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ENSXXI Nº 53
ENERO - FEBRERO 2014

Como afirmaba recientemente el maestro Luis Díez Picazo en una jornada dedicada a este tema en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales -de la que también damos noticia en este número- la seguridad jurídica es inseparable de la justicia. En última instancia evoca una idea de realización efectiva del Derecho vigente que enlaza con la nota de predictibilidad, pero también con las de accesibilidad y comprensión de la legislación. Por ello, si la seguridad es la certeza intelectual de que lo que dicen las normas se entiende, que no son contradictorias y se van a hacer realidad en la práctica, no es de extrañar que su necesario correlato, la confianza, sea tan valorada desde un punto de vista social y económico. En realidad, si cabe preferir la injusticia al desorden, es precisamente porque en éste último no cabe un ápice de justicia.

"Si cabe preferir la injusticia al desorden, es precisamente porque en éste último no cabe un ápice de justicia"

En un mundo como el actual, que tanto se preocupa de la seguridad material a todos los niveles (en el tráfico, en la industria, en la sanidad, en la convivencia ciudadana) extraña sobremanera la desatención que recibe la seguridad jurídica –presupuesto insustituible de la paz social- especialmente por quienes deberían ser sus principales cancerberos: el Parlamento y los Tribunales superiores. Sería erróneo plantear el problema a estas alturas como una mera cuestión de técnica legislativa o jurisprudencial, que cabría solucionar con más medios y con un poco de organización y voluntad. No, el gravísimo deterioro de la seguridad jurídica en España no se frena con una tabla de vigencias o con clases de análisis económico del Derecho. Más bien resulta necesaria una auténtica revolución en la manera de concebir y afrontar la propia función por parte de sus responsables, revolución de la que parece que andamos todavía muy lejos.
En lo que se refiere al legislador, sorprende la frecuencia con la que se pretenden resolver problemas de gran calado -en último extremo políticos y que requerirían planteamientos frontales y ambiciosos- por la vía oblicua de una legislación sectorial poco coordinada con el sistema y cuyo efecto previsible es incrementar los niveles de inseguridad jurídica, sin por otro lado ni siquiera acercarse al objetivo final previsto. Algo de eso ocurre con las reformas mercantiles en marcha, especialmente con la propuesta de nuevo Código Mercantil, que se comentan en este número. El correcto funcionamiento de nuestro gobierno corporativo exigiría, sin duda, mucha mayor competencia en el mercado y más seriedad institucional, pero, sobre todo, la clarificación y coordinación de las distintas fuentes materiales del Derecho que inciden en nuestro tráfico jurídico no pueden conseguirse de manera eficaz por la vía de la expansión ilimitada de la mercantilidad, como pretende la propuesta de Código. Aun cuando se consiga el objetivo pretendido, lo cual es enormemente dudoso, los daños colaterales a la seguridad jurídica pueden ser cuantiosos. Basta pensar en la inadecuación sistemática que supone incluir la protección de los consumidores en un código de empresarios, con los efectos que tal cosa puede conllevar.

"El grave deterioro de la seguridad jurídica en España no se frena con una tabla de vigencias o con clases de análisis económico del Derecho, sino con una auténtica revolución en la manera de concebir y afrontar la propia función por parte de sus responsables"

El defecto es extensible a nuestra jurisprudencia. Se supone que un Ordenamiento jurídico digno de ese nombre debe contar con interpretaciones seguras debidamente coordinadas con el resto del entramado jurídico e institucional. En realidad, esa es la función que se pretende de un auténtico Tribunal Supremo, no servir de tercera instancia, sino de instrumento de control que coadyuve a la armonía del sistema y, de esa manera, a la seguridad jurídica. Sin embargo, la experiencia diaria nos demuestra que todavía estamos lejos de conseguir ese objetivo. En demasiadas ocasiones da la impresión de que se prioriza la resolución (aparentemente) justa del caso contemplado, sin la debida reflexión sobre el impacto en el conjunto del sistema de los a veces forzados razonamientos utilizados para ello, olvidando que ambas cosas son indistinguibles. La sociedad en su conjunto no tiene por qué soportar el coste de recursos mal planteados o de faltas individuales de responsabilidad. Forzar una institución jurídica para dar cabida a un supuesto que no contempla, en aras a la justicia del caso, es no hacer justicia en absoluto. Por otra parte, no son infrecuentes tampoco decisiones que se apoyan en supuestos fenómenos de tipo sociológico (que no resultan nada fáciles de ponderar) con olvido del diseño del total entramado institucional y de su íntimo sentido.
Sin duda el análisis económico de las instituciones puede ayudar en esta tarea. Saber a qué obedecen, y qué fin social persiguen, facilita que las leyes y las resoluciones judiciales se incardinen en el sistema de una manera mucho más armónica en beneficio de todos. El Notariado en particular es una institución decantada históricamente para ejercer una utilísima función de control del tráfico en beneficio de la seguridad jurídica. Pero para ejercer esa función, sin caer en los perniciosos excesos del sobrecontrol o infracontrol, necesita estar dotada de un equilibrio en su diseño que sólo puede garantizar el legislador, y de una compresión de los efectos de su función que no debería plantear problemas para el resto de las instituciones del país. Está claro que, en relación a ambas esferas, todavía queda mucho por hacer.

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