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Por: LUIS BUSTILLO TEJEDOR
Notario de Felanitx (Illes Balears)


CONFERENCIA DICTADA EN EL COLEGIO NOTARIAL DE MADRID, SALÓN ACADÉMICO, EL 15 DE DICIEMBRE DE 2016

Sobre la cuestión foral penden importantes y graves intereses de tipo político que convierten un problema jurídico constitucional con proyección en materia de derecho privado, y por tanto, con incidencia directa en cómo organizan su vida los ciudadanos haciendo uso de su autonomía, en un campo de batalla en la lucha por la residenciación del poder político. El fuerte contenido simbólico del derecho civil, su vinculación con la idea de nación, y, por tanto, con el principio de nacionalidad como organizativo del poder estatal, su innegable aptitud para ser parte constitutiva de la construcción de una identidad colectiva y nacional, explican que, una y otra vez, se vuelva sobre la cuestión. Y que ésta parezca estar fundada sobre bases que puede que no sean las más adecuadas para articular un reparto eficiente de las competencias. El peso de la historia, de la cultura e incluso de los sentimientos es desproporcionado y tiende a orillar, en muchas ocasiones, el que debería ser el elemento fundamental a tomar en consideración, cual es el de procurar la mejor y la más adecuada legislación para los ciudadanos.
El último episodio de esta larguísima pugna ha sido la anulación por el Tribunal Constitucional de tres leyes dictadas por la Comunidad Valenciana. La constante alusión en las alegaciones a los recursos realizadas por la autoridades valencianas a la sostenida reivindicación valenciana en cuanto a la recuperación del derecho propio, y el engarce de la competencia asumida con los fueros históricos de Valencia vendrían a ser la muestra de un propósito claro: hacer de la autoafirmada imagen histórica una fuente de competencias que justifiquen una posición diferenciada en el marco estatal (preferentemente en un plano de bilateralidad) o, más allá, que justifique por sí misma pretensiones soberanistas, o de ruptura del marco constitucional por vías ajenas a la propia Constitución. O, de otro modo, convertir la supuesta diferencia, en un hecho diferencial, justificativo (en un salto al vacío que conforma un razonamiento falaz) de un estatus político diferenciado.
En definitiva, asistimos a una instrumentalización política del derecho civil como elemento identitario. Y es que el primer paso para fundar una aspiración de tipo soberano es formar una identidad colectiva, es decir, lograr la asunción por los individuos de la existencia de una comunidad, la autopercepción de los individuos como integrantes de una sólida realidad colectiva ha venido transitando por la historia como un ente definido y diferenciado de otros. Estas pretensiones se explican por el propio contexto o enfoque del debate en nuestro país, que se mueve en coordenadas primordialistas, asumiendo la nación como una realidad natural, antropomórfica, preexistente al Estado y condicionante de éste. Si esto es así, si se ha asumido de tal manera por los unos y por los otros la proyección política de la idea de nación, se explica con facilidad como quienes pretenden el quebrantamiento de la forma de organización del poder estatal luchen denodadamente por la posesión de aquellos elementos que permiten predicar esa identidad nacional.

"Asistimos a una instrumentalización política del derecho civil como elemento identitario"

La aptitud del derecho civil para la conformación de una identidad es innegable, en la medida en que se le atribuye un marcado carácter idiosincrático y porque su proceso histórico de formación está íntimamente vinculado a la interacción social. El derecho civil, como seguro el anterior a la codificación, es en buena parte de creación espontánea, con un fuerte componente consuetudinario, por lo que puede reclamar para sí el ser fruto de la evolución histórica de la comunidad que habita el territorio en el que rige. Se concibe como expresión del modo de ser, de sentir, de una determinada colectividad.
La importancia de la cuestión foral en el problema político territorial español no debe subestimarse en modo alguno. Precisamente éste nace con la reclamación catalana de la subsistencia de su propias instituciones frente al Proyecto de Código Civil de 1851, de propósito unificador, y que, en una primera fase tan solo reclamaba el mantenimiento de las propias instituciones, en particular, el régimen de la legítima y la figura del hereu, la posición de la mujer y el sistema de los censos. Desde luego, no será desdeñable la opinión de que la defensa de tales instituciones era la defensa de unos intereses de clase; pero es cierto que en ellas se proyectaba o materializaba un modo peculiar de organización de la sociedad. Ese movimiento, capitaneado por juristas, entroncó con la Renaixença, un movimiento de recuperación cultural cuyos próceres eran, muchos de ellos, también juristas. Así, un movimiento que, inicialmente, podría responder a tesis que hoy vendríamos en llamar “institucionalistas” (estas instituciones son las mejores para nuestro progreso y bienestar), deriva en movimiento de afirmación nacional que pugna por el poder, merced al impulso de una clase particular, la de los abogados, que cuentan con los medios y la capacidad para encauzarlo, y también con los incentivos suficientes: la unificación del derecho civil amenazaba su monopolio en un momento de sobremasificación de las profesiones jurídicas en Cataluña, por cuanto abriría el ejercicio profesional a abogados llegados de otras partes de España. Es claro que una visión del derecho civil como emanado de un pueblo y manifestación de su cultura cuya prospección se reservaba a los juristas, favorecía enormemente sus intereses. Comienza así la instrumentalización del derecho civil y se ingresa en una visión mítica y chamánica (de inspiración savigniana y, por demás, de tintes tan reaccionarios como los del jurista alemán) de la propia peculiaridad jurídica que puede adscribirse al género de las tradiciones inventadas: existe un genio particular, un modo especial de hacer (el mito del pairalisme) que debe ser respetado y que solo será respetado si la ley es hecha por quienes participan de ese singular espíritu. Lo prioritario pasa a ser el control de la ley, antes que el contenido de la ley.

