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ENSXXI Nº 4
NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2005

JUAN CRUZ
Periodista

Hay algo sobrecogedor en la mirada de Julio Llamazares cuando está triste. Y, cuando está alegre, también hay algo sobrecogedor en la mirada de Julio Llamazares. Nunca se me ha ocurrido preguntarle qué le ocurre cuando está triste. Ni cuando está alegre.  Él es un hombre ensimismado, muy íntimo, y ante personas así uno no se atreve a hacer preguntas tan personales; ni siquiera se atreve uno a hacer preguntas. Ahora que ha pasado tanto tiempo me doy cuenta de que casi no le he hecho preguntas a Julio Llamazares. Sus respuestas son naturales, están en su rostro, van con él; una inclinación de cabeza, un sesgo, bastan para que sepas qué está respondiendo: su mirada se adelanta a las preguntas.
Julio no es un hombre al que haya que hacerle preguntas: hay que verle ir y venir, buscando entre sus recuerdos o entre sus ilusiones o entre sus amigos.
Los amigos son la parte esencial, y no ausente, de Julio Llamazares. Le he visto sufrir por ellos, para darles ánimo y para consolarles en la desgracia, y le he visto alegrarse de veras por lo que les ocurre cuando se trata de celebrar triunfos. Pero es en la dificultad donde se notan los amigos, y en esos territorios lo he visto firme como un hierro ayudando a soportar lo que para los otros es sufrimiento infinito. Un hombre de una pieza al que no hay que preguntar demasiado: todo se le ve en la mirada.

"Siempre le he visto mostrar esa mirada que jamás engaña, ni cuando está triste, ni cuando está alegre, ni cuando está ausente. Sus manos son las de un delicado pianista nórdico que estuviera a punto de secarse ..."

Somos amigos casi desde que nos conocimos, cuando él era un joven periodista de televisión y ya era novelista y poeta. Como novelista, ha retratado la soledad y la lucha en la soledad partiendo de su propia experiencia: su pueblo fue sepultado por un pantano, y siempre he imaginado que la fuerza de esa imagen ha de acompañar a un escritor "y a cualquiera" como la gran metáfora de la vida. Cómo sale a flote la memoria si detrás hay una experiencia así, una imagen más poderosa que la imagen de las despedidas.
Le he visto en noches largas, en las que ha trasegado de un lado a otro el alcohol que entonces animaba, o silenciaba, nuestras soledades, e incluso nuestras alegrías. Le he visto, desde lejos, jugar como uno de los más consumados maestros del ajedrez nocturno de Madrid; le he ido a abrazar en momentos en que el abrazo no requiere de discursos; le he visto vagar con su perra Bruna por los parques de Madrid, y sobre todo por la plaza de la Villa de París, donde entabló amistad con un mendigo al que hizo famoso, Bernardo; le he visto contemplar como un aficionado imparcial partidos de fútbol en los que yo quise siempre que ganara el Barça; le he visto hablar en público de la literatura y de la vida, y siempre me fijé en que hablaba con la gente como hablaba con los amigos, sin la doblez que a veces carga la cerviz de los famosos; le he visto enfadarse y reconciliarse, y siempre lo ha hecho con la intención de entender, y de perdonar; le he visto compadecerse e indignarse; le he visto comprar cromos para su hijo Julio, y le he visto auxiliar en silencio a aquellos a los que guarda afecto; le he visto dolerse de la desgracia de los amigos sin que éstos vieran en él que el dolor agarrotaba su propio ánimo.
Y siempre le he visto, en cualquier circunstancia y en cualquier momento, mostrar esa mirada que jamás engaña, ni cuando está triste, ni cuando está alegre, ni cuando está ausente. Sus ojos son claros, y hubo un tiempo en que eran aun más claros, y están situados en una cara saludable que a veces mira ceñuda y a veces mira confiada, como si su ánimo interrogara antes de expresarse de un modo u otro. Y sus manos, que están ennoblecidas por un temblor del que él se ríe, son las de un delicado pianista nórdico que estuviera siempre a punto de secarse después de un remojón en agua helada.
Escribe "dice" con lentitud, pero ahora anda por los mil folios de un recorrido "a su manera" por las catedrales de este país; de vez en cuando llama de los lugares más dispares, donde está porque ha ido a dibujar el contorno humano de esos monumentos en los que él ve la caja negra de la historia. Su última novela, El cielo de Madrid, ha sido un recorrido por la melancolía que dejan la apariencia del triunfo y la cicatriz de la vanidad; ahí no se retrata, exactamente, pero sí visita, con la maestría de un narrador capaz de trascender de su personaje, la época en la que se hizo Madrid la ilusión de ser la capital de las famas. Se hastió de ese mundo, como el pintor de su fábula, y regresó a sus cuarteles solitarios, los del poeta que nunca ha dejado de ser.
El otro día, en Guadalajara, escuché cómo hablaban de sus libros de poemas, de Memoria de la nieve  y de La lentitud de los bueyes; y mientras escuchaba decir los versos que hay en esos libros imaginé a Julio Llamazares mirando desde su casa de La Mata, en las montañas de León, hacia los verdes prados que la circundan, como si él estuviera colgado de los muros del mundo, y lo imaginé con esa mirada que interroga en silencio para volver sobre sí misma y dar una respuesta a lo que todavía no es una pregunta.
Él viene de una gran pregunta. Se la está respondiendo. Por eso no hay que preguntarle nada mientras tanto.

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