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Por: ARTURO MUÑOZ ARANGUREN
Doctor en Derecho. Socio de Ramón C. Pelayo Abogados

 

Una reflexión al hilo de la sentencia del Tribunal Supremo, Sala de lo Civil, nº 98/2018, de 26 de febrero

Tras varios años dedicados al estudio del abuso del proceso, quiso el destino que, al poco de dar a la imprenta el resultado definitivo de esa investigación (1), se dictara la sentencia del Tribunal Supremo, Sala de lo Civil, nº 98/2018, de 26 de febrero, sobre el principio de reserva estatutaria en relación a la retribución de los consejeros ejecutivos en las sociedades mercantiles no cotizadas. Pero no fue la lectura de la indicada resolución, sino la coda de un espléndido comentario de la misma a cargo del profesor PAZ-ARES (2), lo que me puso sobre la pista. Como se explica en ese trabajo -y luego he podido comprobar personalmente- la sociedad que impugnó judicialmente la calificación negativa del registrador -y que litigó el caso hasta el mismo Tribunal Supremo- es una entidad mercantil constituida en 2002, aparentemente inactiva, y que solo depositó sus cuentas anuales una vez (en 2003, nada menos, sin que en los quince años posteriores conste registralmente operación societaria alguna, hasta el punto de que su hoja registral se encuentra cerrada desde hace años). 

Que una sociedad en estas circunstancias se tome la molestia de cuestionar judicialmente la negativa del registrador a inscribir una modificación estatutaria cualquiera, con los gastos que ello comporta, es ciertamente infrecuente. Pero que, además, la modificación tenga por objeto regular el hipotético régimen retributivo del consejero delegado de la entidad, cuando desde su constitución se encuentra gobernada por un administrador único, y no por un consejo de administración, es todavía más insólito. 
Para colmo de coincidencias, el registrador mercantil que denegó la inscripción es, desde hace años, el más conocido y conspicuo defensor, en el seno de la doctrina española, de la necesidad de que la retribución de los consejeros ejecutivos -en las sociedades no cotizadas- quede sujeta al régimen general de retribución de administradores y, específicamente, a las reglas de reserva estatutaria y competencia de la junta, aun tras la reforma de la Ley de Sociedades de Capital operada por la Ley 31/2014.

“El carácter netamente adversarial de nuestro proceso civil impide al juzgador, de oficio, realizar indagaciones sobre el interés legítimo de las partes en sostener sus respectivas posiciones procesales”

Adicionalmente, resulta que la doctrina de la Dirección General de los Registros y del Notariado era favorable a la postura de la sociedad demandante (vid. RDGRyN de 30 de julio de 2015), de forma que, recurriendo ante el Centro Directivo, esta habría podido lograr la revocación de la calificación del registrador de forma mucho más rápida y barata que acudiendo a los tribunales de justicia (es cierto que esa resolución se publicó en el BOE poco días después de presentarse la demanda, pero la actora podía haber desistido de la demanda en el mismo momento de tener conocimiento de su contenido, para presentar otra vez la escritura en el registro para su inscripción y recurrir ante la DGRyN una eventual nueva calificación negativa).
Pero las perplejidades no acaban aquí. El propio texto del precepto estatutario -cuya inscripción fue denegada- parece escrito con tiralíneas (3), justamente más orientado a promover un debate doctrinal sobre el alcance de la citada modificación legal que a regular, en la práctica, el funcionamiento interno de una sociedad de responsabilidad limitada con un capital social de apenas tres mil euros. Cándido PAZ-ARES da cuenta de otro aspecto enigmático del proceso que no he podido corroborar. Al parecer, el despacho de abogados para el que trabaja la letrada que defendió ante el Tribunal Supremo a la indicada sociedad, a pesar de la desestimación de la pretensión de su cliente, se congratulaba en su web corporativa de la doctrina fijada por la STS nº 98/2018, en la medida en que coincidía con la “postura que siempre ha venido defendiendo este bufete”; nota informativa que no he podido localizar para escribir estas líneas, no sé si por mi impericia o por haber sido retirada.
Otros datos secundarios que rodean este caso también son singulares, como el hecho de que la elevación a público del acuerdo de modificación de estatutos se realizara en una notaría de Marbella, muy lejos del domicilio social de la entidad (sito en San Cugat del Vallés, Barcelona) y que, a tenor de los antecedentes que se recogen en la STS nº 98/2018, el registrador mercantil apreciara en su calificación negativa tres defectos, de los que solo uno -el referente precisamente al “principio de reserva estatutaria”- fuera objeto de impugnación judicial.
Vaya por delante que no pretendo aquí cuestionar la actuación de los contendientes en el proceso aludido, ni de sus respectivos abogados. No me parece oportuno hacer juicios de valor -y menos aún deontológicos- cuando carezco de todos los datos sobre lo ocurrido y sin haber escuchado antes la versión de los interesados. Desconozco si la sociedad demandante tenía o no un verdadero interés serio y legítimo en la tutela judicial impetrada, aunque -convendrá el lector- algunos de los datos expuestos son objetivamente llamativos.

