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ENSXXI Nº 27
SEPTIEMBRE - OCTUBRE 2009

IGNACIO GOMÁ LANZÓN
Notario de Madrid

Llegó la crisis y se quedó. Y ya está afectando a nuestro modo de vivir, particularmente de gastar, y a algunos lo está haciendo de una manera dramática pues al haber perdido su patrimonio o su trabajo han visto reducido su nivel de vida y su posición social.    Resulta incomprensible que los grandes sabios que, con gran seguridad y suficiencia, nos han mostrado durante años las verdades inmarcesibles de esa ciencia tan precaria que es la Economía hayan sido sorprendidos con la llegada de esta crisis igual que los legos y los ignorantes.  Quizá tales verdades no eran tan inmarcesibles, o quizá los sabios no lo eran tanto. En cualquier caso, todos hemos sido o nos hemos engañado, pues algo era posible barruntar incluso para los menos avisados cuando una subida del precio de los pisos del 17 % anual  (como ocurrió en España durante varios años seguidos) habría de conducir necesariamente en no demasiado tiempo o a precios inalcanzables para el ciudadano medio o a un hundimiento repentino del mercado, que es lo que ha ocurrido.
Se ha hablado muchísimo en los últimos meses de las causas de esta situación, desde las puramente financieras, o la falta de regulación, hasta la codicia de los ejecutivos y de los bancos o la imprudencia de los consumidores; y también de las soluciones, sugiriéndose desde un mayor control o regulación de los mercados financieros hasta la refundación del capitalismo. Desde luego, no seré yo quien intente decir cuáles son las causas próximas de la crisis, pues no tengo conocimientos ni formación para ello, pero sí me gustaría reflexionar sobre las que podrían ser causas remotas o mediatas, o al menos las causas redundantes: el contexto sociológico en el que se produce la crisis y su caldo de cultivo.

"Resulta incomprensible que los grandes sabios hayan sido sorprendidos con la llegada de esta crisis igual que los legos y los ignorantes"

El mundo en que vivimos no es el mundo en el que nacimos y mucho menos el mundo en que nacieron nuestros padres o nuestros abuelos. Muchas de las categorías que nos enseñaron a los que tenemos más de cuarenta no son ya lo que eran; muchos de los principios que parecían inmutables son puestos hoy en entredicho. Es verdad que esto ha ocurrido siempre: unos valores o principios han sucedido a otros en las diversas etapas de la humanidad. Pero lo que caracteriza a la sociedad posmoderna en que nos encontramos es la disolución o, al menos, la pérdida de importancia, de los marcos de referencia, pautas, o verdades y el nacimiento de un nuevo paradigma en que, como dice el sociólogo Hargreaves, lo característico es que la duda está en todas partes, la tradición se muestra en retirada y las certezas morales o científicas han perdido su credibilidad.

