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ENSXXI Nº 57
SEPTIEMBRE - OCTUBRE 2014

FERNANDO OLAIZOLA
Notario de Valencia

El sistema de elección del Presidente del Consejo General del Notariado por los Decanos de los respectivos Colegios Notariales, que integran el Consejo y lo designan de entre ellos, tradicionalmente ha cumplido con su función: se lograba una estabilidad y una unidad de criterio en la defensa de nuestros intereses corporativos.
Pero durante la última década, la nueva distribución de competencias entre los Colegios y el Consejo, el protagonismo que el Consejo -y su Presidente- han adquirido, y los presupuestos millonarios que directa e indirectamente se han pasado a manejar, han convertido el sistema vigente en inadecuado y disfuncional. Y así hemos asistido al penoso espectáculo de un Consejo que es escenario de intrigas, maniobras, dimisiones, transfuguismo y mociones de censura, y que en los últimos tres años ha tenido cuatro Presidentes.
Por ello se plantea desde hace tiempo la necesidad de reformar nuestra estructura corporativa estableciendo un sistema de elección directa del Presidente del Consejo por todos los notarios. Ha habido encuestas, recogidas de firmas (con más de mil adhesiones) y Jornadas. La moción de censura planteada en el Consejo en 2011 se votó con el compromiso de impulsar este sistema, aunque luego (y confiados en su reelección como Decanos) se desdijeran algunos de sus protagonistas. Y se ha convocado un Congreso nacional para que los notarios podamos debatir acerca de la reforma de nuestra estructura corporativa.

Pues bien, al respecto puede ser ilustrativo recordar el referéndum de 28 de octubre de 1962, planteado por Charles De Gaulle, Presidente de la V República Francesa, para decidir acerca de la elección del Presidente de la República por sufragio universal.

"Durante la última década hemos asistido al penoso espectáculo de un Consejo que es escenario de intrigas, maniobras, dimisiones, transfuguismo y mociones de censura, y que en los últimos tres años ha tenido cuatro Presidentes"

Con la derrota y la ocupación alemana entre 1940 y 1944, el inestable sistema de partidos de la III República había quedado completamente desacreditado. Tras la Liberación, De Gaulle, líder de la Francia Libre, elegido Jefe del Gobierno Provisional de la República, trató de imponer un modelo caracterizado por un poder ejecutivo fuerte, con un Presidente de la República que fuere la clave de bóveda de las instituciones, y un Parlamento subordinado y con márgenes de actuación limitados (modelo que sería conocido como la "Constitución de Bayeux", por el discurso pronunciado en dicha localidad). No obstante, De Gaulle dimitió en 1946 al no poder prevalecer frente a los partidos políticos predominantes en la postguerra (comunistas, socialistas y el MRP, partido articulado en torno a los dirigentes cristianos de la Resistencia), que quedaron así en libertad para configurar la IV República como un régimen parlamentario similar al anterior.
Doce años después, en 1958, el nuevo régimen, con sus continuas crisis ministeriales, componendas y oscilaciones, había metido a Francia en el atolladero de la Guerra de Argelia, y dado pie a un golpe militar allí que amenazaba con extenderse a la metrópoli. Ante ello, De Gaulle fue llamado a presidir un Gobierno de unidad nacional, alcanzando un compromiso con los representantes de los partidos que daría lugar al nacimiento de la V República y a la aprobación inmediata de una nueva Constitución. El ambiguo nuevo texto constitucional suponía una transacción entre los planteamientos presidencialista y parlamentario. Así, el Presidente de la República ya no era elegido por el Parlamento, sino por un colegio integrado por ochenta mil grandes electores (Parlamentarios, Diputados Departamentales, Alcaldes, etc.), y era el que nombraba al Jefe del Gobierno, que sin embargo respondía ante la Asamblea.
Para De Gaulle, de todas maneras, lo importante no era tanto el texto literal de la Constitución como su aplicación; y de hecho, hasta la conclusión del conflicto argelino en 1962 ejerció de facto un poder presidencial, apoyándose por una parte en la situación de crisis que la guerra en curso suponía, y por otra en su legitimidad histórica como héroe nacional.
Tras la independencia de Argelia, el pulso entre ambas concepciones de la República, entre el Parlamento y el Presidente, tenía fatalmente que plantearse. Para los unos, la práctica presidencialista de esos cuatro años no era sino un paréntesis llamado a cerrarse con la normalización de la situación general. Para los otros, no podía bajo ningún concepto volverse al “desastroso régimen" de los "partidos de antaño”.

"Se plantea desde hace tiempo la necesidad de reformar nuestra estructura corporativa estableciendo un sistema de elección directa del Presidente del Consejo. Al respecto puede ser ilustrativo recordar el referéndum planteado por Charles De Gaulle en 1962 para decidir acerca de la elección del Presidente de la República Francesa por sufragio universal"

