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ENSXXI Nº 8
JULIO - AGOSTO 2006

RODRIGO TENA ARREGUI
Notario de Madrid

“El leñador, que en su vida había visto el brillo del oro, se maravilló de todo lo que veía. Aquellas riquezas… la menos valiosa resultaría digna de adornar el palacio de un rey. Pensó que debían de haber pasado siglos desde que aquella cueva empezó a servir de depósito y refugio…”
No cabe duda de que si una nueva Scheherezade tuviera que volver a contar hoy el cuento de Alí Babá bajo amenaza de pagar su falta de credibilidad con la vida, enterraría en esa cueva un objeto de deseo mucho más valioso que el oro: la información. Y acertaría, porque la experiencia demuestra que en la actualidad, si bien los tesoros al modo clásico escasean, los intangibles, como el que representa la pura información, pueden adquirir un valor fabuloso… pero no por ello menos mensurable. El mayor problema de adaptación estribaría, quizá, en la completa inutilidad de la cueva –como no fuera en sentido figurado- porque, por su misma naturaleza, la información no necesita espacio alguno, al menos mayor que un simple bolsillo. Este sería, sin duda, un lugar mucho más adecuado para nuestra renovada historia, porque si la información hoy vale más que el oro es porque mientras este último desaparece con su uso, aquella es fuente eterna de inagotable riqueza, al modo del bolsillo de aquél joven del cuento que no tenía más que meter en él su mano para sacar de la pura nada una nueva moneda.

"Si una nueva Scheherezade tuviera que volver a contar hoy el cuento de Alí Babá bajo amenaza de pagar su falta de credibilidad con la vida, enterraría en esa cueva un objeto de deseo mucho más valioso que el oro: la información"

La importancia actual de la información se demuestra por el hecho de que da nombre a la sociedad que vivimos -la sociedad de la información- (o, mejor, en la que nos gustaría vivir) en contraposición a otras edades calificadas en relación a los metales o combustibles sobre los que se edificaron (bronce, hierro, petróleo, átomo). Y la piedra filosofal que ha convertido a este elemento en algo tan determinante y valioso ha sido la tecnología informática. En realidad, la información, entendida como vehículo de acceso al dato, ha existido siempre. Lo que ocurría es que los vehículos existentes (libros-bibliotecas, periódicos-hemerotecas, expedientes-archivos, títulos-registros, etc.) eran infinitamente variados, aislados y no relacionados. La información era difícil de obtener y, por eso mismo, costosa, fragmentaria y poco útil para la explotación en masa. Pero la informática permite no sólo almacenar fácilmente infinidad de datos, sino además relacionarlos. La información pasa de esta manera a ser susceptible de un tratamiento masificado y organizado de enorme rentabilidad económica, en una nueva demostración de que el todo tiene más valor que la suma de sus partes. Como pone de manifiesto de una manera muy gráfica la teoría del mosaico, la interrelación de los datos implica un salto cualitativo crucial en la trascendencia social y económica de la información, pues no dice mismo un mosaico bien ensamblado que miles de teselas desperdigadas. La informática viene así a replicar –con verdadera perfección androide- el fenómeno neuronal conocido como “binding”, por el cual un grupo de neuronas situadas en distintas partes de la corteza cerebral se disparan al mismo tiempo, permitiendo a la conciencia, gracias a esta sincronía, capturar fenómenos dispersos (olor a yodo, movimiento del agua, sonido de las gaviotas) como una unidad de significado superior (el mar).
Los bancos de datos particulares, por muy específicos que sean, adquieren de esta manera una importancia económica evidente, ya no sólo por si mismos, sino en cuanto se convierten automáticamente en teselas que coadyuvan al desvelamiento final del mosaico. Datos previstos para un fin pueden servir para otro, simplemente en función de su posición relativa en un todo que ayudan a revelar. Pero como ocurre siempre con cualquier instrumento, y máxime si uno tan formidable como este, la informática puede ser utilizada para lo mejor y para lo peor o, como suele ser normal, para lo peor queriendo lo mejor.
Los Gobiernos han encontrado en ella un instrumento clave para el control social, tanto en el ámbito fiscal como en el de la pura seguridad. Los notarios recordamos todavía los mamotretos de papel que obedientemente remitíamos cada trimestre a Hacienda con la absoluta convicción de su total inutilidad. No existía ninguna posibilidad de tratar de una forma ordenada toda esa información, al menos no a un coste que justificase el esfuerzo. Hoy las cosas han cambiado mucho. Los datos se remiten telemáticamente desde infinidad de operadores y cualquier funcionario de Hacienda capacitado para ello puede, introduciendo simplemente el NIF de un ciudadano, obtener su radiografía fiscal (y de paso la no fiscal). No cabe duda de que esto implica un riesgo, pero democráticamente hemos convenido que valía la pena.