Manifestaciones cotidianas de la posmodernidad
Todos podemos observar en nuestro entorno manifestaciones cotidianas de estas realidades. ¿Qué decir, por ejemplo, de la familia? El modelo tradicional de la familia, basado en la rigidez de los roles y en el matrimonio indisoluble, revestido de formas institucionalizadas y orientado hacia la procreación y la seguridad económica, ha sido sustituido por una variedad de modelos cuyo rasgo predominante es el de la afectividad, que juega ahora un papel determinante en detrimento de los elementos institucionales. Ya sea la causa una pérdida de valores o por una transmutación en las condiciones sociales (según la perspectiva de cada uno), lo cierto es que la familia no representa ya tanto una búsqueda de la seguridad o un remedio de la necesidad, como un anhelo de felicidad, un ámbito de libertad en el que se da primacía a las expectativas y deseos individuales mientras pierden importancia los elementos formales y los institucionales al punto de que el matrimonio ya no es el rito que marca la entrada en la vida conyugal; la pareja se forma antes del matrimonio y de hecho no lo incluye necesariamente.  Pero al mismo tiempo, este aumento de importancia personal y subjetiva del vínculo arrastra una consecuencia: su vulnerabilidad. El individuo es cada vez más exigente en cuanto a la calidad y más intolerante con el fracaso, lo que provoca un mayor número de rupturas y de segundas o terceras relaciones, a veces de signo diferente. Es la incertidumbre de que hablaba Roussel (“La famille incertaine”): son muchas las opciones que se tienen (casarse o no, tener hijos o no, separarse o no) y ello apareja un mayor riesgo de error, que conduce a la inseguridad.
¿Y la escuela?. De una enseñanza rígida y autoritaria -“la letra con sangre entra”-, pero exigente y racional, memorística pero poco creativa, plena de contenidos pero poco práctica, hemos pasado –pretendidamente- a una educación flexible, práctica y creativa pero sin exigencia -promoción automática aunque se suspenda-, sin esfuerzo–hay que “aprender jugando”-, y sin memoria y contenidos –el latín o la historia-, que han de ser sustituido por destrezas o habilidades –el inglés o la informática- en un proceso tendente a conseguir una menor coacción –con la paralela reducción de la autoridad del profesor- pero muchas opciones. Todos tenemos la certeza de que algo ha cambiado y no estamos seguros de que sea a mejor, pues -creo que es una constatación y no una valoración- parece haber aumentado el fracaso escolar y el desinterés del estudiante por el aprendizaje.

"La posmodernidad significa que el individuo se libera de las normas tradicionales, de los roles preestablecidos, de la tiranía del futuro y del ahorro, de la disciplina y de la jerarquía; las conductas ya no son impuestas, sino elegidas y asumidas por los individuos"