"Del uso y en el abuso de la competencia autonómica y de la utilización del recurso de inconstitucionalidad como arma política en la conformación de mayorías parlamentarias ha resultado un panorama normativo que trasciende con mucho el marco fijado por el constituyente"

Tal tipo de pretensiones no tiene cabida en nuestra Constitución. El Tribunal Constitucional rechaza de manera absoluta cualquier propósito de asentar la distribución del poder territorial en instancias extra o ante constitucionales, fuera del reconocimiento de singularidades jurídico públicas en Navarra y el País Vasco que no son sino la sanción de un privilegio para esas Comunidades, que se explica en un contexto de negociación política en el momento constituyente, antes que en un ideal historicista, por más que se disfrace de esto. Por todas, la STC 76/1988, que descarta la interpretación anterior al decir que la Constitución no es el resultado de un pacto entre instancias territoriales históricas que conserven unos derechos anteriores a la Constitución y superiores a ellas, sino una norma del poder constituyente que se impone con fuerza vinculante general en su ámbito, sin que queden fuera de ella situaciones “históricas” anteriores. O en la STC 88/1993, relativa precisamente a una norma civil aragonesa, dijo que los derechos históricos de las comunidades o territorios forales no pueden considerarse como un título autónomo del que puedan deducirse específicas competencias no incorporadas a los estatutos.
La Historia no es fuente de competencias, pero si es tomada en cuenta por la Constitución para diseñar el reparto de competencias en materia civil. Entender ese reparto y acotar sus límites exige comprender la opción constitucional en un contexto evolutivo, la realidad que encuentra y acoge el constituyente. O de otro modo, hacerse cargo de que el constituyente constata la existencia de una evolución jurídica diversa en ciertos territorios y quiere que esa peculiaridad subsista como tal, como había llegado hasta el momento presente (el de la redacción de la Constitución). Una opción que es escrupulosamente respetuosa con la vida propia de los derechos forales, con su misma evolución que, no debe olvidarse, fue respetada aún después de los Decretos de Nueva Planta del 1707-1716. Porque esos Decretos, salvo en el caso valenciano, no cercenaron el vigor de los derechos territoriales, sino que los dejaron ser y estar como eran y estaban. El cierre de las fuentes políticas no supuso una especial conmoción en unos sistemas que se caracterizaban por su espontaneidad por ser de creación social antes que volitiva. Pongamos como ejemplo la evolución del derecho catalán. Desde las Cortes de 1599 solo es posible encontrar una Constitución referida a materia de Derecho Civil, la decimotercera de las Cortes de Barcelona de 1702, referida a los contratos de violaris. Podría decirse que el Decreto de Nueva Planta para Cataluña no hizo sino consolidar un proceso que venía desarrollándose durante todo el siglo XVII en el Principado: el Derecho civil catalán evoluciona sobre una base normativa tradicional, a través de la jurisprudencia y el recurso a la doctrina jurídica extranjera1. Es decir, en el ámbito civil, el derecho catalán siguió avanzando según su peculiar estructura genética, como derecho de creación social y espontánea antes que legislado. Ni los Decretos de Nueva Planta ni el Código Civil alteraron las fuentes materiales del derecho civil catalán. La Compilación recoge (más o menos) lo que subsistió como una regulación adecuada a los tiempos y con sentido en la segunda mitad del siglo XX. No deja de resultar ilustrativo el hecho de que se aprobase la Compilación el mismo día que la Ley de Propiedad Horizontal: una norma en la que se proyecta lo tradicional de la sociedad catalana (la familia como cuerpo social básico, la jerarquía social, los intereses de los propietarios rurales, etc.) es simultánea a otra que, como ninguna, ejemplifica el cambio social, que es la imagen de una sociedad urbana, industrial e individualista. Es decir, el modo catalán de ser y de actuar había llegado hasta aquí, en el tiempo y en la materia jurídica en la que se encarnaba la peculiaridad. La Compilación recoge los restos de una tradición cuya potencia creadora había quedado agotada, y eso es lo que recoge y reconoce la Constitución, pero yendo más allá, porque reconoce a los órganos político legislativos de esos territorios la posibilidad de adaptar el derecho a las nuevas realidades, incluso pudiendo operar legislativamente sobre el derecho que, no habiendo sido compilado, estuviera vivo y vigente en aquellos territorios.
Si nos hacemos cargo de que lo que la Constitución hizo fue atribuir autonomía legislativa a fuer de reconocer la existencia fáctica y sostenida de esa autonomía, podremos comprender que los límites del ejercicio de la misma están definidos por ese ámbito material en el que los respectivos pueblos se regían, de algún modo, a sí mismos.

