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ENSXXI Nº 34
NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2010

FERNANDO OLAIZOLA
Notario de Valencia

De los afrancesados españoles durante la Guerra de Independencia a las legislaciones y procedimientos de purificación o lustration en los países del Este contra los detentadores de cargos públicos bajo el dominio soviético, pasando por los conservadores mexicanos que entronizaron a Maximiliano de Habsburgo o los harkis musulmanes seguidores de las políticas francesas de fraternización en Argelia, el colaboracionismo, o las conductas y posicionamientos calificados de tal, han suscitado de manera recurrente, en las más diversas coyunturas bélicas, coloniales y de ocupación y en las más variadas coordenadas geográficas y temporales, unas mismas cuestiones, políticas, jurídicas, morales, sociológicas y psicológicas.
¿Dónde trazar la línea que separa al patriota del traidor? ¿Es la traición, como decía Talleyrand, tan sólo una cuestión de fechas? ¿Todo depende del éxito o fracaso de los resistentes, del triunfo o derrota del ocupante? ¿Es una justificación última el doblegarse ante lo que se presenta como inexorable? ¿Hay valores y principios que en todo caso deban prevalecer sobre las actitudes utilitarias y las consideraciones pragmáticas? ¿En qué medida cabe escudarse en la observancia de la legalidad? ¿El conflicto de legitimidades ha de dirimirse atendiendo al mayor o menor número de miembros de la comunidad sometida que optan por la quiescencia y la sumisión?

"El colaboracionismo ha suscitado de manera recurrente, en las más diversas coyunturas bélicas, coloniales y de ocupación y en las más variadas coordenadas geográficas y temporales, unas mismas cuestiones, políticas, jurídicas, morales, sociológicas y psicológicas"

