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ENSXXI Nº 32
JULIO - AGOSTO 2010

JOAQUÍN ESTEFANÍA
Periodista y economista. Fue director de EL PAÍS entre 1988 y 1993

Hace unas semanas se reunió el Grupo de los 20 países más importantes del mundo (G-20) en Toronto (Canadá). Era la primera cumbre oficial de esa formación G como “foro principal de cooperación económica internacional”, según se dice de modo textual en su comunicado final. Antes, los dirigentes se veían de una manera más inorgánica y habían sustituido poco a poco al G-8, para incorporar a las principales decisiones que se toman al más alto nivel, a países emergentes tan significativos como Brasil, China, India, etcétera. También era la cuarta vez que se veían (antes en Washington, Londres y Pittsburg) desde que se inició la crisis económica en el verano de 2007, hace ya más de mil días.
Pues bien, si se considera al G-20 como el embrión de un Gobierno económico mundial, lo sucedido en Toronto puede considerarse un fracaso y un retroceso. Un fracaso porque apenas se lograron posiciones comunes en política económica, y un retroceso porque lo obtenido es mucho más tímido que en las anteriores reuniones. El análisis sobre esta cumbre puede hacerse en relación con las anteriores y por su valor en sí misma. Desde el primer punto de vista, han desaparecido algunos de los relatos que se hicieron: en primer lugar, ha desaparecido cualquier referencia a la refundación del capitalismo y hay escasas alusiones a la necesidad de embridarlo, a las ansias reformistas que se manifestaron en los peores momentos de la crisis, cuando cualquier cosa parecía posible; por el contrario, se admite que ahora hay que dar confianza a esos mercados que fueron los causantes de lo ocurrido. En vez de reformar a los mercados, los mercados han reformado a los gobernantes.

"Un fracaso porque apenas se lograron posiciones comunes en política económica, y un retroceso porque lo obtenido es mucho más tímido que en las anteriores reuniones"

En segundo lugar, se han diluido aspectos centrales de los comunicados de Washington, Londres o Pittsburg, como la incidencia de los paquetes de rescate al sistema financiero o de los planes de estímulo a la economía real. Por último, apenas hay referencias a una política económica global sino que cada país, o cada zona, dependiendo del grado de recuperación de sus coyunturas, establece sus caminos, aunque todos se muevan en la misma dirección.
Si se aborda la cumbre de Toronto en sí misma, sin relacionarla con los anteriores, en lo único que hay un acuerdo ejecutivo es en la necesidad de volver a un periodo de consolidación fiscal, con un determinado ritmo: se demanda la reducción de los déficit públicos a la mitad en el año 2013, y la estabilización o la disminución de la deuda pública a partir del año 2016. Ello significa un ritmo de reducción la mitad de rápido que el acordado por la Unión Europea, que quiere dejar el déficit en una cuarta parte de lo que es ahora para el año 2013 y que ese mismo ejercicio se haya estabilizado o comenzado a reducir el stock de deuda pública de los diferentes países de la zona. Este es el mensaje principal de Toronto, la disminución de los desequilibrios en las cuentas públicas de los países como indispensable para recuperar la confianza de los mercados, ya que sin esa confianza no es posible el crecimiento.
Y ello a pesar de que se hace una descripción de la recuperación económica como “frágil y desigual” con niveles aceptables de paro en algunos países. Pero la prioridad ya no es, como en las tres cumbres anteriores, la aplicación de estímulos públicos que sustituyan a la anémica inversión privada sino la reducción de los déficits.

"Se han diluido aspectos centrales de los comunicados de Washington, Londres o Pittsburg, como la incidencia de los paquetes de rescate al sistema financiero o de los planes de estímulo a la economía real"

En los 49 puntos del comunicado final se deja para más adelante –para el siguiente G-20 en Seúl (Corea del Sur), en el próximo mes de noviembre- todos los aspectos que tenían que haber sido aprobados para que no se repitan las causas de la actual crisis y que permanecen en el territorio de los deseos: una reforma financiara global que aborde aspectos como una tasa bancaria global con la que responder ante futuras dificultades financieras, otra tasa sobre las transacciones financieras (Tasa Tobin), la regulación de las operaciones fuera de balance o sobre los derivados de alto riesgo, la regulación de las agencias de calificación de riesgo, una normativa sobre los bonus de los ejecutivos, el tamaño superior de las entidades, etcétera. Tampoco hay más que buenos deseos sobre la finalización de la Ronda de Doha, sobre el comercio internacional, que dura ya más de nueve años en el seno de la Organización Mundial de Comercio (OMC), y que no acaba de arrancar pese a los abundantes casos de proteccionismo comercial (que han sido calificados por la propia OMC como “proteccionismo de baja intensidad”), etcétera.
En definitiva, habrá que esperar a una mayor maduración del G-20 para saber si efectivamente este organismo es el precedente del gobierno económico mundial que exige el marco de referencia de la globalización, o deviene en un experimento fallido más. Toronto hace inclinarse por esta última opción.

 

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