"Estamos en una sociedad homogénea y globalizada en la que las disimilitudes valorativas se han difuminado hasta casi desaparecer, y cualesquiera que puedan existir no dependerán de cuestiones territoriales, sino de otra índole o naturaleza"

Sin embargo, del uso y en el abuso de la competencia autonómica y de la utilización del recurso de inconstitucionalidad como arma política en la conformación de mayorías parlamentarias ha resultado un panorama normativo que trasciende con mucho el marco fijado por el constituyente.
Se abordó después en la conferencia un análisis crítico de la opción constitucional, si la articulación de las competencias en materia de derecho civil sobre la base de argumentos históricos y culturales sigue teniendo sentido en este siglo.
No es inusual encontrar entre los autores la nuda manifestación acerca del valor de la diversidad como riqueza a ser preservada, de modo que el fundamento del sistema asimétrico de distribución de competencias se encontraría en el respeto a la diversidad cultural de los pueblos de España. A mi juicio, debemos cuestionarnos esta afirmación, en cuanto al derecho se refiere. Subyace a esa idea una visión mítica y estética del derecho y que en términos weberianos podría calificarse de irracional. Los motivos sentimentales o históricos no debieran servir como base para legislar, ni, en consecuencia, tampoco para el establecimiento de un sistema de distribución de competencias en ninguna materia. Ole Lando, presidente de la conocida como “Comisión Lando”, encargada de la formulación de unos principios del derecho contractual europeo ha dicho que “el derecho de contratos no es folclore”. Yo creo que se podría ir más allá: el derecho civil no es folclore. El derecho civil es un sistema racional dirigido a favorecer la cooperación entre los individuos, y parte de la libertad y autonomía individuales y en último término de la dignidad humana, que son o han de ser los fundamentos de su contenido. Sin duda, el derecho civil puede ser también un vehículo de intervención social, a cuyo través el Estado oriente el comportamiento individual para la consecución de ciertas finalidades o incluso para la realización de una determinada idea de justicia. Y, por otro lado, el derecho civil, en una sociedad democrática debe ser expresión del sistema de valores compartidos por los ciudadanos (la admisión del matrimonio entre personas del mismo sexo o la plena asunción del divorcio consensual son ejemplos de normas que recogen el cambio en las convicciones morales de la sociedad). Lo que no parece admisible es concebir el derecho como un medio de protección de singularidades culturales afirmadas de manera apriorística y presuntamente sostenidas en el tiempo como invariables, insertadas de forma cuasi genética en el pensar y sentir de los individuos.
También puede analizarse la cuestión desde una perspectiva de tipo económico, que a fin de justificar la procedencia de la descentralización partiría del principio de que las autoridades más cercanas a los ciudadanos están mejor situadas para hacerse cargo de las preferencias de los mismos, y así ajustar las reglas civiles a dichas preferencias. Y ello tomando como cierto el aserto de que la norma debería reflejar, en principio, la elección que un individuo racional tomaría en situaciones ideales de información y voluntariedad.
Pero la afirmación anterior, es decir, que la descentralización es deseable porque las normas deben ser dictadas por la instancia de poder más cercana a los ciudadanos que conoce mejor sus preferencias actuales, exige que sea cierta otra premisa: las preferencias de los ciudadanos son diversas o diferentes en función del territorio en el que habitan. Si se concluye que las preferencias están territorializadas y que la mejor manera de responder a ellas con normas jurídicas adecuadas es la asignación de la competencia a las autoridades del nivel más cercano, debería concluirse, en buena lógica, que no solo las Comunidades con Compilación sino todas las Comunidades Autónomas deberían contar con competencias en materia civil, pues no sería justo ni lógico que unos ciudadanos estén desatendidos en sus aspiraciones mientras que otros se ven plenamente amparados por regímenes jurídicos que satisfacen aquellas. Pero si se concluye que las preferencias de los ciudadanos no guardan relación alguna con el territorio en el que viven, entonces, la diversidad legislativa, la atomización de los centros de producción normativa, no generaría ningún beneficio y sí los costes derivados: de información y de las posibles soluciones no armónicas que resultarían de la colisión entre sistemas distintos.
Y, como se trató de demostrar en la conferencia, es difícil afirmar tal territorialización, por cuanto estamos en una sociedad homogénea y globalizada en la que las disimilitudes valorativas se han difuminado hasta casi desaparecer, y cualesquiera que puedan existir no dependerán de cuestiones territoriales, sino de otra índole o naturaleza.