Sin duda, el supuesto paradigmático de colaboracionismo es el que tuvo lugar bajo el nazismo durante la Segunda Guerra Mundial. La perversidad intrínseca del régimen hitleriano y la desmesura de sus crímenes y atrocidades, sumadas a su aplastante derrota, hacen que en relación al mismo las cuestiones apuntadas se planteen con toda nitidez. Y, a lo largo de la Europa ocupada por los ejércitos alemanes, el caso de Francia destaca a su vez sobre todos los demás. Frente a una colaboración de alcance meramente técnico bajo la dirección de un Gauleiter alemán, como la que se dio en Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica o Luxemburgo, el Mariscal Philippe Pétain, Jefe del Estado francés durante la Ocupación, Pierre Laval, Presidente del Consejo de Ministros durante la mayor parte de la misma, y los prefectos, alcaldes, magistrados, oficiales del ejército, policías y altos funcionarios del Régimen de Vichy que se pusieron a las órdenes del ocupante optaron por lo que Stanley Hoffmann define como “Colaboración de Estado”, esto es, el establecimiento de relaciones de Estado a Estado entre Francia y Alemania para salvar o preservar en la medida de lo posible los intereses de la potencia vencida frente a su vencedor.
Con la liberación de Francia por los ejércitos aliados se pusieron en marcha los procesos de depuración contra los colaboracionistas. En 1945, tanto Pétain como Laval fueron llevados ante el Tribunal Supremo de Justicia (creado un año antes con la competencia especialísima de juzgarlos) y acusados de complot contra la seguridad del Estado e inteligencia con el enemigo. En ambos procesos se ventilaron unas mismas cuestiones y se emplearon estrategias y argumentaciones similares. Con todo, el proceso de Laval es de los dos el que resulta más ilustrativo, ya que mientras que Pétain optó por guardar un silencio desdeñoso, Laval, abogado y diputado de larga trayectoria, se defendió con la mayor vehemencia (“no hay un solo ámbito en el que no pueda demostrar, establecer y probar que la ocupación habría sido mucho más cruel si yo no hubiera estado allí”). Y también porque, en su tácito reparto de funciones mientras compartieron el poder, Laval había asumido ser el ejecutor del trabajo sucio (“Ahora que estamos en la mierda, Mariscal, permítame ser su pocero”, le dijo en 1942). Pétain, héroe venerable y laureado, era una figura paternal que, protector y autoritario, había pesado durante la Ocupación sobre todos los franceses. François Mauriac instaba a sus compatriotas a “no retroceder ante la idea de que una parte de nosotros mismos fue quizá cómplice, en ciertos momentos, de ese anciano denigrado”. Nada semejante ocurría en el caso de Laval, el maniobrero oscuro y odiado, al que se imputaban todas las iniquidades y se responsabilizaba de todos los padecimientos (hostilidad que, por otra parte, éste aceptaba con serenidad: “siempre he sentido que era cuando mejor cumplía mis deberes para con la patria que más se me calumniaba”). La pena de muerte de Pétain fue, como era previsible, conmutada, mientras que Laval fue fusilado semiinconsciente tras un fallido intento de suicidio.
Resulta por todo ello de especial interés la lectura del recientemente publicado libro “The Trial of Pierre Laval”. Su autor, J. Kenneth Brody, se apoya fundamentalmente en las actas del juicio seguido contra Laval, y en los libros de memorias de sus abogados defensores, Jacques Baraduc e Yves Frédéric Jaffré. El autor va enhebrando dichas fuentes en una narración que alterna los interrogatorios previos y las sesiones del juicio con las tribulaciones de Laval en su celda, complementándola con citas de sus discursos e intervenciones públicas. Se nos presentan así con detalle los argumentos, justificaciones y coartadas con que Laval trataba de defender su actuación durante la Ocupación. Ello nos permite una aproximación a las coordenadas mentales de esa colaboración de Estado, a los procesos lógicos que llevaron a la adopción y a la continuación de tal actitud para con el enemigo, referidos por quien quizá sea su más conspicuo representante.
