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ENSXXI Nº 9
SEPTIEMBRE - OCTUBRE 2006

JOSÉ ÁNGL MARTÍNEZ SANCHIZ
Notario

Confieso que he dudado bastante a la hora de intitular este artículo; finalmente el adjetivo "secular" sirve para expresar la vigencia del matrimonio en la historia y su importancia al margen de consideraciones religiosas; sirve, en suma, para poner de manifiesto la necesidad de abordar el matrimonio corno institución jurídica en la que se concitan los intereses personales y el interés público, que suele ser el  gran olvidado en muchos de los planteamientos al uso.
La identificación del matrimonio con el propiamente religioso ha traído consigo que el mismo haya devenido objeto de una creencia a favor o en contra, tan religiosa la una como la otra; y en el recinto de creencias no siempre recibe buena acogida el razonamiento jurídico, cuya necesidad pretendo reivindicar.

Ahora bien, el razonamiento debe versar sobre la realidad,  historia, y contar con ella si no se quiere acabar en "el cielo de los conceptos jurídicos", del que se burlara Ihering.
Y hay que convenir que el matrimonio posee por si mismo un contenido ético, que cuando no penetra, por lo menos toca de manera tangencial la religión.
En este sentido, destaca Biondo Biondi en su " Diritto Romano Cristiano" que: "el matrimonio es ciertamente el instituto mayormente impregnado de elementos éticos-religiosos, también en época pagana". Es bien célebre la definición de Modestino (D. 23.2.1), a cuyo tenor opera "divini et humani comunicatio", sobre lo que insistiría Gordiano (C.9.34) para quien la esposa devenía "socia rei humanae"; y su influencia alcanzaría al mismo Diocleciano, perseguidor de los cristianos, que en un edicto de 295 invoca la "aeterna religio"  y la "pietas".

"En una época antigua el matrimonio aseguraba el culto doméstico por medio de los descendientes y suponía la incorporación de la esposa a una nueva religión, que se simbolizaba en el rito nupcial propiamente dicho"

