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ENSXXI Nº 30
MARZO - ABRIL 2010

SOBRE LA ELIMINACIÓN DE LOS LÍMITES AL DERECHO DE VOTO EN LAS JUNTAS DE SOCIEDADES

Mediante una enmienda de última hora presentada por el Grupo Parlamentario Socialista al Proyecto de Ley de modificación de la Ley de Auditoría de Cuentas se pretende suprimir la posibilidad reconocida en el art. 105.2 de la Ley de Sociedades Anónimas de fijar estatutariamente un límite al número de votos que puede emitir un mismo accionista en la junta general. El que se aproveche el iter legislativo de una ley para introducir una modificación puntual en una materia que no tiene nada que ver con ella, ni sorprende ni, menos aun, escandaliza ya a nadie. Pero lo cierto es que este caso presenta una serie de particularidades muy significativas cuya adecuada compresión puede servirnos para constatar una vez más cómo se legisla hoy en España.

"Lo que parece estar en juego no es el interés general por conseguir una regulación adecuada de esta materia en nuestro derecho de sociedades, sino los intereses particulares de determinados capitanes de empresa, secundados por sus valedores políticos"

La conveniencia de prohibir o no tal limitación es una cuestión debatida en la doctrina. Los partidarios de suprimirla alegan la utilización abusiva de este tipo de cautelas estatutarias por parte de equipos directivos deseosos de perpetuarse en el poder, blindándose de esa manera frente a los intentos de controlar la sociedad por parte de determinados accionistas de referencia, especialmente en las sociedades cotizadas. Los de mantenerla, la necesidad de defender el interés social y proteger a los minoritarios frente a las conveniencias puntuales de ciertos accionistas con poca vocación de estabilidad y, a veces, con intereses claramente contrapuestos a los de la sociedad.

"El tema es lo suficientemente importante como para que  el proceso legislativo que ha de alumbrar la decisión final se valoren de manera mesurada todas las posibilidades"

El debate está abierto y la solución probablemente no es sencilla. Puede que la mejor propuesta sea la que pretenda solventar las distintas amenazas a través de una redacción matizada que huya de remedios drásticos, distinguiendo entre sociedades cerradas y cotizadas, y estableciendo respecto de estas últimas algunos límites imprescindibles y ciertas cautelas con la finalidad de impedir que dichas cláusulas pretendan utilizarse para eludir el control del mercado que implica el régimen de las OPAs. Todo ello al margen de que, si se decidiese optar por la eliminación de esos límites, sea muy conveniente arbitrar un mínimo régimen transitorio. En cualquier caso el tema es lo suficientemente importante como para que el proceso legislativo que ha de alumbrar la decisión final se valoren de manera mesurada todas las posibilidades. Pero es obvio que tal cosa no va a ocurrir, porque lo que está en juego no es el interés general por conseguir una regulación adecuada de esta materia en nuestro derecho de sociedades, sino los intereses particulares de determinados capitanes de empresa, secundados por sus valedores políticos, ciertos partidos de ámbito estatal y autonómico. No se discute el problema en relación a la generalidad de los casos, como por definición debería hacer una Ley, sino en función de uno o dos muy particulares, por lo que determinados grupos políticos que podrían defender una posición técnicamente adecuada si sólo considerasen los intereses generales, se ven "obligados", por las circunstancias del caso, a proponer una solución que ayude a los amigos en un momento puntual (o a no proponer ninguna) aunque la consecuencia sea su aplicación general para el conjunto de las sociedades en España.
Pero lo cierto es que tampoco hay que preocuparse mucho. Probablemente no se repita aquí el caso del art. 811 del Código
Civil, introducido por el entonces Ministro Alonso Martínez para solucionar el tema particular de una conocida familia española y que sigue dando quebraderos de cabeza más de un siglo después. En la actualidad, las leyes -cualquiera que sea su trascendencia- se van modificando en función de las coyunturales necesidades de la política partidista. Sabido es que hoy el Derecho, sustancialmente maleable, no constituye freno ni límite alguno al poder, por lo que indefectiblemente llegará un día en que será necesario, para resolver el puntual problema que se le pueda plantear a alguien con la suficiente influencia, arbitrar la solución inversa modificando nuevamente el artículo correspondiente.
Hace mucho tiempo que el Derecho privado ha dejado de ser un remanso de paz situado al margen de la confrontación entre
los distintos poderes fácticos; en donde la doctrina y los tribunales podía desarrollar con suficiente tranquilidad su labor científica y jurisprudencial, originándose con ello una estabilidad en el régimen jurídico que, por si misma, venía a constituir la mejor garantía para el ciudadano. En una época en la que el poder del Estado está en franco retroceso y la preponderancia de ciertos intereses privados ha adquirido una dimensión casi pública, es normal que el Derecho privado, llamado precisamente a controlar esos excesos, se resienta. Lo único a lo que podemos aspirar es que el ciudadano sea consciente de lo que con ello le va en juego.

 

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