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ENSXXI Nº 38
JULIO - AGOSTO 2011

Joseph Pulitzer, creador del periodismo moderno incluida su versión amarilla y fundador de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia, afirmaba en 1904 refiriéndose a Estados Unidos que “Nuestra República y su prensa triunfarán o se hundirán juntas. Una prensa capaz, desinteresada y solidaria con la sociedad, intelectualmente entrenada para conocer lo que es correcto y con el valor para conquistarlo y defenderlo, conservará esa virtud pública sin la cual un gobierno popular es una farsa y una burla. En cambio, una prensa mercenaria, demagógica y corrupta producirá, con el tiempo, un pueblo tan vil como ella”. Es la misma conclusión a la que llegan Leonard Downei Jr. y Robert G. Kaiser, autores del mejor análisis de los medios de comunicación de los Estados Unidos en su libro The news about the news, american journalism in peril. El caso es que la vigencia de este principio ha quedado de manifiesto en la Italia del berlusconismo y que su contagio también es observable en la España de la televisión basura made in Italy y de las exasperaciones descoyuntadas del corral hispánico. Porque los comportamientos cívicos o incívicos, regeneradores o degradantes dicen relación a la dieta mediática que se suministra a la población como tiene demostrado el profesor Bernardo Díaz Nosty en su libro El déficit mediático. Donde España no converge con Europa.
A partir de ahí conviene aproximarse a los últimos avances tecnológicos e informáticos que han alterado las condiciones en que ahora se difunde la información en tiempo real. Es decir, reduciendo a cero la diferencia cronológica entre el momento de los sucesos y el de su llegada a los receptores. De modo que se cumple el slogan de la desaparecida CNN+: “está pasando, lo estas viendo”. Esa simultaneidad de los hechos mientras se están produciendo con el impacto informativo que incide sobre el público oyente o espectador, produce una interferencia distorsionadora. Se cumple así el efecto Larsen descrito por Jean Baudrillard en su libro La ilusión del fin. Es el mismo desencadenamiento que sucede en acústica por la proximidad excesiva entre una fuente y un receptor (por favor, aleje el transistor para evitar distorsiones, ruega el presentador del programa de radio al dar entrada a un oyente, que permanece a la escucha). El mismo que se produce en la historia viva por la interferencia entre un acontecimiento y su difusión simultánea. En ambos casos, consecuencia del cortocircuito entre causa y efecto. Como pasa en física cuántica por la interacción entre el fenómeno observado y el sujeto experimentador. 

"Esa simultaneidad de los hechos mientras se están produciendo con el impacto informativo que incide sobre el público oyente o espectador, produce una interferencia distorsionadora"

La situación del periodista que sigue los acontecimientos en silla de pista, como gustaba decir el inolvidado Luis Carandell, le mantiene pendiente de su desarrollo, como exige el cumplimiento de los compromisos con los medios a los que está obligado a reportar. Porque el servicio a la actualidad exige el seguimiento de los hechos mientras el acontecimiento se encuentra en erupción, sin que le quepa invocar horarios ni turnos de trabajo. Cuestión distinta es que, según subrayaba Carlos Luis Álvarez Cándido, la actualidad tergiverse muchas veces la realidad subyacente que la hace inteligible. Además de que la sucesión incesante de estímulos informativos produce en el profesional un estado de anestesia irreflexiva. Porque conforme a la Ley de Weber y Fechner, que rige en psicología, para que las sensaciones crezcan en progresión aritmética (por ejemplo 2, 4, 6, 8, 10…) los estímulos han de hacerlo en progresión geométrica (por ejemplo, 2, 4, 8, 16, 32,...). Una realidad que afecta de igual manera a los medios de comunicación. Los cuales, por otra parte, siempre están pidiendo cuentas y absteniéndose de presentar con decencia las suyas propias. Exigiendo transparencia y ofreciendo opacidad. Pero si los ricos también lloran, los periodistas, en ocasiones, hacen ejercicios de reflexión sobre la naturaleza y el sentido de su oficio. Un oficio que, quienes han persistido en él durante estas últimas décadas, han visto modificarse por la nueva relación entre emisores y receptores, una vez que las delimitaciones convencionales que les contraponían se han difuminado en el nuevo mundo de Internet.
Aceptemos que ahora sólo nos es dado vivir conectados a la Red. Quienes no lo están quedan fuera de la existencia de nuestros días. El resultado es que estamos inundados de información y, como en todas las inundaciones, cuyas escenas nos son tan familiares merced a su retransmisión televisiva, nos encontramos con el agua al cuello pero, al mismo tiempo, sumidos en la primera y más angustiosa carencia, la del agua potable. Es decir, convertidos en sujetos ávidos de sentido, sin acceso a la información capaz de situar en contexto la sucesión torrencial de noticias fragmentarias o, lo que es lo mismo, de calmar nuestra sed de inteligibilidad. Tenemos comprobado que hay una manera muy eficaz de desinformar, que consiste precisamente en inundar. De ahí que los periodistas cuando se sienten depositarios de una misión de interés público, a partir de la representación de la audiencia a la que se dirigen, se esfuercen por cumplir su tarea de plantas potabilizadoras, imbuidos como deben estar de la función de suministrar a los receptores la comprensión necesaria para liberarles de la angustia del sinsentido.