Estos pasajes aluden a una época antigua en la que el matrimonio cumple la función de asegurar el culto doméstico por medio de los descendientes y supone la incorporación de la esposa a una nueva religión, que se simbolizaba en el rito nupcial propiamente dicho: la esposa permanecía en el umbral de la casa marital sin tocar la puerta, luego guiada hasta el altar doméstico, era rociada con el agua lustral y se le permitía tocar el fuego sacro. De esta suerte, se la recibía por la comunión del agua y el fuego. La mujer romana pasaba así, a diferencia de las áticas, a cooperar con el marido en las funciones sacerdotales.
El cristianismo enlaza con esta concepción matrimonial para afirmar su condición de "res sacra", “sacramentum mágnurn", según San Pablo en su epístola a los efesios. Por ello, ha  podido escribir  Martínez Sarrión que al matrimonio romano para ser cristiano solo le faltó conocer a Cristo.
Sin contradecir  estos aspectos concomitantes, tiene razón Schulz cuando enuncia como característica más sobresaliente del matrimonio en Roma, no la vertiente religiosa, que decayó a partir del siglo IV antes de Cristo, sino la "humanitas”, palabra que es una creación autónoma de los romanos, especialmente perceptible en el matrimonio, pues esté o no “in manu", la mujer, de hecho, es igual al marido. Se llama domina. La "humanitas"  esta igualmente en la base de la comunidad de bienes que en la practica poseían los esposos.
Entre los primeros cristianos no existió una doctrina unitaria, sino por el contrario distinta según las diferentes iglesias.  En realidad se respeta la legislación pagana: “aliae sunt leges Caesarum, aliae Christi", en la  conocida formulación de San Jerónimo. Pero ello no es óbice para que, a través de los emperadores cristianos, se vaya produciendo una transfusión de principios, que ciertamente no es completa, aunque en opinión de Biondi, resulta imponente: basta examinar la Novela 22 del año 536, para Bonfante un verdadero código matrimonial cristiano.
Justiniano calificará el matrimonio de "nexum divinurn" y el “favor matrimonii" cobrará una nueva dimensión, ausente consideración demográfica o política al estilo de las leyes de Augusto para centrarse en la evitación del pecado, “ui peccatum evitetur”.
La verdad -escribía George Duby en " El caballero, la mujer y el cura"- es que los padres de la Iglesia se dejaron arrastrar por una fuerte corriente que tenía lugar en las ciudades de Oriente y que llevaba a los intelectuales a representarse el universo como el campo de batalla entre el espíritu y la materia y a pensar que  todo lo carnal estaba bajo el principio del mal. De estas actitudes fueron herederos los padres de la Iglesia Latina; para San Jerónimo (Adversus Jovinianum) todas las nupcias son malditas, nada justifica el matrimonio sino para repoblar el cielo de vírgenes. "Finalmente -concluye el eminente historiador, recientemente desaparecido- la pareja ideal es por supuesto aquella que, por decisión común, se  fuerza a la castidad total. En los primeros siglos, los dirigentes de la Iglesia Latina se apartaron, casi todos, del matrimonio como algo repugnante. Lo apartaron tan lejos como era posible de lo sagrado”.
Claro es que hay que situar estos planteamientos en su contexto. Los padres de la Iglesia se enfrentaban a herejías a veces les afectaban y que ofrecían una perspectiva de matrimonio todavía más negativa; así en el evangelio de Pedro se critica al matrimonio al punto de demandar de las mujeres que abandonen a sus maridos, por no hablar de la secta de los "encratitas", fundada por Taciano el Sirio, que rechazaban el matrimonio como adulterio.
Las opiniones de los padres de la Iglesia resultan más moderadas. Ciertamente, insisten en comparar el matrimonio con la virginidad y salvo San Clemente (Stromata) siempre desfavorablemente. Pero su docitrina también contiene aspectos positivos, sobre todo a la hora de patrocinar la igualdad entre los cónyuges: Tertuliano, por ejemplo, en “ad uxorem”, “son dos en una misma carne y donde la carnes es una, el espíritu es uno” (“ubi et una caro, unus spiritus”).

"Entre los primeros cristianos no existió una doctrina unitaria, sino por el contrario distinta según las diferentes iglesias.  En realidad se respeta la legislación pagana: 'aliae sunt leges Caesarum, aliae Christi', en la  conocida formulación de San Jerónimo"