“La aplicación del principio iura novit curia y de la regla da mihi factum, dabo tibi ius mitiga las posibilidades de un error judicial decisorio, pero no lo elimina por completo”

Dejando al margen la cuestión de fondo discutida por las partes -la necesidad o no de que en los estatutos sociales de las sociedades de capital no cotizadas conste la retribución de los consejeros ejecutivos-, me interesa partir de esos hechos para elaborar algunos escenarios hipotéticos y observar si encajan en el concepto de abuso del proceso.
Tradicionalmente, la doctrina señalaba que el límite del derecho a litigar y el del abuso o uso injustificado del mismo se encontraba en la existencia de, al menos, algún indicio que hiciera sostenible la postura procesal del justiciable, ya fuera demandante o demandado. De forma tal que debería considerarse abusivo el planteamiento de pretensiones sin el más mínimo fundamento o, por utilizar la locución latina frecuentemente empleada en este contexto, sin iusta causa litigandi.
Ahora bien, es posible que, aun existiendo un acuerdo colusorio entre las partes demandante y demandada para obtener una resolución judicial en determinado sentido, la pretensión de ambas sea fáctica o jurídicamente razonable. Por tanto, al menos formalmente no podría esgrimirse que la posición de uno de los litigantes adolecía de un fundamento serio o razonable, lo que evidencia la insuficiencia del anterior criterio delimitador. Quizá por ello sea más acertado precisar que lo que verdaderamente caracteriza al ejercicio abusivo del derecho a la tutela judicial es el uso del proceso de forma contraria a -o al margen de- su finalidad institucional (en el caso del proceso civil, la resolución de controversias genuinas de derecho privado).
En estos casos -que han sido analizados fundamentalmente por la jurisprudencia penal, por ser constitutivos en algunas ocasiones del delito de estafa procesal- los interesados se confabulan para obtener una sentencia en un determinado sentido o de un contenido concreto, con el fin de obtener a través de ella efectos jurídicos ilícitos (derivados de la fuerza de cosa juzgada material de que puede gozar la sentencia), que generalmente no conseguirían extrajudicialmente. CARNELUTTI acuñó el término “proceso aparente” para referirse a esta tipología de abuso del proceso, en los que en realidad no existe litigio, que se finge entre las partes, con un fin diverso del que aparentemente persigue (4).
La solución pasa por reconstruir, en el ámbito del proceso, con las modulaciones oportunas, la figura del abuso del derecho. El uso de una potestad -el derecho a litigar-, consideradas todas las circunstancias concurrentes en el caso concreto, colisiona con los principios que sustentan el reconocimiento, en este caso, de rango constitucional, del derecho a la tutela judicial, lo que se produce cuando se utiliza el proceso con la intención de perjudicar a un tercero o sin un fin legítimo. Una regla -el derecho a ejercitar acciones judiciales cuando su titular lo entiende conveniente- que se presenta como válida en abstracto, se torna inválida en la práctica al colisionar con un principio configurador que le sirve de sustento. Se aprecia así, como indicaron hace ya algunos años ATIENZA y RUIZ MANERO, que la figura del abuso del derecho no es sino un mecanismo autocorrector del ordenamiento jurídico.
Asumiendo este punto de vista, se estaría abusando del proceso civil -y, por tanto, contrariando el ordenamiento jurídico- si dos partes se concertaran para simular ante el órgano judicial la existencia de una controversia (que en realidad no existe), a fin de obtener una resolución judicial que sancionara la corrección de determinada postura doctrinal.