Y De Gaulle provocó ese enfrentamiento (“declaré la guerra a los partidos, porque los partidos son irredimibles”) con la convocatoria del referéndum de que antes hablábamos, invitando a los franceses a pronunciarse sobre la elección directa del Presidente de la República. Con rara unanimidad, toda la clase política, desde los comunistas a la extrema derecha, se unió contra la propuesta. Tan sólo el movimiento gaullista, la UNR, la respaldó, aunque dado que este partido no tenía una entidad diferenciada respecto de la figura del propio De Gaulle, su apoyo poco aportaba en el envite planteado.
Desde un punto de vista jurídico se alegó que conforme al artículo 89 de la Constitución toda reforma constitucional requería la previa aprobación de ambas cámaras legislativas, la Asamblea Nacional y el Senado, mientras que De Gaulle, para eludir ese escollo, había optado por acudir al artículo 11 que permitía al Jefe del Gobierno (entonces Georges Pompidou) someter directamente a referéndum determinadas materias, entre ellas la organización de los poderes públicos, lo que según su interpretación abarcaba lo pretendido. El Consejo de Estado se pronunció en contra del proyecto de reforma. La Asamblea Nacional aprobó una moción de censura contra Pompidou por abuso de poder (forfaiture). De Gaulle respondió disolviendo la Asamblea y convocando elecciones legislativas para el mes de noviembre, una vez hubiese tenido lugar el referendum.
Pues bien, pese a todo ello, el “sí” a la elección directa obtuvo más de tres quintos de los sufragios emitidos (el 62,25%). El Consejo Constitucional se declaró a continuación incompetente para pronunciarse sobre la constitucionalidad de una ley adoptada directamente por el pueblo francés en referendum, legitimando así el procedimiento de reforma seguido. Y las inmediatas elecciones legislativas supusieron un descalabro para los viejos partidos, obteniendo los gaullistas una holgada mayoría y siendo de nuevo designado Pompidou como Jefe del Gobierno. La victoria de De Gaulle fue completa.
Evidentemente, en todo este episodio pesó de manera significativa la propia figura de De Gaulle, que no se privó de plantear el referéndum, una vez más, como un plebiscito sobre su persona (y se le reprocharía por ello querer obtener "un beneficio ilícito de su gloria"). Y en el notariado no contamos desde luego con nadie que tenga el prestigio y concite las adhesiones de un De Gaulle. Pero, al margen de ello, también se planteó en el caso francés un debate de filosofía política, sobre los pros y los contras del sistema de elección directa del Presidente. Y son interesantes al efecto las intervenciones en la sesión de la Asamblea Nacional en que se votó la moción de censura contra Pompidou.

"En todo este episodio pesó de manera significativa la propia figura de De Gaulle. Y en el notariado no contamos desde luego con nadie que tenga el prestigio de un De Gaulle. Pero también se planteó en el caso francés un debate de filosofía política sobre los pros y los contras del sistema de elección directa del Presidente"

Los contrarios al referéndum veían en un Presidente legitimado por la elección directa, que no tendría frente a sí los contrapesos ni los controles propios de los sistemas puramente presidenciales, el peligro de deriva hacia un poder personal. El Presidente del Senado Gastón Monnerville decía que "no se nos propone una República, sino en el mejor de los casos un bonapartismo esclarecido" (en referencia a Napoleón III, quien elegido presidente de la II República por sufragio universal en 1848, dio un golpe de estado tres años después y se proclamó Emperador). Para el ex Jefe de Gobierno Paul Reynaud, “ese Presidente todopoderoso no será responsable ante nadie, y decidirá la vida o la muerte de Francia según siga una buena o una mala política. Para nosotros Francia está aquí (en la Asamblea) y no en otra parte. Los representantes del pueblo, reunidos, son la Nación, y no hay una expresión superior de la voluntad del pueblo que el voto que emiten tras una deliberación pública”.
Los partidarios de De Gaulle, aparte de señalar que la elección directa del Presidente garantizaría la estabilidad, la eficacia y la responsabilidad política (“una República sólida debe ser sólida en la cima”), oponían la lógica de la democracia directa a la lógica de la democracia parlamentaria, argumentando que “nada es más conforme a la democracia que la designación del Jefe del Estado por el Pueblo soberano”. El Diputado Raymond Réthoré decía que “algunos no consideran al Pueblo lo bastante instruido, lo bastante seguro de su criterio, o incluso lo bastante inteligente para elegir al Presidente de la República; para ellos es un emancipado al que hace falta la asistencia de un consejo de familia que ellos mismos esperan ser”. Y el Diputado André Valabrègue añadía: “en qué poca estima estos censores parecen tener a aquellos que los han elegido diputados. Los votantes que han tenido la cordura, el buen criterio, de enviarlos al Parlamento ¿cometerían la locura de elegir Presidente a alguien a quien no querrían como parlamentario?”
Pues bien, traslademos estos discursos a nuestro debate dentro del notariado.

"Algunos no consideran a los notarios lo bastante seguros de su criterio para elegir al Presidente del Consejo General del Notariado. Para ellos el notario es un emancipado al que hace falta la asistencia de un consejo de familia que ellos mismos esperan ser"

Por un lado, tendríamos el siguiente: “un Presidente elegido directamente tendrá un poder absoluto y sin control. Para nosotros, los Decanos, el notariado está aquí, en el Consejo General del Notariado, y no en otra parte. Los Decanos reunidos son el notariado, y no hay una expresión superior de la voluntad del notariado que el voto que los Decanos emiten tras una deliberación” (no podemos añadir que la deliberación es pública porque conforme al artículo 341 del Reglamento Notarial puede ser, y de hecho es, mantenida en secreto).
Y por el otro, tendríamos este discurso: “consigamos mediante la elección directa del Presidente la estabilidad, la eficacia y la responsabilidad que requiere la gestión de nuestros intereses corporativos. Algunos no consideran a los notarios lo bastante seguros de su criterio para elegir al Presidente del Consejo General del Notariado. Para ellos el notario es un emancipado al que hace falta la asistencia de un consejo de familia que ellos mismos esperan ser. En qué poca estima estos censores parecen tener a aquellos que los han elegido Decanos. Los votantes que han tenido el buen criterio de enviarlos al Consejo, ¿cometerían la locura de elegir Presidente a alguien a quien no querrían como Decano?”.
¿Con cuál de los dos discursos nos quedamos? La decisión es clara ¿O no? Y es que resulta muy difícil convencer a alguien de que es antidemocrático permitirle elegir a su Presidente.

(1) El presente artículo es una versión ampliada de la entrada publicada el pasado 28 de julio en el blog Transparencia Notarial

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