El novelista Joseph Kessel nos ofrece en una de sus crónicas periodísticas de la época la siguiente imagen de Laval en el estrado: “su fealdad es casi fascinante. Sus grandes orejas, sus gruesos labios fruncidos, sus ojos de reptil, sus brazos que no separa del cuerpo y sus manos demasiado delicadas y demasiado pequeñas hacen pensar en un animal sin nobleza… Ni por un instante da la impresión no ya de arrepentirse, sino de lamentar nada. Laval está contento consigo mismo, satisfecho de su política, orgulloso de lo que ha hecho. Hay realmente en este hombre maltratado por la naturaleza un narcisismo palmario, singular, monstruoso. Se presenta como un apóstol, como una víctima, casi como un santo. Durante cuatro horas ha intentado levantar un pedestal para una estatua de sí mismo, esculpido como patriota esclarecido y sublime”.
Pues bien, para erigir ese pedestal, Laval esgrimió una y otra vez el argumento de la inevitabilidad de la victoria alemana: “¿cree usted que cualquier hombre con sentido común podía esperar otra cosa que no fuera la victoria de Alemania?”. Era un hecho en la Francia ocupada, e inminente la capitulación de Inglaterra y la victoria total a nivel continental. Ante ello, había que entenderse con el vencedor para tratar, de modo inmediato, de mitigar las consecuencias de la derrota y aliviar el sufrimiento de los franceses. Y concluida la guerra, había que garantizar la pervivencia e integridad de Francia y su Imperio, y asegurar su papel en el nuevo orden europeo. En 1943 Laval decía: “cada día intento hacer el máximo para que padezcamos el mínimo de perjuicios... Solo tengo una ambición, un objetivo, uno solo, hacia el que me dirijo como un sonámbulo: intentar todo lo posible para salvar a nuestro país reduciendo cada día sus sufrimientos, hacer que la tierra que pertenece a los padres pase a sus hijos y siga llamándose la tierra de Francia”.
El historiador Robert Frank resalta cómo el método de Laval consistía en ceder a las demandas del ocupante sin obtener necesariamente compensaciones o contrapartidas a corto plazo, ya que lo esencial era ganarse la confianza de los dirigentes alemanes para crear un ambiente propicio a la realización de sus grandes proyectos de política exterior. En palabras de Laval, conversando con su abogado Jaffré: “ahora dicen que habría sido mejor morir que negociar. Siempre he pensado que era mejor que existiera un gobierno francés, para servir de barrera entre el pueblo y el ocupante. Hitler era capaz del peor de los crímenes, pero también podía ser generoso si sabías como tratar con él”; y “todo en lo que he cedido, los alemanes me lo habrían impuesto por la fuerza. Consideré más hábil aparentar hacerlo por mi propia voluntad, a fin de obtener con ello compensaciones”.
Ello se complementaba con una anglofobia obsesiva: el verdadero enemigo, el enemigo secular y hereditario, no era Alemania, sino Inglaterra, la pérfida y rapaz Albión. Tanto es así que, tras la toma por los Aliados de las colonias francesas en el norte de África en 1942 y la ocupación de la totalidad del territorio francés por el ejercito alemán (hasta entonces había existido, fijada en las condiciones del armisticio, una Zona Libre controlada por Vichy), el hundimiento de la flota de guerra anclada en el puerto de Tolón a manos de la propia oficialidad francesa no fue tanto para evitar que fuera aprehendida por los alemanes, sino para que no cayera en manos de los ingleses, sus tradicionales rivales en el dominio de los mares. Tal anglofobia no era compartida por la gran mayoría de la población, que deseaba la victoria de Inglaterra, pese a la campaña de bombardeos aliados sobre territorio francés. Pero, como dice Arnold Toynbee “el odio más enconado de Vichy estaba reservado para el general De Gaulle y sus partidarios, quizá, en parte, porque su misma existencia y la continuación de la guerra contra los nazis suponía un reproche implícito”. Los resistentes de la Francia Libre eran privados de la nacionalidad francesa, veían confiscadas sus propiedades y, si se ponían al servicio de fuerzas extranjeras, eran condenados a muerte in absentia.

