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ENSXXI Nº 53
ENERO - FEBRERO 2014

RODRIGO TENA ARREGUI
Notario de Madrid

A propósito de la sentencia del Tribunal Supremo 687/2013 de seis de noviembre sobre el alcance de un poder de disposición

¿Es justicia la que implica que el mundo perezca? Parece que para el formalismo kantiano sí, y también, por cierto, para el emperador Fernando I de Habsburgo, que lo escogió como motto de su reinado. Lo que es más discutible es que lo deba ser para un humilde jurista de a pie, incluso para uno tal humilde que no haya oído hablar del análisis económico del Derecho. Al menos él sabe, aunque sea por experiencia, que el Derecho es una ciencia práctica. De hecho, el fútil intento de distinguir la justicia de la seguridad jurídica es algo que a estas alturas incluso ha dejado de preocupar hasta a los teóricos del Derecho más refractarios al realismo jurídico. Pero parece que el lema todavía seduce a algunos magistrados del Tribunal Supremo, quizás los que más cautelosos deberían ser a la hora de acogerlo (al menos si tenemos en cuenta la función que la jurisprudencia pretende jugar en un sistema jurídico como el nuestro).
La reflexión viene a cuento de una sorprendente sentencia (687/2013 de la sala 1ª del Alto Tribunal) que afirma que un poder general que incluye facultades expresas para disponer (en el caso concreto, para “hacer donaciones”) es nulo por falta de consentimiento, en cuanto esas facultades requieren precisar su objeto material de forma determinada. Es decir, que un poder amplio que incluya facultades  para vender, es nulo si no se especifica que se concede para vender un bien concreto y determinado, sin que quepa referirse genéricamente a todo el patrimonio o a la generalidad de los bienes del mandante.

La doctrina es tan chocante que uno tiene que acudir inmediatamente al caso concreto por si hubiera allí algún dato que ayude a explicarla de alguna manera (al menos sociológicamente). Y efectivamente, cual si fuera una noticia de revista de corazón, en los hechos de la sentencia se relata como un confiado padre, antes de entrar en una residencia, otorga a su hijo un poder general de representación con una amplia relación de facultades, entre la que se encuentra la de hacer donaciones. Poco tiempo después, ese hijo utiliza el poder para donar una fina del poderdante a la que era “la pareja en matrimonio de hecho” (sic) del propio apoderado, con el que además tenía un hijo llamado Sergio. Posteriormente el padre sale de la residencia y revoca el poder. Unos años después fallece bajo testamento en el que nombra a otra hija heredera universal. Es ésta la que interpone la demanda correspondiente, alegando únicamente falta de consentimiento (a los efectos de la casación).

"El fútil intento de distinguir la justicia de la seguridad jurídica es algo que a estas alturas incluso ha dejado de preocupar hasta a los teóricos del Derecho más refractarios al realismo jurídico"

Al ponente Sr. O´Callaghan (y por cierto, a todos los jueces de instancia) ésta donación les debió parecer un poco escandalosa. Por lo que, a la vista de ello, en sólo tres escuetos párrafos y con cita al art. 1713 que exige mandato expreso para actos de disposición y a la doctrina sentada por una sentencia anterior sobre una transacción de una indemnización, el Tribunal Supremo declara la nulidad de la donación por insuficiencia del poder al no especificar los bienes sobre los que se refiere. ¿Quizás el lector considere que al menos en este caso se ha hecho justicia? No, categóricamente no, ni siquiera en ese caso, si el precio es sentar una doctrina (incidentalmente digamos que completamente equivocada) que como daño colateral tiene el insignificante efecto de considerar nulas decenas de miles de enajenaciones realizadas en España en los últimos decenios –escrituradas e inscritas en los correspondientes registros- e inútiles decenas de miles de poderes “generales” que hasta ayer circulaban confiadamente por el tráfico jurídico.
La sentencia, obviamente, confunde lo que es un poder “general”, es decir, un poder que incluye un conjunto muy amplio de facultades, con un poder concebido “en términos generales”, que es al que se refiere el art. 1713, 1 del CC y que no comprende más que los actos de administración. Cuando el siguiente párrafo exige mandato expreso para los actos de disposición, no prohíbe lógicamente que ese mandato expreso pueda incluirse en un poder que especifique expresamente muchas facultades de disposición o de otra índole, es decir, en uno que sea “general”, ni añade implícitamente ningún otro requisito como especificar concretamente los bienes sobre los que recae. La exigencia de que el poder sea “expreso” se refiere al negocio jurídico que se quiere delegar, no a su contenido, como resulta del todo evidente de la simple lectura del texto legal. Entender lo contrario impediría algo tan elemental como que una persona que viaja por unos años al extranjero pueda atribuir facultades expresas de disposición sobre todo su patrimonio, salvo que mencione individualmente todos y cada uno de los bienes sobre los que se refiere, incluyendo detalladamente en la relación los objetos de su mesilla de noche y, además, el precio exacto individualizado de todos ellos, pues al fin y al cabo el precio también es “objeto” de la compraventa.