También en el arte se puede observar algo parecido. No hace falta ser Gombrich para apreciar que en el arte anterior al siglo XX, academicista y realista, hay unas pautas que nos permiten apreciar y comparar con otras las obras artísticas; y que tras un periodo de vanguardia que rompe con lo anterior fragmentando la realidad o mostrando lo que hay detrás de ella, se desemboca en los tiempos contemporáneos en una espiral de performances en las que se llega a vender por millones de euros un tiburón metido en formol (gentileza de Damián Hirst), se acepta como una “experiencia radical” la existencia diez salas completamente blancas y sin nada (exposición “Vides” del Centro Pompidou de Paris) o se induce a la confusión a los barrenderos de Francfort que por error tiran al contenedor una obra expuesta en la calle (El Mundo, 11 de enero de 2005). Aparte de estos casos extremos, lo cierto es que el arte contemporáneo tiene a su favor una libertad casi absoluta para el desarrollo de la creatividad del autor pero, al mismo tiempo, carece de referentes y pautas y ha desembocado en un casi absoluto subjetivismo (“me gusta o no me gusta”) y la valoración de la obra sólo puede hacerse con claves particulares del autor, si es que su valor no ha sido previa y artificialmente establecido por algunos agentes del mercado escudados en un misterioso saber no accesible al público en general. Como nos hace ver Uberquoi (“El arte a la deriva”) hoy solo cuenta “lo nuevo”, pero no importa porque el mercado y los museos pueden absorberlo todo, incluso las obras que niegan la propia obra de arte o que son insignificantes.
Pero algo parecido podría decirse de la ciencia. Sin duda, el desarrollo científico y técnico de los últimos años es impresionante, y la teoría de la relatividad, el principio de incertidumbre de Heisenberg o la teoría del caos han variado la forma de ver el universo. Pero también es verdad, como dice Lyon, que la posmodernidad significa el abandono del “funcionalismo”, en el sentido de que la ciencia se apoya sobre la firme base de hechos observables y como señala Vattimo, lo importante no son los hechos, sino sus interpretaciones. La ciencia ha perdido su supuesta unidad, pues a medida que se producen disciplinas y subdisciplinas, cada una ha de buscar su propia legitimación. Baste recordar el libro “Imposturas Intelectuales” que recoge cómo el físico Sokal, con el objeto de ridiculizar a los sociólogos de la ciencia que defienden que la verdad es lo que un grupo social decide que es, envió a una revista muy posmoderna llamada Social Text, que se lo publicó, un texto titulado “Transgredir la fronteras: hacia una hermenéutica transformativa de la gravitación cuántica” en el que, con citas muy eruditas y disparates de fondo, defendía que la ciencia había de liberarse, revisando de un modo completo el canon de las matemáticas, demostrando con ello que la revista publicaba un artículo plagado de sin sentidos, si suena bien y apoya los prejuicios ideológicos de los editores.        
Y, por supuesto, el Derecho no es ajeno a la posmodernidad. La ya más que centenaria lucha entre las tendencias formalistas y las tendencias finalistas parece decantarse en los últimos tiempos por estas últimas, rompiendo con los valores racionalistas del método deductivo racional en el que se aplica la norma que proceda con independencia de sus consecuencias sociológicas. Hoy se busca una justicia material obtenida más bien con métodos intuitivos y empíricos, con el caso más extremo de la escuela del Derecho Libre en la que hay un explícito antinormativismo, una ruptura entre la lógica y el Derecho, en busca de la solución justa para el caso concreto según la entienda el juez. Estas posiciones, quizá reacción lógica al positivismo exacerbado de antaño, tienen sin embargo el grave inconveniente de la disolución de la objetividad del Derecho en un voluntarismo subjetivista, con la correspondiente inseguridad jurídica para los ciudadanos. A ello habría que añadir las consecuencias añadidas de la debilitación del principio de jerarquía normativa, de la unidad del ordenamiento jurídico y de las formas.  Pueden ponerse muchos ejemplos de ello, incluso en nuestra propia legislación: desde normas modificadoras de Estatutos autonómicos, pasando por el reconocimiento de efectos civiles de situaciones de facto, o la falta de conexión de las diversas ramas del Derecho, la proliferación inabarcable de normas, tanto en la materia como en el territorio, o la tendencia de los jueces a arrinconar la norma positiva en aplicación directa de las normas constitucionales. Resultan muy interesantes en este sentido dos conferencias dictadas en la Academia Matritense del notariado: la de Aragón Reyes titulada  “La vinculación de los jueces a la ley”), en la que se desarrolla este último punto y la de Rodrigo Tena titulado  “Derecho Líquido” en la que pone de manifiesto el tránsito en la época actual de un Derecho sólido, que representa un obstáculo al poder, a un Derecho líquido, amorfo, que se adapta pasivamente a las circunstancias.

"Por otro lado, la liberación de los roles y constricciones antiguas ha dado lugar a un nuevo dilema individual: el camino ya no está marcado y el individuo ha de tomar muchas decisiones en un mundo más complejo"

Y a ello se podría añadir muchas otras instituciones o ramas de la vida. Hasta la gastronomía. Todo el mundo sabe lo que es una paella buena y una mala, o un cocido madrileño o una tortilla de patatas (o al menos hay criterios). Pero hoy se nos han abierto enormes posibilidades, tanto por la experimentación y la creatividad como por la fusión o importación de cocinas extranjeras, y se han diluido los patrones. Pero hay un riesgo del que nos advierte Santi Santamaría, al criticar a los que tratan de clonar la cocina de El Bulli: “la desorientación entre profesionales se hace patente cuando se opta por ejecutar cocinas sin tradición ni producto por temor a quedar aparcados en la carrera de ver quién tiene más exposición mediática”.