Naturalmente, especial trascendencia tendrá el parecer de San Agustín. En “de bono coniugali” abunda en la igualdad de los dos esposos, que caminan juntos. Pero, aunque a su juicio el matrimonio constituye un bien, su bondad radica en la que sumió al hombre en el pecado original.
Ni que decir tiene que está inteligencia de la institución explica el giro que sufre en su aplicación el “favor matrimonii”. Pero también toda una serie de determinaciones que tienden a fomentar la igualdad entre los esposos en aras de la “aequalitas cristiana”.
Por seguir con la influencia de la Iglesia cabe concluir que esta se manifiesta de modo especial en combatir la poligamia y procurar la transformación de la “affectio maritalis” en un consentimiento inicial.
De ahí que se enfrente el concubinato pagano, en la medida en que resultaba viable entre personas previamente casadas.
En cambio acepta el concubinato de solteros, monógamo,  estable y entre personas que, si quisieran, podrían casarse. En este sentido se pronunció un concilio de Toledo, literalmente recogido en el Decreto de Graciano (C. 4 D. 34), que concede la comunión a quien no teniendo mujer tiene concubina ("qui non habet uxorem et pro concubinam habeat, a cornmunione non reppelletur”). En Occidente el concubinato perdura hasta el siglo XI ó XII y la dualidad se refleja en la Glosa (ad L. 24 D.23, 2).
La indisolubilidad del matrimonio formaba parte del mensaje cristiano. Existían diferencias entre los autores y también en los primeros concilios acerca de si debía exceptuarse en caso de adulterio corno recogía el evangelio de San Mateo. La legislación imperial favorecería la subsistencia del matrimonio por el expediente de penalizar el divorcio pero sin suprimirlo. En cualquier caso, esto trae como consecuencia que la “affectio”, cuya desaparición reportaba la del matrimonio mismo, se acabe transformando en un consentimiento inicial, vinculante para los esposos.
No era problema menor que ese consentimiento inicial se recabase sólo de los contrayentes, sin que fuera, por lo tanto, imprescindible el consentimiento paterno, lo que situaba a la Iglesia en pugna latente con las leyes y costumbres civles, fácilmente sorteables a través de matrimonios clandestinos, para colmo difícilmente separables del concubinato, como no fuera por medio de presunciones.
La iglesia trataría de atajar estos matrimonios clandestinos, y la vía no fue otra que el matrimonio "in facie ecclesiae”. Bien es cierto que este procedimiento se introduce con lentitud: habíase recomendado por Ignacio de Antioquia, pero no se vulgarizaría hasta bastante más tarde; el primero del que se tiene noticia escrita se sucedió una iglesia de Roma en tiempos del Papa Dámaso (366-384) según relata el Ppseudoambronsio.
Edward Schilllebeeckx en un libro valioso, "El matrimonio. Realidad terrena y misterio de salvación" -del que he tomado la cita anterior- explica de qué manera la forma eclesiástica se expande a partir del siglo VIII, gracias a  San Bonifacio que en un Sínodo de la Iglesia bávara reclama un examen prematrimonial, después adoptado por una capitular de Carlomagno en el año 802 para todo el imperio. Hay que tener en cuenta que en aquellos tiempos muchas personas se encontraban imposibilitadas de recibir la bendición nupcial, por el hecho de haber vivido con antelación una relación concubinaria.
En el falso "Pseudoisidoro" se acaba por establecer con carácter obligatorio la forma religiosa, tras la dote y el correspondiente consentimiento de los padres, lo que mueve a pensar en una concesión a la presión social, a costa de apartarse de la genuina tradición.
Sea como fuere, todas estas decretales, que se considerarían auténticas hasta el siglo XV, se refundieron en el Decreto de Graciano, de manera que, aunque no se declara obligatoria la bendición nupcial, su ausencia no afecta a la validez del contrato matrimonial.  
El caso es que, al margen de los procedimientos empleados, la Iglesia se hace con la jurisdicción sobre las causas matrimoniales a partir de los siglos IX y X, en parte por  dejación de la autoridad temporal bastante desprestigiada; y en parte gracias al sistema feudal en el que se integraban los obispos: no esta claro, nos dice el señalado teólogo, si los mismos actuaban en calidad de eclesiásticos o de señores civiles.
De todos modos, lo que parece evidente es que la Iglesia había ya había asumido esa jurisdicción con anterioridad al siglo XII, es decir antes de que el matrimonio adquiriera la dignidad sacramental, argumentada por Hugo de San Víctor y ratificada por Santo Tomás. Hasta entonces la palabra sacramento, como la utilizaba San Agustín, equivalía a un signo que simbolizaba la unión de Cristo y la Iglesia. En adelante adoptará un nuevo significado como causa de la obtención de la gracia, lo que implica atribuirle un poder salvador.
Pese a lo expuesto el viejo asunto del consentimiento paterno aleteaba todavía. Martínez Marina lo ponderaba muy positivamente en su “Ensayo histórico-crítico” por referencia al antiguo derecho castellano: “A la ley de la naturaleza que inclina eficazmente a los hombres a multiplicarse y a los padres a cuidar de la crianza y educación de los hijos, añadieron a la del interés, agente más poderoso que todas las leyes.”
En un libro delicioso, “Amor, matrimonio y familia”, Isabel Morant y Mónica Bolufer narran los intentos del rey de Francia, por medio de los prelados franceses, para que en Trento la Iglesia considerase inválidos los matrimonios verificados sin el consentimiento de los padres. Ante su fracaso, los obispos franceses se retiraron del Concilio que se contentó  con establecer la forma religiosa como la única válida.

