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ENSXXI Nº 6
MARZO - ABRIL 2006

RODRIGO TENA ARREGUI
Notario de Madrid

Hacia el final de su obra, en las observaciones generales sobre la caída del Imperio de Occidente, afirma Gibbon que, en lugar de preguntarnos por qué cayó el Imperio Romano, deberíamos sorprendernos de que durara tanto tiempo. Y un poco más adelante reflexiona sobre el hecho de que la felicidad de cien millones de habitantes dependiese del mérito personal de uno o dos hombres, tal vez niños, de mentes corrompidas por su educación, el lujo y el poder despótico.
La reflexión está escrita en 1787, en la línea de lo que ya entonces empezaba a ser pensamiento general, y sabemos que en este caso, sin que sirva de precedente, al diagnóstico certero le siguió sin solución de continuidad su correspondiente traducción política, en la forma de las revoluciones que sacudieron Europa durante las siguientes décadas.
Hoy sus resultados los damos por descontados. Y hacemos mal, no sólo porque siguen siendo ignorados en gran parte del mundo, sino también, porque al considerarlos casi como emanaciones de nuestra geografía europea, al modo de un regalo de la naturaleza, desconocemos su verdadero origen, que es, precisamente, la reflexión en voz alta, o sea, la opinión. La democracia consiste en opinión, pero es que además surgió de la propia opinión.

"La democracia consiste en opinión, pero es que además surgió de la propia opinión"

No cabe duda de que nos gustaría que todas nuestras reflexiones fuesen tan luminosas como las de Gibbon y sus contemporáneos. No únicamente las nuestras, sino también las de los demás. Que recorriesen la tierra con tal carga de evidencia que venciesen por sí solas cualquier resistencia. Pero lamentablemente no es así. El precio que hay que pagar por obtener algunas verdades útiles es soportar -parafraseando a Savater- muchas estupideces inútiles. En esto, en el reconocimiento de nuestras limitaciones a la hora de captar la realidad, es en lo que radica la libertad de expresión.
En nuestras sociedades conviven dos tipos de personas: los que saben que no están en posesión de la Verdad y los que, pensando por contra que sí lo están, lo conceden graciosamente como simple estrategia de conservación de la paz civil, especialmente si están en minoría. Esta circunstancia hace imprescindible insistir en que la libertad de expresión y la tolerancia son dos cosas distintas. La tolerancia cumple una función pasiva de respeto a las opiniones ajenas, mientras que la libertad de expresión es la manifestación activa -pero cívica- de la falta de respeto que sentimos por ellas. Por eso, mientras que los que conocen la Verdad a lo más que pueden llegar es a la tolerancia, entendida como pacto de no agresión, los que no la conocemos -y pensamos que nunca se puede llegar a conocer- estamos obligados a considerar a libertad de expresión como el único medio que puede garantizarnos ciertas verdades útiles. Del libre cruce de opiniones surgirá una opinión general, controvertible, pero general, que es lo que determinará, dependiendo de lo que estemos hablando, tanto el avance de la ciencia como la acción verdaderamente democrática. Sin lo primero no puede existir lo segundo.
Sólo la falta de una adecuada comprensión de su sentido explica el nefasto tratamiento que la libertad de expresión tiene en la actualidad, del que es ejemplo tanto el famoso episodio de caricaturas de Mahoma como el de la condena a tres años de cárcel al historiador David Irving por negar el Holocausto. La cuestión de si las caricaturas estaban bien o mal, si eran "artísticas" o no lo eran, útiles o dañosas, verdaderas o falsas, o si constituían una crítica al poder instituido o no (todo ello profusamente debatido en la prensa), es claramente un problema de segundo nivel. Importante, sin duda, pero en lo que afecta a la democracia, un problema secundario. Para la democracia, el problema es que se puedan publicar -entonces la hay- o que no se puedan publicar -entonces no la hay... o pronto no la habrá. No es tanto una cuestión de fondo como de forma -nada más y nada menos- cuya decisiva preeminencia en este caso no parece que necesite mayor justificación, especialmente en el foro que proporciona una revista notarial. Exactamente igual ocurre en el caso de Irving. El que sus juicios sean clamorosa y/o intencionadamente falsos resulta menos perjudicial para la ciencia y para la democracia que la prohibición penal de formularlos.
La reacción de nuestros políticos europeos mezclando el fuero con el huevo -con alguna loable excepción-  no por menos previsible ha resultado menos desoladora. Lo que procedía era precisamente, tal como pretendía hacer en franca soledad el primer ministro danés, distinguir. Y distinguir en un tema en el que la mayor parte de los gobiernos que han instrumentalizado el agravio de las caricaturas no distingue, por la cuenta que les trae. Hubiera sido una buena oportunidad para dejarlos en evidencia. Pero hubiera sido todavía mucho más importante hacerlo en beneficio de muchos de los que en esos países se lanzaban y lanzan todavía a la calle a protestar, porque son precisamente estos los que sufren en sus carnes tal falta de distinción y, por tanto, de democracia.

"La libertad de expresión y la tolerancia son dos cosas distintas. La tolerancia cumple una función pasiva de respeto a las opiniones ajenas, mientras que la libertad de expresión es la manifestación activa -pero cívica- de la falta de respeto que sentimos por ellas"

Es cierto que en la actualidad el nivel de ejercicio de la libertad de expresión es lamentable. En muchas ocasiones es infantilmente provocadora cuando no maliciosa o gratuita, lo que a la postre viene a servir de idónea coartada en beneficio de los siempre intocables poderosos, nunca blanco de sus críticas. A todos nos gustaría que se ejerciese con más penetración, sentido y responsabilidad. Pero lo que está claro es que no lo conseguiremos limitando el fuero.
Con ello no se defiende que las palabras sean neutras. Las palabras pueden ser criminales, como la Historia ha demostrado tantas veces, pero la cuestión es dónde vamos a poner el límite penal. Decir que existen distintas razas y que unas son superiores a otras es una barbaridad científica y una ignominia moral, pero es también algo muy distinto a decir que hay que matar o esclavizar a las razas inferiores. Cuando alguien afirma lo primero (o que una religión o civilización es superior a otra o que esta fomenta el terrorismo y la otra no) lo que hay que hacer es rebatirle, pero no callarle. El silencio obligatorio es fuente de victimismo, crea una aureola de ocultamiento conspirativo y un campo de vacío argumental fácil de aprovechar precisamente por los que proponen la violencia y el crimen.
En las mismas observaciones generales reflexiona Gibbon sobre el impacto de las reformas del emperador Constantino, especialmente las que determinaron -por coyunturales razones de estrategia política-  la incorporación a las estructuras generales del Imperio de grandes sectores de población que no habían sido asimilados a la ciudadanía romana. No era en absoluto un problema de religión -en realidad, unos y otros estaban en trance de abrazar la misma- sino más bien de filosofía, de hasta que punto es posible caminar juntos sin mostrarse igualmente fieles a los principios básicos que fundamentan el orden político. Lo que resulta especialmente preocupante hoy en Europa es que sus propios representantes políticos y mediáticos empiecen a ignorar de una manera general -aunque sea otra vez por razones tácticas- la importancia de uno de los fundamentos básicos que explican su prosperidad y permiten calificarla -todavía- como verdaderamente libre y democrática.

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