Tampoco escaparía de esta definición otra hipótesis: que las dos partes litigantes discreparan genuinamente sobre la cuestión jurídica discutida en el pleito, pero que tal disputa fuera meramente “académica” y no respondiera a un conflicto real que hiciera necesaria la intervención de los tribunales. Es precisamente el caso de los llamados por la doctrina alemana “Scheinprozesse”, en los que el propósito del demandante no es resolver una disputa realmente existente, sino obtener una opinión jurídica por parte del juez sobre determinada cuestión. En Alemania, los tribunales rechazan este tipo de pretensiones, razonando que el actor carece de interés legítimo para obtener la protección jurisdiccional interesada. La Sentencia del Tribunal Supremo español nº 1206\1993, de 14 de diciembre, proclamó, en esa misma línea, que “los órganos de la jurisdicción, lo mismo que no resuelven sobre cuestiones académicas o disputas doctrinales tampoco están instituidos para imponer condenas simbólicas sin otra eficacia real que la de dar respuesta a sentimientos que por muy legítimos que sean, escapan de la órbita de lo jurídico, razón última que impide utilizar a los tribunales, en su apoyo”.
Pero, es más, aunque la parte verdaderamente interesada en obtener una sentencia con un determinado contenido otorgue libertad absoluta a la parte sedicentemente contraria -y a su abogado- para que defiendan -como mejor sepan y puedan- determinada postura ante los tribunales, ello no obstaría a la existencia de un proceso simulado, de un sucedáneo litigioso difícilmente compatible con el sistema adversarial y el principio de contradicción al que aquél está inevitablemente unido.
Porque, como se ha señalado por uno de los más ilustres epígonos del análisis económico del Derecho (5), una de las virtudes esenciales del sistema adversarial -por contraposición al de tipo inquisitivo- es, precisamente, que incentiva a los contendientes y, específicamente, a sus abogados, a extremar su celo profesional a fin de resultar victoriosos en el proceso judicial. Según esta perspectiva economicista -ciertamente discutible (6)-, la preferencia por el sistema adversarial vendría dada por la mayor eficacia del “libre mercado de las ideas” en proveer de pruebas y argumentos al tribunal (introducidos en el proceso a través de las partes), frente a la teóricamente menos eficiente labor de un funcionario público -el juez- en el desempeño, ex officio, de esa misma labor.
Pero esta ventaja del sistema adversarial solo será tal si, efectivamente, existen dos antagonistas reales, con verdadero interés en que la disputa se resuelva a su favor.
La sugestiva relación entre el juego y el proceso ha sido analizada por ilustres juristas (desde Piero CALAMANDREI a Jorge CARRERAS, pasando por Roscoe POUND), pero creo que, como en tantas ocasiones, quien más agudamente lo ha planteado es Rafael SÁNCHEZ FERLOSIO (7). 
Después de dejar constancia de que no hay una discontinuidad histórica entre los hábitos agónicos y los judiciales, sostiene FERLOSIO que “ni aun hoy en día, a despecho de dos milenios y medio de elaboración y de teorización del derecho procesal, hallamos nada sustancial por lo que tal origen pueda extrañarnos como exótico: por mucho que haya aparecido el juez, como árbitro profesional y experto en las reglas vigentes en cada tiempo y en cada país entre las partes […] el juicio sigue teniendo los mismos rasgos agónicos de contienda verbal, tal como expresa la designación de ‘juicio contradictorio’, donde no solo sigue habiendo, con la misma discontinuidad polar de oposición, un ganador y un perdedor, sino que tampoco hay otras palabras para el resultado del juicio distintas de las que se usan para la competición deportiva y la batalla: ‘ganar y perder’ […]”