"Los padres de la Iglesia se dejaron arrastrar por una fuerte corriente que tenía lugar en las ciudades de Oriente y que llevaba a los intelectuales a representarse el universo como el campo de batalla entre el espíritu y la materia y a pensar que  todo lo carnal estaba bajo el principio del mal"

En respuesta la legislación francesa, además de otras medidas de orden civil, introdujo el delito de rapto en el que incurrían los jóvenes que escapaban para contraer matrimonio clandestinamente. Tampoco debió complacer a Felipe II en su condición de señor natural, pero acató por completo el concilio, sin otra excepción que la establecida respecto de la hija del rey que en adelante requeriría el permiso paterno.
El concilio de Trento optó por la imposición de la forma eclesiástica, entre otras razones, para erradicar los matrimonios clandestinos, que brindaban ocasión para distraer la licencia de los padres en una política de hechos consumados. El matrimonio religioso les daba, al menos, la oportunidad de enterarse y de presionar a los contrayentes para que no se casaran.
Esto no obstante, generalmente las nupcias seguían contando con la anuencia de los padres. De hecho la elección del cónyuge respondía a factores objetivos, lo que no quiere decir, según Schillebeeckx que el amor fuera completamente excluido, “todavía en el siglo XVI se podía escribir: “Te amo porque eres mi mujer”, el hombre moderno se expresaría en otros términos: “Sé mi mujer, porque te amo”. Esto no quita, concluye el teólogo, que el amor sea más potente que las teorías y de ahí que en la práctica y en la experiencia del matrimonio haya sido siempre conocido. El problema en el mundo canónico estribaba en que el instituto sólo se contemplaba a la luz de su estructura jurídica, cuyo conocimiento resultaba indispensable para una conveniente administración de las causas matrimoniales.
Sthephane Coontz en su “Historia del matrimonio” constata que “la idea radical de casarse por amor”, inherente al modelo occidental del matrimonio, es cosa reciente, nace con la Ilustración, apenas doscientos años atrás. En lo sucesivo el matrimonio pasa a  sustentarse en vínculos subjetivos y, por lo tanto, pierde su antigua estabilidad, en la medida en que las parejas dejan de compartir tareas para compartir sentimientos. Durante cientos de años en la palabra “house” (casa) hubo una carga emocional mayor que “home”. La “casa” implicaba el linaje y los referentes asociados eran antigüedad, honor y dignidad. El “hogar” evocaba intimidad, confianza y afecto. La responsabilidad respecto de la casa era diferente y a menudo mayor que la correspondiente para con los cónyuges y los hijos. Sin embargo, en el discurrir del siglo XIX las personas transfirieron sus lealtades al “hogar”.
El matrimonio ha sufrido a consecuencia de todo ello una pérdida de peso institucional. La citada autora recuerda a este respecto una frase de Mae Wes en 1930, “el matrimonio es una gran institución, pero yo no estoy preparada para vivir en una institución”. Las personas hoy, asevera, quieren vivir una relación y no una institución. Y ciertamente al paso que se transformaba el matrimonio también ha perdido presencia frente a otras alternativas como las uniones extramatrimoniales.
Empero la escritora norteamericana resalta que “las personas casadas en los países occidentales … son hoy más felices y saludables y están mejor protegidas contra los reveses económicos y la depresión psicológica que quienes han optado por cualquier otra manera de vivir”.
En su opinión, más allá de los llamados “efectos de la selección”, de la tendencia a casarse con alguien de por sí saludable, más allá, el matrimonio “continúa siendo la más elevada expresión del compromiso que existe en nuestra cultura y es indisociable de una serie de exigentes expectaciones sobre la responsabilidad, la fidelidad y la intimidad. Las parejas casadas quizá ya no tengan un claro conjunto de reglas sobre lo que le corresponde hacer a cada uno en el matrimonio, pero tienen un claro conjunto de reglas sobre lo que no deben hacer, y la sociedad también cuenta con un claro conjunto de reglas sobre como deben relacionarse las personas ajenas con cada uno de los miembros de un matrimonio. Estas expectativas y estos códigos de conducta ampliamente aceptados promueven un nivel de predicción y de seguridad que nos facilitan la vida cotidiana”.