"Una sorprendente sentencia del Tribunal Supremo afirma que un poder general que incluye facultades expresas para disponer (en el caso concreto, para “hacer donaciones”) es nulo por falta de consentimiento, en cuanto esas facultades requieren precisar su objeto material de forma determinada"

Si la intención del ponente era anular esta “sospechosa” donación como fuera, seguramente podría haber encontrado argumentos menos perniciosos para la seguridad jurídica de nuestro país, es decir, para la propia justicia. Si no, debería haber comprendido que no procedía hacerlo, en aras precisamente a la propia justicia. Porque, ¿cuántos pleitos puede provocar esta sentencia? ¿Cuántos abogados van a encontrar en su doctrina un argumento para demandar la nulidad de un negocio que podría considerarse “inmoral” pero que hasta ayer mismo consideraban inatacable? (O “moral”, claro, porque tanto da). En el fondo este es el quid de la cuestión, la confusión completa entre moralidad y justicia que denotan este tipo de sentencias, como las que de vez en cuando aparecen afirmando que las arras son penitenciales en lugar de confirmatorias, normalmente cuando resulta que la que vende es una señora mayor por un precio muy bajo. El Tribunal Supremo no es un padre bondadoso que pone paz entre sus díscolos hijos porque conoce lo que cada uno necesita para su desarrollo personal, ni un cadí que a la hora de decidir siempre tiene presente la salvación espiritual de los fieles. Sólo es –nada más y nada menos- uno de los instrumentos de nuestro Estado de Derecho destinados a garantizar una convivencia ordenada entre ciudadanos libres y responsables.
Quizás ese tema de la responsabilidad sea precisamente el problema. Quizás, como ocurrió en la lamentable sentencia sobre las cláusulas suelo, el Tribunal Supremo considera que los notarios no explican adecuadamente las escrituras. Que no informan cabalmente a los otorgantes de las consecuencias de sus actos, que las “firmas” son una  mera formalidad que provoca que los pobrecitos no se enteren y que, por tanto, no sean responsables de nada. Si los magistrados así lo piensan (de manera errónea, por supuesto) confunden en contra de la advertencia de Kant el uso público de la razón con el uso privado. En tal caso deberían denunciar públicamente en ruedas de prensa tal triste situación, pero no en sus sentencias, por favor. Porque al no comprender ni respetar el papel que juegan otras instituciones en el Ordenamiento jurídico (término que, por cierto, invoca la idea de organización, como nos explicó Santi Romano) desvirtúan inevitablemente la propia.

"La justicia se caracteriza por tratar a los ciudadanos como seres libres y responsables. A veces hay que pagar un cierto precio por esa libertad. Pero hay que ser conscientes de que, se quiera o no, resulta inevitable pagarlo y que alguien va a tener que hacerlo"

No estamos hablando de análisis económico del Derecho, no hablamos de utilitarismo, ni de consecuencialismo. Hablamos de Justicia, tal como fue entendida por Aristóteles y por santo Tomás de Aquino. Las consecuencias de los actos, de las leyes, de las sentencias, son un elemento fundamental de su propia naturaleza. En el tratado de la justicia (II-II, q. 57) éste último explica de forma bastante convincente como lo justo se determina, no considerando la cosa absolutamente en sí misma, sino también poniendo los ojos en las consecuencias. Y si la cita parece demasiado antigua, también podemos traer a colación a un autor vivo tan poco sospechoso de utilitarismo como John Finnis y su moderna reivindicación de la “razonabilidad práctica” en el mundo del Derecho.
La justicia se caracteriza por tratar a los ciudadanos como seres libres y responsables. A veces hay que pagar un cierto precio por esa libertad. Pero, sobre todo, hay que ser conscientes de que, se quiera o no, resulta inevitable pagarlo y que alguien va a tener que hacerlo. Sólo hay que elegir entre el individuo, llamado a priori a ostentar esa responsabilidad, o el resto de la sociedad. En esta sentencia, como en tantas otras, el Tribunal Supremo ha elegido de forma equivocada.

Resumen

El autor analiza la sorprendente sentencia del tribunal Supremo (687/2013 de la sala 1ª) que afirma que un poder general que incluye facultades expresas para disponer (en el caso concreto, para “hacer donaciones”) es nulo por falta de consentimiento, en cuanto esas facultades requieren precisar su objeto material de forma determinada. Argumenta no sólo que la doctrina es errónea, sino que atenta de forma insoportable contra la seguridad jurídica y que, por eso mismo, es radicalmente injusta. Afirma también que el Tribunal Supremo, al no comprender ni respetar el papel institucional que juegan otras instituciones en el Ordenamiento jurídico, desvirtúa de manera inevitable su propia función.

Abstract

The author examines the surprising ruling of the Spanish Supreme Court (687/2013, Courtroom No. 1) dictating that a general power of attorney with express powers of disposal (in this specific case to “make donations”) is invalid due to lack of consent, since such powers require the specification of its subject matter. He claims that not only is the principle wrong, but that it undermines legal certainty in an unacceptable way and is therefore profoundly unfair. The author states as well that as the Supreme Court, is neither understanding nor respecting the institutional role of other institutions of the national legal system, has inevitably distorted its own function.

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