“Sería deseable que cuando, más pronto que tarde, este asunto vuelva a ser analizado por la Sala de lo Civil, lo sea en el seno de una contienda verdadera, en la que ambas partes estén en disposición de ofrecer al tribunal todos los argumentos en pro y contra de las dos posturas en liza”

Vuelvo a la sentencia del TS nº 98/2018. La previsible -y razonable- aceptación de su criterio por parte de los distintos operadores jurídicos (sociedades mercantiles, notarios, registradores, abogados, etc.) sirve para darse cuenta de que, cuando procesos en apariencia poco o nada contradictorios llegan al Tribunal Supremo, el perjuicio (o externalidad negativa, por decirlo con el léxico económico) puede afectar a toda la comunidad y no solo a determinados terceros (en este caso concreto, en forma de costes de modificación de los estatutos sociales, reuniones para la adopción de acuerdos por parte de los socios o accionistas, de honorarios del Registro Mercantil, contingencias fiscales sobrevenidas, etc.), como consecuencia del valor -cuando menos persuasivo- ultra partes de la jurisprudencia.
Como es sabido, se produce una externalidad positiva cuando la acción de un agente incrementa el bienestar de otras personas, sin que aquél obtenga una recompensa específica por ello. Sería el caso, por ejemplo, del litigante que, a través de su pleito, logra la fijación de una nueva regla jurisprudencial que reduce la inseguridad jurídica, incentivando comportamientos lícitos -y valiosos- para la comunidad. Pero lo contrario (que se fije una regla jurisprudencial exclusivamente beneficiosa para el litigante, pero perjudicial para el resto de la sociedad, cuyos costes sociales no soportará aquél), aunque infrecuente, puede ocurrir también.
Naturalmente, es posible que, aun habiendo sido otra sociedad la impugnante de la calificación negativa del registrador (y con otra defensa letrada), el Tribunal Supremo hubiera resuelto el caso en el mismo sentido. La sentencia en cuestión, como es habitual en la sección mercantil de la Sala Primera del TS -y es característico de su ponente (Rafael Sarazá Jimena)-, analiza el problema jurídico planteado de forma rigurosa y con un amplio despliegue dialéctico. El TS es plenamente consciente de la transcendencia de su decisión y no escatima esfuerzos argumentales para justificar el criterio sentado.
Poco o nada hay que reprochar a la Sala Primera. El carácter netamente adversarial de nuestro proceso civil impide al juzgador, de oficio, realizar indagaciones sobre el interés legítimo de las partes en sostener sus respectivas posiciones procesales, a salvo de los casos en los que la utilización abusiva del proceso sea tan notoria como para justificar la imposición, de oficio, de los remedios contemplados en los artículos 11.2 LOPJ y 247 LEC.
En la medida en que estamos ante una disputa estrictamente jurídica, la aplicación del principio iura novit curia y de la regla da mihi factum, dabo tibi ius mitiga las posibilidades de un error judicial decisorio, pero no lo elimina por completo. Si eso bastara, la exigencia legal para las partes de fundar jurídicamente los escritos rectores del proceso -en todas las instancias- sería ociosa. Las argumentaciones legales de los defensores, sin ser concluyentes, ayudan al juez a resolver de forma jurídicamente correcta las distintas cuestiones, procesales y sustantivas, sometidas a debate, mejorando, ceteris paribus, la calidad de sus decisiones.
Dado que, aunque haya sido dictada en el seno de un recurso de casación por la modalidad de interés casacional, una sola resolución del TS no constituye jurisprudencia en sentido estricto, sería deseable que cuando, más pronto que tarde, este asunto vuelva a ser analizado por la Sala de lo Civil, lo sea en el seno de una contienda verdadera, en la que ambas partes estén en disposición de ofrecer al tribunal todos los argumentos en pro y contra de las dos posturas en liza. Solo así las virtudes del sistema adversarial -que justifican su razón de ser frente al modelo inquisitivo- podrán desplegar con plenitud sus efectos.
Como pedía CARNELUTTI, volvamos al juicio (torniamo al giudizio). Pero, por favor, que sea genuinamente contradictorio.