Y así de la mano de la socióloga pasamos sin solución de continuidad de los intereses subjetivo a otros obviamente objetivos, que en su conjunto ponen de manifiesto el interés público del matrimonio.
No cabe ignorar que el matrimonio, hoy por hoy, genera un estado civil, en cuanto tal indivisible: no es de recibo el parecer de Planiol -refutado por don Federico de Castro- en el sentido de que una persona puede ser tratada como teniendo estados diferentes en sus relaciones con personas diferentes. El estado civil es oponible “erga omnes”, a favor y en contra de la persona casada. Ninguna de estas condiciones concurre en la actualidad en el caso de parejas no casadas. Precisamente por ello, el pleno reconocimiento de los efectos civiles del matrimonio está supeditado a la inscripción en el Registro Civil, artículo 61 del C.c., de manera que el matrimonio no inscrito no perjudicará los derechos adquiridos por terceros de buena fe.
El lugar de celebración del matrimonio representa un punto de conexión a tener presente para la determinación de la ley aplicable a las relaciones patrimoniales de los esposos conforme establecen los artículos 9.2 y 16.3 del C.c.
El artículo 14 del mismo cuerpo legal otorga, gracias al matrimonio, la posibilidad de unificar la vecindad civil de los cónyuges.
Asimismo, el artículo 22 en sede de nacionalidad pasado un año de matrimonio confiere al cónyuge extranjero una opción a favor de la nacionalidad española. Otra forma de unificación y de evitación de conflictos.
La separación y divorcio poseen cauces procesales, que bajo el control judicial, atienden preferentemente a la protección de los hijos.
La determinación de la filiación matrimonial resulta más sencilla por obra de la presunción de paternidad y en general menos conflictiva que la extramatrimonial.
La relación conyugal postula unos deberes, cuya infracción puede aparejar la desheredación. El artículo 143 impone además el deber de alimentos. Es decir, supone que el esposo de que se trate asumirá a su cargo el cuidado de que resulte dependiente. Esto no sucede en la unión extramatrimonial; de hecho conozco algún convenio en el que se previene la separación en caso de discapacidad. Por el contrario, en el ámbito matrimonial, se designa al cónyuge tutor, artículo 234 del C.c.
De igual modo los hijos de un matrimonio anterior reciben protección frente al posterior por medio de la reserva ordinaria.
En la vida cotidiana ambos esposos responden frente a terceros en la esfera de la potestad doméstica de acuerdo con el artículo 1319 del señalado texto legal.
El matrimonio lleva consigo un régimen económico que asegura un tratamiento adecuado de ingresos y gastos. La sociedad de gananciales implica un sistema de responsabilidad por deudas que no necesita en determinados casos la intervención de los dos esposos para comprometer el patrimonio ganancial. Inversamente, si se pacta otro régimen, verbigracia el de separación, se precisa escritura e inscripción, trasparencia y publicidad.
Los reconocimientos de propiedad de bienes, si se producen entre esposos, no perjudican ni a los acreedores ni a los legitimarios, según cuida de precisar el 1324 del C.c.
También puede ser el matrimonio fuente de incompatibilidades diversas, así como para ser testigo en determinados actos.
La certeza sobre su existencia favorece en sede judicial la aplicación de presunciones “hominis” para levantar simulaciones, negocios fiduciarios o deshacer donaciones encubiertas.
En fin, sin ánimo de apurar la materia, piénsese en la ley concursal, artículo 77 (bienes conyugales), artículo 78 (presunción de donaciones), artículo 93 (personas especialmente relacionadas, que incluye, junto con los cónyuges, a los convivientes con análoga relación de afectividad en los dos años anteriores, pero que olvida estos convivientes cuando en el número 3 incorpora a los cónyuges de ascendientes, descendientes o hermanos del concursado).
Todo este cúmulo de circunstancias creo que refrendan el punto de partida en torno al interés público del matrimonio.