"Lo que hoy debería preocuparnos, y mucho, es la utilización de la herramienta informática por las empresas, el nuevo poder a vigilar"

Más delicado es el tema de la seguridad. Los gravísimos atentados terroristas del pasado, los generalizados fracasos de las inteligencias nacionales para prevenirlos y las serias amenazas para el futuro, están motivando un celo investigador que tiene en la informática su herramienta idónea y que no va a encontrar ningún inconveniente en extenderse a la prevención de otros delitos. El ciudadano navega por la red confiado en la privacidad de su travesía, sin conocer que ciertas cookies creadas por los proveedores de servicios (y que poco tienen que ver con las conocidas galletas americanas) revelan fidedignamente los sitios visitados, las compras realizadas, los suministros pagados y, de esta manera, sus gustos, preferencias y elecciones. Qué decir respecto del uso del teléfono móvil, del correo electrónico ordinario o incluso de las transferencias bancarias, antepenúltimo ejemplo -porque obviamente no será el último- de hasta que punto la privacidad es hoy un imposible. La huella digital está llamada a sustituir a la clásica dactilar, con la ventaja de que ahora la huella del criminal se obtiene antes de cometer el delito... pero al precio de tomársela a todos los demás.
Pese a ello, y aunque no cabe desconocer que este panorama haría removerse en su tumba a John Stuart Mill, no parece que en los actuales Estados democráticos sea lo que más debe preocuparnos, sin perjuicio, por supuesto, de estar permanentemente atentos con la finalidad de denunciar cualquier exceso. Lo que hoy debería preocuparnos, y mucho, es la utilización de la herramienta informática por las empresas, el nuevo poder a vigilar. Porque si para Mill la función preventiva del Gobierno era peligrosa, en cuanto expuesta al abuso, no le parecería menos dañina una función que no busca ni siquiera teóricamente el bien general, sino el beneficio particular. Es más, nuestro autor advirtió expresamente del peligro de que la sociedad misma se convirtiese en tirano respecto de los ciudadanos aislados, sin necesidad de contar para ello con sus funcionarios políticos, con el agravante de que al hacerlo directamente “penetra mucho más en los detalles de la vida y llega a encadenar el alma”. No cabe duda de que, para un auténtico liberal, entre las obras del hombre la primera en importancia es -como él mismo afirmó- el hombre mismo. Pues bien, si hoy parece generalmente admitido que el principio de autodeterminación personal lleva algunas décadas amenazado, la nueva piedra filosofal puede darle definitivamente la puntilla.
Que la amenaza existe lo demuestra el hecho de que algunos de los mejores filósofos y politólogos de nuestro país han sentido la necesidad de unirse para escribir una obra colectiva con el nombre de “Democracia y virtudes cívicas”. En su introducción, Victoria Camps denuncia el riesgo de manipulación derivado de un sistema económico centrado agresivamente en el consumo, en conjunción con unos medios de comunicación que por su propia racionalidad buscan homogeneizar a las personas, lo que dificulta enormemente la existencia de individuos con criterio propio. No cabe duda de que si hubiera que definir hoy de alguna manera lo que los psicosociólogos  denominan “Basic Personality” o personalidad de base de nuestra época, esta sería lo que Fernández-Carvajal denominaba homo emptor: el hombre como sujeto que compra.
La tentación de utilizar la tecnología informática para saberlo todo de todos y cada uno de nosotros -los que compramos- de cara a delimitar nuestro respectivo perfil adquisitivo, es demasiado fuerte como para no adoptar serias medidas preventivas, y a ello obedece en parte la legislación sobre protección de datos personales. Lo que está en juego, en definitiva, es la propia dignidad de la persona. Sin embargo, el celo protector no puede llevar a desconocer de forma contradictoria otro principio fundamental -el de la libertad-  íntimamente relacionado con aquél, cuya manifestación instrumental es el consentimiento. En una sociedad liberal y democrática la protección no puede traspasar ese umbral -no cabe proteger a una persona en contra de su voluntad- so pena de convertirse en tiranía. De ahí que la protección de datos ceda normalmente frente al consentimiento, articulando procedimientos que permitan tenerlo siempre presente: ya sea exigiéndolo para ceder ciertos datos; o creando ficheros “Robinson” en los que deben inscribirse aquellos ciudadanos que no quieran ver vulnerada su privacidad por la recepción de propaganda no deseada; o mediante el establecimiento de un principio general de habeas data que permita conocer los datos, personales o no, existentes en un fichero informatizado, indagar su suministro, controlar su uso, etc.