(1) Me tomo la licencia de remitir al lector interesado a MUÑOZ ARANGUREN, Arturo, La litigación abusiva: delimitación, análisis y remedios, Marcial Pons, Madrid, 2018.

(2) PAZ-ARES RODRÍGUEZ, Cándido, “Perseverare diabolicum: (A propósito de la STS 26-II-2018 y la retribución de los consejeros ejecutivos)”, Indret: Revista para el Análisis del Derecho, n.º 2, 2018, págs. 45-47.

(3) El tenor literal del artículo estatutario era el siguiente: “El cargo de administrador no será retribuido, sin perjuicio de que, de existir consejo, acuerde éste la remuneración que tenga por conveniente a los consejeros ejecutivos por el ejercicio de las funciones ejecutivas que se les encomienden, sin acuerdo de la junta ni necesidad de previsión estatutaria alguna de mayor precisión del concepto o conceptos remuneratorios, todo ello en aplicación de lo que se establece en el artículo 249.2º de la Ley de Sociedades de Capital”. Para Jesús ALFARO ÁGUILA-REAL, “[d]e su redacción se deduce claramente que es un pleito impostado. Ningún asesor sensato habría incluido la expresión ‘sin acuerdo de la junta ni necesidad de previsión estatutaria alguna de mayor precisión del concepto o conceptos remuneratorios’ por innecesaria”, “La retribución de los consejeros ejecutivos y los estatutos sociales”, Almacén de Derecho, http://almacendederecho.org/la-retribucion-los-consejeros-ejecutivos-los-estatutos-sociales/

(4) CARNELUTTI, Francesco, Lezioni di diritto processsuale civile, Cedam, Padova, 1931, n.º 542, Tomo III, pág. 329.

(5) POSNER, Richard A., "An Economic Approach to the Law of Evidence," 51 Stanford Law Review 1477, 1999, pág. 1488.

(6) Cfr. TARUFFO Michele, “Poderes probatorios de las partes y del juez en Europa”, Doxa, Cuadernos de Filosofía del Derecho, 29, 2006, págs. 263-269.

(7) God & Gun, Apuntes de polemología, Destino, Barcelona, 2008, pág. 128.

Palabras clave: Litigación abusiva, Proceso aparente, Abuso del proceso.
Keywords: Abusive litigation, Apparent process, Abuse of process.

Resumen

El presente artículo contiene una breve reflexión sobre las distintas variantes del abuso del proceso y sus potenciales efectos perniciosos ultra partes, al hilo de la sentencia del Tribunal Supremo, Sala de lo Civil, nº 98/2018, de 26 de febrero, sobre el principio de reserva estatutaria en relación a la retribución de los consejeros ejecutivos en las sociedades mercantiles no cotizadas.

Abstract

This article contains a brief reflection on the different varieties of the abuse of process and its potential harmful effects ultra partes, following the ruling by the Supreme Court's Civil Chamber, No. 98/2018, of 26 February, on the principle of statutory reserves regarding the remuneration of executive directors in unlisted trading companies.

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