¿Qué ha pasado?
Pues lo que ha pasado es el advenimiento de un cambio cuyo germen es antiguo pero que se desarrolla en la segunda mitad del siglo XX, y que ha venido a denominarse proceso de “individualización” (Ulrich Beck) o de “personalización” (Gilles Lipovetski), que desemboca en la  sociedad moderna tardía o posmoderna o la sociedad de la modernidad líquida (Bauman), que es nuestra sociedad actual.
Asistimos a una nueva fase en la historia y que constituye una verdadera revolución en muchos aspectos de la vida. La sociedad moderna, considerando tal, para entendernos, la sociedad occidental existente hasta principios del siglo XX,  era una sociedad segura y ordenada. Como decía Stefan Zweig (“El mundo de ayer. Memorias de un europeo”) esa época “...fue la edad de oro de la seguridad ...era un mundo ordenado, con estratos bien definidos y transiciones serenas, un mundo sin odio”, en el que las personas “a los cuarenta años eran ya hombres gordos, respetables...andaban despacio, hablaban con comedimiento, se mesaban las barbas bien cuidadas...” pues “todo lo que hoy nos parece un don envidiable –el frescor, el amor propio, la temeridad y la alegría de vivir propia de la juventud- se consideraba sospechoso en aquella época, cuyo único afán e interés se centraba en lo “sólido””. En esta sociedad, había que sumergir al individuo en reglas uniformes, eliminar en lo posible las elecciones singulares y ahogar las particularidades idiosincrásicas en una ley universal, sea la “voluntad general”, las convenciones sociales, o reglas fijas y estandarizadas. Esto tenía fuerza de imperativo moral y exigía abnegación y sumisión a ese ideal colectivo que se consideraba superior a los intereses individuales.
Con la modernidad, la razón tendría que reinar en el mundo y crear las condiciones de la paz, la equidad y la justicia. Pero después de las catástrofes de que ha sido testigo el siglo XX, y particularmente desde la Segunda Guerra Mundial, el valor de la razón perdió su fuerza por no haber conseguido materializar los ideales ilustrados que se había fijado como objetivo, pues en vez de garantizar una auténtica liberación, dio lugar a una esclavitud real al pretender mediante la disciplina, la jerarquía y la sanción, obtener del individuo una conducta estandarizada y normalizada, óptima para mejorar la producción. A ello se une, como un elemento clave, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX, un desarrollo extraordinario del consumo, que ya no esta limitado a la clase burguesa, sino que se convierte en un fenómeno de masas.
La ruptura del ideal de la razón y el consumo de masas dan paso a la sociedad posmoderna en la que todas las trabas institucionales que obstaculizaban la emancipación individual se resquebrajan y desaparecen, dando paso a un proceso de individualización o personalización en el que lo que cuenta es la manifestación de deseos personales, la realización individual, la autoestima. La grandes estructuras socializadoras pierden autoridad, las grandes ideologías dejan de ser vehículo, los proyectos históricos ya no movilizan, ha llegado la “era del vacío” que anunciaba Lipovetsky, pero “sin tragedia ni Apocalipsis”.
