querido responderme a la pregunta que me hice entonces.
¿Por qué Julio Cortázar escribía de cara a la pared?
Volvimos a Aix, en silencio, después de haber comido entre velas evocadoras, y recuerdo que en el trayecto Manuel y yo tuvimos ganas de mear, y lo hicimos también en silencio, como si hubiéramos visto a un amigo que nos hubiera contado una historia que no requiriera más palabras.
  

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