"Si hubiera que definir hoy de alguna manera lo que los psicosociólogos  denominan personalidad de base de nuestra época, esta sería lo que Fernández-Carvajal denominaba homo emptor: el hombre como sujeto que compra"

Sin embargo, no podemos ser ilusos. El consentimiento en nuestro actual tráfico masificado y normativizado es en muchas ocasiones un desiderátum. La contratación mediante condiciones generales, los contratos de adhesión, los normativos -cuya generalización llevó ya hace décadas a don Federico de Castro a hablar de “crisis de la autonomía de la voluntad”- en un marco de radical desigualdad negocial, amenazan con convertir este instrumento del consentimiento más en una trampa que en una salvaguarda. Por eso, de la misma manera que ha venido ocurriendo en el ámbito del consumo, es necesario una actitud mucho más activa por parte del legislador en defensa de la privacidad de los ciudadanos, dirigida tanto a sentar las bases sobre las que sea posible un auténtico consentimiento informado, como a establecer imperativamente controles y límites donde sea necesario.
A título de ejemplo, quizá no hay un lugar en el que todos estos riesgos y contradicciones se manifiesten con mayor virulencia que en el funcionamiento actual del Registro de la Propiedad. El Registro presenta tal mezcolanza de lo público y de lo privado, de lo voluntario y de lo obligatorio, de la publicidad y del secretismo, que nos puede servir de idónea piedra de toque para comprobar hasta que punto son inoperantes las soluciones simples en materia de protección de datos y lo necesario que es en la actualidad una permanente atención por parte del regulador con la finalidad de evitar abusos.
El Registro de la Propiedad sirve a un evidente interés público: publicitar las situaciones jurídico reales con el objetivo de permitir un tráfico jurídico seguro y eficiente. Es público, en consecuencia, en un doble sentido: en cuanto que es una organización del Estado, al que pertenecen los libros, llevada por funcionarios; y en cuanto que sólo puede servir a su fin a través de la divulgación de su contenido. Lógica consecuencia de ello es que no se le pueda andar racaneando la información necesaria para cumplir su función, de la misma manera que los operadores económicos no pueden escamotear a las distintas Administraciones información fiscal relevante. Como hemos visto, hay un interés general, legitimado democráticamente, que lo impediría.
Pero lo cierto es que el Registro también es privado. La publicidad formal, ya sea en papel o telemática, devenga unos concretos honorarios para el registrador. La información registral está hoy disponible -y no de forma gratuita precisamente- a través de un portal de internet bajo el copyright del Colegio de Registradores, en donde se afirma literalmente que “todos los derechos de propiedad industrial e intelectual sobre información, los contenidos, elementos y cualesquiera otros componentes incluidos en el sitio o suministrados a través del mismo, pertenecen al Colegio de la Propiedad y Mercantiles de España”. Como apunta Juan Álvarez-Sala en su magistral trabajo sobre la materia, circulado en el número anterior de esta revista y al que me remito necesariamente en todo lo que aquí se diga, puede que se trate del portal privado español más consultado de la red, lo que simplemente por eso tiene ya un valor incalculable. No es extraño, entonces, que se proponga desde ciertos foros registrales permitir al titular proporcionar a través del Registro información de interés comercial, como puede ser su propia disposición a vender o alquilar la finca de que se trate, con su precio, teléfono de contacto, agencia inmobiliaria al que se le ha encargado la intermediación, en exclusiva o no, o bien informar que la ha “subido” a un portal de subastas del que se proporciona el correspondiente “link”, etc. Todo ello, se supone, a un determinado precio.
Se dice también que el Registro es voluntario, en el sentido de que son absolutamente excepcionales los casos de inscripción obligatoria o constitutiva: al Registro va quien quiere. Luego, si se va voluntariamente, se está consintiendo implícitamente la cesión de los correspondientes datos. Así -dice Plácido Prada en un trabajo que es referencia obligada en esta materia- al ser voluntaria en nuestro sistema la inscripción “se puede entender que existe un consentimiento, al menos presunto, que autoriza la pesquisa y legitima la apertura a la información de los datos de su intimidad”. Este argumento es una nueva prueba de lo engañoso que puede ser hoy en día ese instrumento de la libertad llamado consentimiento. Porque si bien es cierto que la voluntariedad existe desde el punto de vista estrictamente jurídico, resulta un sarcasmo afirmarla desde el punto de vista económico y social. Efectivamente, la inscripción es jurídicamente voluntaria, pero la contrapartida estriba en que si el comprador no inscribe corre el riesgo de perder su propiedad por el juego del art. 34 LH o de que la embarguen por deudas ajenas, y por la misma razón de riesgo para el financiador, jamás podrá ofrecerla en garantía de un préstamo. De todas las sanciones que cabe imaginar por el incumplimiento de normas imperativas, se me ocurre que estas podrían de ser algunas de las más persuasivas. La gente acude al Registro, pese a su voluntariedad, por la cuenta que les trae (lo cual es muy positivo), como por contraposición demuestra el hecho de que haya habido que imponer la obligatoriedad jurídica y el cierre registral para que la gente acuda al Registro Mercantil (lo que no es tan positivo) respecto del que trae muy poca cuenta inscribir.