"El método de Laval consistía en ceder a las demandas del ocupante sin obtener necesariamente compensaciones o contrapartidas a corto plazo, ya que lo esencial era ganarse la confianza de los dirigentes alemanes para crear un ambiente propicio a la realización de sus grandes proyectos de política exterior"

Otra de las líneas de defensa de Laval, y otra de las peculiaridades de este colaboracionismo de Estado, fue que en su instauración se observó en todo momento un respeto formal a los procedimientos prescritos en la Constitución de la Tercera República. El Gobierno formado por Pétain en junio de 1940 era el Gobierno legal de Francia (y así fue reconocido por Estados Unidos y la Unión Soviética, todavía neutrales); y el siguiente mes de julio, ambas Cámaras aprobaron la revisión de las Leyes Constitucionales otorgando plenos poderes constituyentes al anciano Mariscal. Si bien, so capa de tales poderes y pervirtiendo el mandato recibido, se procedería a dar un golpe de Estado para acabar con el “innoble parlamentarismo”, imponiendo el nuevo Régimen de la "Revolución Nacional". Como dijo Marc Bloch en su obra póstuma sobre la debacle de 1940: “pertenezco a una generación que tiene mala conciencia”. Y la propaganda de Vichy, como señala Pierre Laborie, supo explotar larga y cumplidamente esa mala conciencia, apelando a la resignación, dando alas a un ambiguo pacifismo y cultivando la apatía, la pasividad y el derrotismo, cuando no la autoflagelación y el puro masoquismo. La rotunda y fulminante derrota de Francia era presentada como la consecuencia de sus deficiencias como sociedad y comunidad política, como el merecido castigo que el destino enviaba a una nación culpable y corrompida que debía expiar sus pecados por el sufrimiento. A ello se añadía un talante de despotismo paternalista: dado que Pétain era presentado como infalible y clarividente, era él quien sabía lo que mejor convenía al interés de Francia, y contravenir su voluntad suponía comprometer el éxito de un plan cuyos vericuetos escapaban a las posibilidades de comprensión del entendimiento común. La oposición al armisticio y a la colaboración suponía, más allá de la disidencia, oponerse al resurgimiento de Francia, y acarreaba la exclusión de la comunidad nacional.
¿Qué tenían que ganar Pétain, el vencedor de Verdún, colmado de glorias y honores, ya octogenario, o Laval, catorce veces Ministro y tres veces Presidente del Consejo durante la Tercera República, implicándose en la colaboración con el ocupante? Se ha señalado cómo Pétain quería pasar a la historia como el último Rey de Francia, y se ha hablado también de su desmedida vanidad personal, alimentada por el culto a la personalidad que desde un primer momento se le profesó. Laval, por su parte, tenía cuentas pendientes que saldar con sus antiguos compañeros de la clase política de la Tercera República, que boicotearon la estrategia de conciliación con Italia para contener a Alemania que, como Ministro de Asuntos Exteriores y Presidente del Consejo de Ministros, siguió entre los años 1934 y 1936, y que según él habría evitado la guerra. Abrigaba por ello un profundo resentimiento contra los integrantes de todos los gobiernos que sucedieron al suyo, que habían desatendido sus advertencias. Y ahora volvía, vindicado por los acontecimientos, como el hombre indispensable, el único capaz de salvar a Francia con su inteligencia y lucidez. Para Toynbee, Laval, “más convencido que nunca de su astucia”, tenía “las limitaciones intelectuales y la incapacidad para ver más allá de ciertas ideas fijas que le resultaban útiles unidas a una gran capacidad para la intriga”. Y tanto Pétain como Laval tenían “la apetencia desmedida de poder personal” que, viendo la paja en el ojo ajeno, éste achacaba a aquel. Como dice gráficamente Toynbee “La política del nuevo régimen adoptaba, de manera inevitable, la forma de facción e intriga, centrada en la pequeña y austera corte de Pétain y en sus confidentes, que se apiñaban en medio de gran confusión en los salones medio convertidos en alcobas y en las salas de juego de los hoteles de un centro balneario decimonónico”. Ello quedó en la más descarnada evidencia cuando a partir de 1942 Vichy ya no tuvo ni colonias, ni territorio metropolitano, ni flota, ni ejército, y el Estado Francés subsistió tan sólo como una mera ficción útil al Reich.

"Otra de las líneas de defensa de Laval, y otra de las peculiaridades de este colaboracionismo de Estado, fue que en su instauración se observó en todo momento un respeto formal a los procedimientos prescritos en la Constitución de la Tercera República"

Los colaboracionistas cedieron una y otra vez en cuestiones esenciales. Pese a sus reiteradas invocaciones a la preservación de la unidad de la patria, callaron ante el trato dado por Alemania a las regiones fronterizas de Alsacia y Lorena, que quedaron sujetas a la autoridad civil alemana y sometidas a un proceso de germanización, que en el caso de Alsacia se tradujo en su anexión pura y dura, violando con ello los términos del armisticio. Consintieron la imposición de comisarios alemanes en el Banco de Francia y otras instituciones económicas clave. Entregaron a los alemanes en 1942 la flota mercante francesa (según Laval, “no podía hacer otra cosa, Alemania habría podido hacerse con ella sin que yo pudiera oponerme. Creí que anticipándome, ofreciéndoles nuestra flota, me granjearía la buena voluntad del vencedor”). Pusieron a su disposición mano de obra forzosa para las fábricas alemanas a través del Service de Travail Obligatoire (Laval alega que los alemanes “exigían más de dos millones de hombres, y sólo fue un tercio de esa cifra. Es humano que los trabajadores que han tenido que sufrir un duro exilio de uno o dos años me culpen, pero no es menos humano que aquellos cuya partida evité me muestren alguna gratitud”). Promulgaron leyes antisemitas y pusieron a sus gendarmes al servicio de las políticas genocidas nazis, identificando, localizando y entregando a millares de judíos, empezando por los no franceses o recientemente nacionalizados como tales (Laval pretende que “para salvar a los judíos franceses, había que entregar a los judíos extranjeros”; y durante el juicio manifestó su deseo de "ser juzgado tan solo por judíos franceses, porque ahora que se conocen los hechos, se felicitarían de mi presencia en el poder y me agradecerían la protección que les dispensé”). Establecieron una fuerza parapolicial, la Milicia, que se aplicó a la persecución, tortura y ejecución sumaria de los resistentes del interior, dejando con ello al país en un estado de abierta guerra civil que se libraría con saña al compás de la liberación (Laval afirma que “la Milicia me fue impuesta, porque se me consideraba demasiado tibio en las tareas de represión. Si, para protestar contra la intervención de la Milicia en la policía francesa, hubiese abandonado el poder, habría dejado a Francia librada a su suerte. Naturalmente protesté, vigorosa pero vanamente, contra esta intervención impuesta por el mismo Hitler”).
Y a cambio de todas estas clamorosas abdicaciones Laval no consiguió nada, porque los alemanes no necesitaban concederle nada, ni tan siquiera lo poco que les pedía: la firma de un tratado de paz que sustituyera al armisticio de 1940, la reducción del importe de los gastos de ocupación que Alemania percibía, el traslado del gobierno de Vichy a Paris, la vuelta o al menos la mejora de la situación de los prisioneros de guerra en los stalags alemanes, o, mientras hubo una Zona Libre, la flexibilización de la línea de demarcación entre ésta y la Zona Ocupada.
Presos de su error de apreciación acerca de la inexorabilidad de la victoria alemana, los colaboracionistas se acabaron encontrando en un callejón sin salida: habían estado demasiado tiempo a merced de la potencia ocupante para ser capaces de ninguna oposición contra ella. El Régimen de Vichy quedó atrapado en lo que Albert Camus llamó un “engranaje de la concesión”, sin más salida que una permanente huida hacia adelante.