"El servicio a la actualidad exige el seguimiento de los hechos mientras el acontecimiento se encuentra en erupción, sin que le quepa invocar horarios ni turnos de trabajo"

Enseguida, por todas partes han surgido los profetas de la modernidad para asegurar la muerte del periodismo, en aras de la centrifugación pulverizadora que aporta su ejercicio generalizado por el ciudadano de  nuestros días. Los medios convencionales estaban organizados como espacios informativos, que vendían a los publicitarios la audiencia de que disponían y pagarse así sus gastos, siempre  muy por encima de la recaudación obtenida de quienes los adquirían abonando el precio de cubierta en el caso de la prensa escrita. La jerarquía de los medios convencionales estaba organizada en orden inverso al de su penetración masiva. Por eso, los diarios se han mantenido en la cúspide de la relevancia. Porque los periódicos dan cada 24 horas una versión organizada y ponderada de la actualidad informe. Nos facilitan una foto de situación más comprensible que el flujo incesante, abrumador, de las noticias fragmentarias e inconexas.
Es esa función diferenciada de la prensa en soporte de papel la que la mantiene como referencia dominante. Tiene el carácter insustituible del documento escrito frente al flujo incesante que aporta la Red. Un valor irrenunciable para constituirnos en ciudadanos porque la licuefacción del documento, como sostiene El Roto, nos sitúa en indudable inferioridad de condiciones. Claro que el acceso a los contenidos de la prensa sobre papel queda disponible con unas horas de  desfase: las que deben transcurrir necesariamente entre el momento del deadline y el de la llegada a los domicilios de los suscriptores o a los puntos donde se ofrecen a la venta. Es el tiempo que absorbe su fabricación industrial en las rotativas y la distribución de los ejemplares.
Se diría que el papel impreso actúa como si fuera la barandilla quita miedos, que salva del vértigo del desconcierto en primer lugar a muchos de los periodistas de la radio y la televisión. Les ofrece la garantía de un marchamo de mayor credibilidad, de modo que a las noticias, cuando son leídas en ese soporte, se les supone haber sido sometidas a esos filtros y comprobaciones del profesional exigente, que anteponen la exactitud a la mera anticipación instantánea, desprovista de cualquier verificación. Otra cosa es que anclarse en la dependencia del papel impreso sea un reflejo defensivo que diga poco a favor de las redacciones de las emisoras de radio y televisión. En especial de la radio, con mayores capacidades de acceso a la información procedente de cualquier lugar y desprovista de las limitaciones ortopédicas que se requieren para entrar en la antena de los canales televisivos.

"Aceptemos que ahora sólo nos es dado vivir conectados a la Red. Quienes no lo están quedan fuera de la existencia de nuestros días"

Parece fuera de discusión que la prensa escrita es un punto de apoyo muchas veces fundamental para la elaboración de los guiones y la formulación de las cuestiones a plantear en las entrevistas a quienes comparecen en los medios electrónicos. Porque aporta una etiqueta de solvencia muy convincente. Además, a veces, quienes cuentan por millones sus audiencias acaban midiendo su verdadero éxito o masticando la penosidad de su fracaso, más allá de los datos cuantitativos de la red ponderada de audímetros, conforme a la reseña que hacen los críticos que escriben columnas destinadas a un número incomparablemente exiguo de lectores. De modo que la jerarquía de los medios de comunicación pareciera ser inversa a su audiencia. Así The New York Times, Le Monde, La Republica o El País serían más relevantes que las emisoras de televisión de las ciudades donde se editan.
Si esta situación es pura inercia residual, si el papel incapaz de sumar a los nuevos lectores camina hacia su desaparición, si prevalecerá la cultura del todo gratis que enriquece a los agregadores de noticias y pauperiza a los medios que en verdad aportan inputs originales, si el consumidor se desinteresará de la garantía a favor de la inmediatez, si los periodistas quedarán como especie a extinguir, son cuestiones que se plantean en nuestros días cada vez con mayor contundencia. Surge, entonces, la reacción de quienes consideran tener derecho adquirido a la perennidad de la situación donde encontraron acomodo. Esos periodistas se presentan como víctimas y exhiben las cifras de desempleo en sus filas como un oprobio inaceptable por la primaria razón de que les sucede a ellos. Es un proceder que recuerda el de los aduaneros indignados por la supresión de las aduanas donde pensaban haber sentado plaza indeleble, desinteresados por examinar qué ventajas se derivan para el público y para el comercio del desmantelamiento de las fronteras. Cuando sólo después de ponderarlas cobraría sentido su reclamación. Se impone pues dilucidar para qué sirven todavía los periodistas y si el periodismo que prevalecerá llegará a invalidarles. Veremos.

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