"Lo justo y lo lógico es que todos los ciudadanos tuviesen pleno acceso a esa riqueza legislativa y que quien tiene la competencia para ello estableciese una sistema de derecho interregional en el que primase, ante todo, la autonomía conflictual, sin exigir ningún tipo de vinculación previa con el territorio de la legislación que se elige"

En fin, terminó la conferencia con una propuesta de superación del sistema actual, que, sin justificación, es generador de discriminación entre ciudadanos españoles, atentatoria contra el principio de igualdad. Así, lo justo y lo lógico es que todos los ciudadanos tuviesen pleno acceso a esa riqueza legislativa y que quien tiene la competencia para ello estableciese una sistema de derecho interregional en el que primase, ante todo, la autonomía conflictual, sin exigir ningún tipo de vinculación previa con el territorio de la legislación que se elige, es decir, sin que sea necesaria la concurrencia de un elemento de multiconexión.
Tal solución, la de establecer un sistema de professio iuris, por lo menos en relación con aquellas materias que están vinculadas al estatuto personal, presentaría algunas ventajas:
1.º Cercenaría de raíz la utilización del derecho civil como elemento identitario y de afirmación de soberanía o de la tenencia de derechos distintivos.
2.º Igualaría a todos los españoles en el ámbito civil.    
3.º Colocaría al individuo como protagonista de su propia vida jurídica, con la ventaja de disponer de diversos esquemas normativos predispuestos en los que poder encajarse alternativamente, lo que resulta más respetuoso con su libertad.
4.º Abriría una situación de competencia entre los legisladores, que pugnarían por la mejora de sus legislaciones, pues un orden normativo que no es querido y aplicado es un orden normativo muerto.
5.º De la antedicha competencia, y de las elecciones de los individuos terminaría por abrirse un proceso de emulación, tendencialmente unificatorio del contenido de los derechos, coadyuvando a la necesaria revertebración del derecho civil español, y por ende a la revertebración social. Y esto no prejuzga ningún resultado de la emulación, ni la preferencia por uno u otro derecho por los ciudadanos. Podría lograrse de facto la unificación de los derechos civiles, democrática y racionalmente, sin imponer el de nadie a ninguna Comunidad.
6.º Sería plenamente respetuoso con la autonomía política de las Comunidades (por lo menos mucho más que la opción de entrar como un elefante en una cacharrería que supone el Proyecto de Código Mercantil como instrumento para garantizar la unidad en el ámbito contractual, amenazada por los proyectos catalanes) y absolutamente con los condicionantes materiales impuestos al legislador estatal como legislador conflictual, en tanto que en modo alguno podría achacarse a esta solución que esté dando a priori preferencia a ninguno de los sistemas concurrentes.
7.º Frente a las dificultades de prueba y determinación de la vecindad civil y por tanto de la ley aplicable, proporcionaría un marco seguro e incontrovertible.
En definitiva, creo que si entendemos que el derecho civil debe servir al uso de la libertad y autonomía individuales, y si partimos de la base de que todos los derechos civiles españoles están comúnmente sometidos a un mismo orden constitucional, y por tanto igual de válidos y éticamente admisibles, deben ser arbitradas medidas que pongan la diversidad legislativa al servicio de los individuos, y no convertir a los individuos en siervos del derecho y, menos aún de presupuestas adscripciones culturales o históricas.

1 PÉREZ COLLADOS, José María: “La tradición jurídica catalana (valor de la interpretación y el peso de la historia)” en Anuario de Historia del Derecho Español, núm. 74, 2004.

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