En efecto, como dice este autor, la posmodernidad (con las dificultades intrínsecas que tiene definir un fenómeno de por sí desordenado) significa que el individuo se libera de las normas tradicionales, de los roles preestablecidos, de la tiranía del futuro y del ahorro, de la disciplina y de la jerarquía; las conductas ya no son impuestas, sino elegidas y asumidas por los individuos, en una lógica de seducción que afecta indistintamente al dominio público (culto a la transparencia y a la comunicación) y al privado (multiplicación de los descubrimientos y experiencias personales). Aparece Narciso, sujeto cool, hombre light, adaptable, que vive el presente, amante del placer y de las libertades y alejado de las ideologías políticas. Se extiende a todas las capas sociales el gusto por las novedades, la promoción de lo superfluo y lo frívolo, el culto al desarrollo personal y al bienestar. La cotidianeidad tiende a desplegarse con un mínimo de coacciones y el máximo de elecciones privadas posible, con el mínimo de austeridad y el máximo de goce, con la menor represión y la mayor comprensión posible. Se han acabado, pues, todas las metanarraciones que explicaban el mundo, tanto las religiosas como la marxista, pues no en vano la historia ha llegado a su fin según la expresión que popularizara Fukuyama. “Para qué queremos metanarraciones si la gestión nos basta”, dice Lyotard, el profeta de la nueva era, para el cual la posmodernidad era precisamente la incredulidad ante las metanarraciones.
Pero no todo es liberación: la posmodernidad ha traído nuevas ataduras y lo malo es que no disponemos de las herramientas necesarias para liberarnos de ellas. El control social sigue existiendo, lo que ocurre es que la manera de ejercer dicho control varía. Ahora se ejerce a través de la seducción, mediante una incitación constante al consumo en un marco de posibilidades casi infinitas (la cantidad de ofertas casi produce bloqueos mentales) que, a su vez, exige una dedicación compulsiva al trabajo que nos permita lograr la capacidad de consumo necesaria para lograr el status que refleja la posesión de esos bienes (la “ansiedad por el status”, de que habla Alain de Botton) en una huída hacia delante que nos compele a convertirnos en hormigas trabajadoras sin tiempo para la reflexión y la crítica (y sin herramientas mentales, pues se han eliminado de la educación) adocenadas antes los medios de comunicación que envían mensajes “ad hoc” pero que a la vez implica una aceleración en el tiempo vital (necesidad de hacer varias cosas al mismo tiempo, aprovechamiento al máximo de períodos muertos) próxima a la adicción, como han puesto de relieve últimamente  ciertos movimientos (como el movimiento slow) y por literatos como Milan Kundera (“La lentitud”). La consecuencia de ello es la apatía, la desmovilización y el desencanto, la generación de angustias, ansiedades y depresiones, dolores sicosomáticos de todo tipo, y el nacimiento de enfermedades mentales que antes no se conocían, particularmente adicciones y comportamientos compulsivos de todo tipo.  Como decía aquel graffiti: “Dios ha muerto, el sujeto ha muerto y yo no me encuentro nada bien”. En cierto sentido, como nos ha hecho ver Putnam (“Solo en la bolera”), el fenómeno de aislamiento a que lleva este proceso pone en riesgo la cohesión social, lo que él llama el capital social, que no se compensa con la creciente “socialización en el ciberespacio”.