"El Registro presenta tal mezcolanza de lo público y de lo privado, de lo voluntario y de lo obligatorio, de la publicidad y del secretismo, que nos puede servir para comprobar hasta que punto son inoperantes las soluciones en materia de protección de datos y lo necesario que es una permanente atención por parte del regulador para evitar abusos"

Pero quizá su característica más esquizoide es que el Registro es público -en el sentido de abierto a todo el mundo- pero también secreto. La razón es que está plagado de datos, personales o no (domicilio, sexo, estado civil, incapacidades, filiación, precios, deudas, hasta religión) cuya divulgación indiscriminada es imposible, por mucho que pretenda estirarse el malhadado principio del consentimiento. La pretensión de que sea el registrador el que filtre la información en función del supuesto interés legitimo del solicitante es simplemente una broma. Ni su doble condición pública-privada le proporciona suficientes incentivos para ello, ni tiene los mínimos instrumentos para comprobar la veracidad de ese interés, ni, especialmente, existe interés ninguno lo bastante legítimo como para indagar sobre ciertos datos allí “publicados”. Por mor de esa esquizofrenia, el Registro se convierte, pese a su carácter público, en el eterno sepulcro de lo indecible, al modo de esos cementerios submarinos de material radiactivo, y, al igual que estos, fuente también de riesgo permanente.
A la vista de todo lo anterior, dejar que las cosas sigan discurriendo a su albur sería una grave irresponsabilidad. Es deber del regulador adoptar las mínimas precauciones para que la vertiente privada del Registro no desvirtúe su finalidad pública, para que la legitimación que le da servir a un interés general no pueda ser aprovechado por intereses particulares, por muy honorables que estos sean (¿alguien sabe que el presupuesto anual del Colegio de Registradores gira en torno a los sesenta millones de euros?) y para que la información que se suministra al Registro quede limitada estrictamente a lo publicable (si el protocolo notarial es más amplio es porque institucionalmete es secreto) con la finalidad de no crear riesgos inútiles. De lo contrario, la lógica del sistema se impondrá, porque ¿hay alguien tan tonto (o tan sabio) que disponiendo de la piedra filosofal se resista a usarla?

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