"San Agustín abunda en la igualdad de los dos esposos, que caminan juntos. Esta inteligencia de la institución explica el giro que sufre en su aplicación el “favor matrimonii”. Pero también una serie de determinaciones que fomentan la igualdad entre los esposos en aras de la 'aequalitas cristiana'"

Por ello mismo cuesta comprender el simplismo de que hace gala la disposición adicional tercera de la ley 2/2006 de 14 de junio de Derecho Civil de Galicia: “a los efectos de la aplicación de la presente ley se equiparan a los efectos del matrimonio las relaciones maritales mantenidas con intención o vocación de permanencia, con lo cual se extienden, por lo tanto, a los miembros de la pareja los derechos y obligaciones que esta ley reconoce a los cónyuges”. En un segundo párrafo agrega: “Tendrán la consideración de relación marita análoga al matrimonio la formada por dos personas que lleven conviviendo al menos un año, pudiéndose acreditar tal circunstancia por medio de la inscripción en el Registro, manifestación expresa mediante acta de notoriedad o cualquier otro medio admisible en derecho. En caso de tener hijos en común será suficiente acreditar la convivencia.”
Esta disposición de penosa redacción esta llamada a provocar una fuerte inseguridad.
Para empezar las uniones en cuestión están insuficientemente caracterizadas, de atenerse a la letra gozarán de protección las incestuosas y también las existentes entre personas casadas. La única que se excluya la formada por más de dos personas.
Aparte no faltan problemas probatorios, ni alguna contradicción acerca de los requisitos: ¿Qué quiere decir manifestación en acta de notoriedad? ¿Qué basta la manifestación? Pero entonces sobraría la notoriedad. ¿No será que se quiere limitar el acta de notoriedad a tan sólo aquellos casos en los que concurra esa manifestación?. Por otra parte, ¿manifestación de los dos en todo caso?. No parece ¿Por qué en caso contrario que ocurre de cara a los derechos de viudedad?. O sea, manifestación no contradicha. Pero lo peor estriba en la delimitación de su alcance: la ley regula entre otras cosas los derechos sucesorios y la sociedad de gananciales. La extensión respecto de los primeros se juzgue o no acertada, no ofrece duda, si acaso el juego de la desheredación por incumplimiento de unos deberes conyugales que no se tienen. Por otra parte la homologación con el cónyuge viudo tiene un precedente en la ley balear respecto de las parejas administrativamente registradas. El asunto se complica con la sociedad de gananciales que no deja de integrar una novedad, aunque por más que se quiera, la unión no causa un genuino estado civil, por lo que parece que se trataría de una comunidad puramente interna, acaso utilizable por los acreedores.
Cabe vaticinar que la aplicación de esta norma distará de ser pacífica. En el fondo uno se pregunta si no estaremos de facto ante un autentico matrimonio foral, constituido por el “usus” o la “consuetudine” como se decía del regulado en la legislación justinianea. Desde esta perspectiva cobra un cierto sentido lógico la equiparación, es decir. Hasta donde puede llegar un legislador foral sin sobrepasar su competencia que no alcanza a la forma matrimonial.

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