"El desarrollo científico y técnico de los últimos años es impresionante, pero también es verdad, como dice Lyon, que la posmodernidad significa el abandono del 'funcionalismo'"

Por otro lado, la liberación de los roles y constricciones antiguas ha dado lugar a un nuevo dilema individual: el camino ya no está marcado y el individuo ha de tomar muchas decisiones en un mundo más complejo. Cuando los roles estaban preestablecidos, el individuo sabía lo que tenía que hacer, aunque no le gustara; ahora goza de libertad, pero no es fácil saber qué es lo correcto. Señala Ulrich Beck que la biografía normal se convierte así en una biografía electiva, del “hágalo usted mismo”, que es siempre una biografía de riesgo, o biografía de la cuerda floja porque la elección equivocada, combinada o agravada por la espiral descendente de la desgracia privada pueden convertirse en la biografía de la crisis. Uno de los rasgos más decisivos del proceso de individualización es que no solo permite sino que exige una activa contribución por parte de los individuos; a medida de que se amplia la gama de opciones, aumenta la necesidad de decidir entre ellas de buscar un ajuste, una coordinación, y para no fracasar hay que planificarse. Tomando como ejemplo la familia, la  individualización presiona las viejas estructuras y emerge una nueva familia negociada, provisional y compuesta de múltiples relaciones: la posfamilia. Pero la liberación de las antiguas categorías (que él llama la “desincrustación”) produce o crea nuevas formas de reintegración o control (“reincrustación”) en la que el individuo debe convertirse en agente de su propia identidad. Son “categorías zombis”, que están muertas y vivas al mismo tiempo. La familia es un buen ejemplo, porque el divorcio, las nuevas nupcias, por ejemplo, multiplican los abuelos, hermanos, y padres políticos y el papel de mayor importancia unos y otros o su inclusión o exclusión en el círculo del sujeto tiene que determinarse por decisiones o elecciones individuales.
En el aspecto ético, el hedonismo individualista, al minar las instancias tradicionales de control social y al expulsar del campo social toda trascendencia, priva de referencias a cierta cantidad de individuos y propicia un relativismo inmoderado. Es cierto, que no se ha producido una catástrofe ética, una desaparición absoluta de valores, pues  han surgido nuevos valores democráticos, incidiéndose especialmente en la igualdad, la libertad, o la solidaridad y, en general, en los derechos humanos; pero lo cierto es que al haberse destruido los grandes discursos normativos y haberse devaluado la cultura del deber y del sacrificio, la ética se ha subjetivizado, y la punición ante el las conductas asociales ha disminuido por lo que, si bien es cierto que el grado de compromiso de algunas personas es mayor, porque es asumido voluntariamente, también es verdad que ha aumentado el número de conductas asociales.  
Y esa relativización ética es también cultural: el discurso racional y lógico, el pensamiento fuerte y metafísico, resulta desacreditado y triunfa el pensamiento débil de Vattimo, un discurso de un nihilismo despreocupado, el emotivismo y el sentimentalismo; desaparecen las fronteras entre el tener y el ser, entre el aspecto y la esencia, la nivelación entre la alta y la baja cultura se hace mediante la nivelación hacia abajo, haciendo predominante la cultura de masas (Finkielkraut: “si no queréis poner...un signo de igualdad entre Beethoven y Bob Marley es que pertenecéis-indefectiblemente- al campo de los canallas y de los mojigatos”). En las obras de arte observamos una preeminencia de los fragmentos sobre la totalidad, ruptura de la linealidad temporal, abandono de la estética de lo bello al estilo kantiano, pérdida de la cohesión social y sobre todo la primacía de un tono emocional melancólico y nostálgico (véanse películas como Matriz o Blade Runner, paradigmas de la posmodernidad). Las grandes certezas ideológicas se borran a favor de las singularidades subjetivas, quizá poco originales, poco creativas y reflexivas, pero más numerosas y elásticas. Ahora, nada permite ya diferenciar entre información e intoxicación: triunfa la comunicación de masas e internet, deja de importar el contenido para revalorizarse la forma del mensaje y la repercusión que pueda producir, el medio es el mensaje.

La crisis
¿Tiene todo ello algo que ver con la crisis? Sin duda la crisis tiene su propio origen y etiología, probablemente relacionada, como otras crisis, con un lugar próspero, una crecimiento prolongado con dinero abundante, súbitas subidas de ciertos activos, créditos bajos y fáciles, contagio irracional, negativa a ver la realidad, y catástrofe final; sin olvidar un elemento clave y diferenciador de nuestro tiempo como es la globalización, el libre movimiento de capitales, que produce, para bien o para mal, la interconexión de todos los mercados del mundo en un inmenso “efecto mariposa”.
Pero es más que probable que el ambiente social y cultural en que tal proceso se ha desarrollado haya contribuido fuertemente en él. Sin duda, tal cosa hubiera sido menos probable si no presidiera la conducta social el presentismo, el consumo inmoderado propio de una época light en lo que cuenta es el placer, la libertad y el desarrollo personal, muy ligado a los bienes materiales.