"A cambio de todas estas clamorosas abdicaciones Laval no consiguió nada, porque los alemanes no necesitaban concederle nada, ni tan siquiera lo poco que les pedía"

Jean-Paul Sartre, en su artículo “¿Qué es un colaboracionista?” nos dice que “es evidente que todos creyeron al principio en la victoria alemana. No obstante, este error intelectual, que permite comprender su actitud, no alcanza a justificarla. He conocido a muchas personas que creían en 1940 que Inglaterra estaba perdida: los débiles se abandonaron a la desesperación, otros se encerraron en una torre de marfil, y algunos, en fin, emprendieron la resistencia por fidelidad a sus principios… Si los colaboracionistas sacaron de la victoria alemana la consecuencia de que había que someterse a la autoridad del Reich, lo hicieron porque había en ellos una decisión profunda y original que constituía el fondo de su personalidad: la de plegarse al hecho consumado, fuere éste el que fuere… por su fidelidad ante los hechos, el colaboracionista “realista” practicó una moral invertida: en lugar de juzgar los hechos a la luz del derecho, fundó el derecho sobre los hechos”.
El acusador público André Mornet, durante el juicio contra Laval, daba término a la lectura del acta de acusación con las siguientes palabras: “sin insistir en el escaso fundamento de las alegaciones de Laval sobre las pretendidas ventajas cuya obtención habría sido la razón de su política, una cosa es cierta: esta política nos ha situado en una posición envilecedora, cosa imperdonable y cuyo alcance y carácter no podía ser ignorado por sus autores. Nos ha causado un perjuicio moral y material del que Francia, a pesar de sus inmensos sacrificios y su contribución a la victoria común, soporta todavía hoy las consecuencias”.

Abstract

Collaboration, or conducts and positions described as such, have repeatedly raised the same political, legal, moral, sociological and psychological questions in the most diverse circumstances, times and places. No doubt, the paradigm of collaboration took place during the Second World War, under Nazism; throughout the Europe occupied by the German army, the French case stands out above all the others. Taking the trial held in 1945 against Pierre Laval —head of government of the occupied France under the Vichy Regime— as a starting point, this article studies the arguments, justifications and alibis presented by Laval in defence of his conduct during the occupation. This text sets out a theory on the mental position of such a renowned example of collaboration, as well as on the logical reasoning that made him adopt and maintain this attitude toward the enemy.

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