"El Derecho no es ajeno a la posmodernidad. La ya más que centenaria lucha entre las tendencias formalistas y las tendencias finalistas parece decantarse en los últimos tiempos por estas últimas"

Por otro lado, la existencia de crédito fácil y de una amplia aceptación social del crédito es también un factor importante. Recordemos cuando nuestros padres o abuelos (y todavía mucha gente en ambientes rurales) se niega a comprar nada si no tiene dinero para ello. Ya Plutarco nos avisaba de los peligros del crédito en “Que no hay que pedir prestado a interés” y lo cierto es que hasta hace poco relativamente el crédito no existía o se concedía por el vendedor mediante las famosas letras. Es solo a partir de los años ochenta cuando se generaliza el préstamo hipotecario, favorecido por la liberalización del movimiento de capitales y la competencia entre bancos. Esta competencia ha producido también una incitación al consumo, poniendo a los ciudadanos la tentación de vivir el futuro por anticipado. Como dice Daniel Bell (““Las contradicciones culturales del capitalismo”) “la ética protestante fue socavada no por el modernismo sino por el propio capitalismo. El mayor instrumento de destrucción de la ética protestante fue la invención del crédito. Antes, para comprar, había que ahorrar. Pero con una tarjeta de crédito los deseos se pueden satisfacer de inmediato”.
Sin duda también la complicación en los productos de inversión, publicitados en una jerga incomprensible y pero sin manifestar de dónde vienen (“sin tradición ni producto”, que diría Santi Santamaría) han contribuido también a la crisis, amparados en una libertad de ingeniería financiera no acompañada de la correspondiente responsabilidad, tanto de los poderes públicos como de los ciudadanos y las entidades. Señala John Kenneth Galbraith en “La Economía del fraude inocente”, publicado en 2004 y por tanto sin saber lo que iba a pasar, que en economía la distancia entre la realidad y la sabiduría convencional se ha hecho muy grande porque el engaño y la falsedad se han hecho endémicos. Para él, el problema está en que las grandes corporaciones son las que han decidido que el éxito social consiste en tener más automóviles, más televisores y un volumen mayor de todo: eso es el progreso humano según ellas. Y es que en la gran corporación el poder no reside en los accionistas o en los inversores, sino en la dirección, y pensar otra cosa es engañarse, es un “fraude inocente”. Y si a ello añadimos, como nos señala el mismo autor, que una de las características de la autoridad corporativa es que posee la facultad de determinar su propia remuneración, ya tenemos seguramente una de las claves de la crisis: la conexión de la remuneración de los directivos con los beneficios a corto plazo de las sociedades hizo que éstos se olvidarán del medio y del largo. Es curioso observar los gráficos que muestran últimamente los periódicos al respecto: en los años 40, los sueldos medio de los ejecutivos era 56 veces el medio de los trabajadores y a partir de los años 90 empieza a crecer exponencialmente hasta representar el doble (y pasa de 100 a 700 veces en los sueldos más altos). Todo muy posmoderno: liberémonos de las ataduras y disfrutemos del presente.

El futuro    
¿Quién lo conoce? Yo no sé si estamos en el final del proceso de la decadencia de Occidente spengleriana o si, sencillamente, la lucha entre la tesis y la antítesis nos llevará a una sociedad mejor. Pero parece claro que hay que ir a un cambio, conservando lo ganado hasta ahora –la libertad- pero mejorando su ejercicio. Como ha dicho recientemente Javier Gomá (perdóneseme la cita fraternal), “la liberación individual reñida por el hombre occidental durante los tres últimos siglos no ha tenido como consecuencia todavía su emancipación moral”. En efecto, el hombre está ya liberado, pero todavía sigue  en parte con el discurso de la liberación, cuando lo que procede la socialización el ejercicio de la libertad de una manera responsable y cívica basado en la ejemplaridad persuasiva, no autoritaria.
Sin duda consumidores, padres, hijos, gobernantes, corporaciones, artistas, cocineros hemos de ser más conscientes de que nuestra libertad ganada no da patente de corso. La cuestión es saber cuál es la conducta que ha de ser imitada o cumplida, para lo que no creo que haya que olvidar siempre las antiguas soluciones, ni creo que la colectividad deba abdicar de su derecho a imponerlas. No me parece extraño que la conducta más responsable sea favorecida, como ocurre, permítaseme arrimar el ascua a mi sardina, con quien usa las formalidades establecidas en la ley, como un modo cívico del ejercicio de los derechos (en cuanto facilita la aplicación de éste), que a su vez resulta beneficiado con ciertos privilegios legales. Como no me parece mal que deba hacerse cumplir lo que se ha acordado por la colectividad.
Les suelo decir a mis hijos que ahora ellos tienen más opciones que las que tuvo mi generación, pero que eso no convierte en buenas todas las posibles elecciones y, de hecho, muchas veces las mejores opciones son las que están debidamente contrastadas. Como dice Benigno Pendás: “¿Soluciones? Ninguna es mágica, pero casi todas están inventadas. Libertad y responsabilidad. Imperio de la ley. Educación, respeto, civismo. Familia y principios éticos. Rigor, austeridad, honradez. Carácter instrumental de los bienes materiales. Excelencia, calidad, valor de la obra bien hecha. Reconocer el mérito: el triunfo de los mejores es bueno para todos. Espíritu abierto al mundo. Patriotismo sensato, lejos del localismo ridículo y estrecho. Ideas claras y rechazo del pensamiento débil y confuso. Perseverancia e ilusión renovada frente al ambiente apático y hedonista....”
¿Y la crisis? Bueno, ya saldremos de ella.

Abstract

The author focuses on what could be the medium and long term causes of the crisis: the sociological context in which the crisis happens and its breading ground. We are witnessing a new phase in history with revolutionary consequences for several areas of life. Modern society, that is the western society until the beginning of the XX century, was a safe and ordered society in which the individual had to be submerged in even rules, singular choices had to be ruled out as far as possible and idiosyncrasies had to be stifled by the “general will”, social conventions or fixed and standardized rules. However, after World War II these conventions collapses and postmodernity emerges: the individual is free from traditional rules, pre-established roles, free from the tyranny of future and saving, discipline and hierarchy; in contrast, behaviours are no longer imposed but chosen and taken on by the individuals. A new model appears: Narcissus, a cool, light and adaptable individual, who enjoys the present, pursues pleasure and freedom and stays away from political ideologies; but above all, consuming spreads to all social classes together with the liking for novelties, the emphasis on everything that is superfluous and frivolous as well as the personal development and welfare cult. There can be no doubt that without this new perspective of life, the crisis would less probably have happened.
El autor se centra en la reflexión reflexionar sobre las que podrían ser causas remotas o mediatas de la crisis: el contexto sociológico en el que se produce la crisis y su caldo de cultivo. Asistimos a una nueva fase en la historia y que constituye una verdadera revolución en muchos aspectos de la vida. La sociedad moderna, considerando tal la sociedad occidental existente hasta principios del siglo XX, era una sociedad segura y ordenada. En esta sociedad, había que sumergir al individuo en reglas uniformes, eliminar en lo posible las elecciones singulares y ahogar las particularidades idiosincrásicas en una ley universal, sea la “voluntad general”, las convenciones sociales, o reglas fijas y estandarizadas. Pero tras la Segunda Guerra Mundial, esas convicciones caen y comienza la posmodernidad en la que el individuo se libera de las normas tradicionales, de los roles preestablecidos, de la tiranía del futuro y del ahorro, de la disciplina y de la jerarquía; las conductas ya no son impuestas, sino elegidas y asumidas por los individuos. Aparece Narciso, sujeto cool, hombre light, adaptable, que vive el presente, amante del placer y de las libertades y alejado de las ideologías políticas. Y sobre todo se extiende el consumo a todas las clases sociales, junto con el gusto por las novedades, la promoción de lo superfluo y lo frívolo, el culto al desarrollo personal y al bienestar. Sin duda, la crisis hubiera sido menos probable si no presidiera la conducta social esta nueva forma de ver la vida.

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