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ROBERTO L. BLANCO VALDES
Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Santiago de Compostela

REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN

La reforma constitucional: reglas de conducta
Cualquier operación de reforma constitucional se enfrenta en el mundo democrático actual a dos problemas de naturaleza diferente, aunque íntimamente relacionados entre sí: por un parte, el consistente en definir con una razonable precisión los cambios que, en cada caso, deben adoptarse en una norma que tiene la estabilidad por vocación; por la otra, el que se concreta en la necesidad de construir un acuerdo político que permita superar la forma por medio de la cual la citada aspiración a la estabilidad se manifiesta en gran parte de las Constituciones elaboradas a lo largo de la historia y, desde luego, en todas las aprobadas desde finales del siglo XIX: hablo, obviamente, de la rigidez constitucional, es decir, de la previsión de procedimientos especiales para la reforma de la ley fundamental cuyo cumplimiento exige lograr un consenso parlamentario muy superior al necesario para la aprobación de las leyes ordinarias.
De la obvia existencia de los problemas apuntados se deducen, en buena lógica jurídica y política, dos reglas de conducta a las que quienes deciden impulsar una reforma constitucional deberían sujetarse si desean de verdad que aquella se vea coronada por el éxito: la primera consiste en plantear un programa de reformas que explicite con claridad los problemas que con ella quieren resolverse y cuyo contenido sea, en consecuencia, coherente con ese objetivo primordial; la segunda se refiere a la necesidad de trenzar previamente a la apertura del proceso de reformas un acuerdo político de base entre las principales fuerzas del sistema de partidos, que asegure al cambio constitucional el indispensable sostén con el que alcanzar las exigencias derivadas de la rigidez de la ley fundamental.

"La estabilidad propia de las Constituciones se traduce en que sus previsiones vayan en general por detrás de la realidad, que cambia a una velocidad  que en ocasiones ni las propias leyes ordinarias son capaces de seguir, pero que resulta, en todo caso, muy superior a aquella con la que se ponen al día las Constituciones"

Tales reglas de conducta deberían prevenir, por lo tanto, a quienes impulsan la reforma frente a dos errores que son muy peligrosos pero que pueden resultar también muy tentadores. Y es que ni las Constituciones se reforman por el mero prurito de aggiornarlas; ni los cambios en ellas pueden proponerse con el único objetivo, que, aunque no se explicite, puede llegar a aparecer tan claro como el agua: convertir la cuestión de la reforma en un campo de batalla entre los partidos que constituyen los pilares sobre los que reposa políticamente la ley fundamental. Lo primero es evidente: la estabilidad propia de las Constituciones se traduce en que sus previsiones vayan en general por detrás de la realidad, que cambia a una velocidad  que en ocasiones ni las propias leyes ordinarias son capaces de seguir, pero que resulta, en todo caso, muy superior a aquella con la que se ponen al día las Constituciones. Basta, a ese respecto, con dar un repaso general a algunos de los textos que son o han sido en el pasado un referente histórico esencial del constitucionalismo para comprobar que en todos ellos se contienen normas obsoletas, lo que no parece preocupar en exceso a quienes podrían proceder a ponerlas el día mediante la reforma, pues a aquella se recurre, como he dicho, cuando se asienta la convicción de que un problema no puede resolverse sin alterar la letra de la Constitución. No menos evidente es lo segundo, dado que el comportamiento partidista más seguro para que una reforma constitucional acabe embarrancando no es otro que plantearla como una batalla política en la que objetivo no es llegar al acuerdo de reforma, sino denunciar al partido o los partidos que se han negado a suscribirlo. La política de la reforma constitucional no puede nunca plantearse como un ámbito para ganar apoyos electorales frente a las fuerzas cuyo voto sería necesario para que tal reforma se aprobase, porque, de hacerlo de ese modo, la modificación de la ley fundamental acaba por aparecer finalmente como lo que en ese caso sería en realidad: una esfera más de la competición electoral entre partidos, sin duda tan legítima como indispensable en democracia, pero poco adecuada para llegar a los amplísimos acuerdos políticos que necesita la reforma de cualquier Constitución.

"La política de la reforma constitucional no puede nunca plantearse como un ámbito para ganar apoyos electorales frente a las fuerzas cuyo voto sería necesario para que tal reforma se aprobase"

Pero, ¿quieren de verdad reformar nuestra Constitución sus proclamados partidarios?
No es necesario profundizar mucho en la comparación entre la España de 1978 y la de hoy para llegar a la evidente conclusión de que la Constitución que se elaboró hace casi cuatro décadas respondía a una realidad política, económica, social y cultural, tanto nacional como internacional, que ha experimentado mudanzas de una relevancia verdaderamente extraordinaria. Por eso si la pregunta sobre la conveniencia o no de reformar nuestra ley hubiera que contestarla desde la óptica exclusiva de su necesaria puesta al día, la cosa no ofrecería muchas dudas: tras dos reformas de escasa relevancia interna –aunque de importancia política indudable– la Constitución vigente en nuestro actual Estado democrático, federal, moderno y europeo es la misma que se aprobó para hacer frente a los desafíos de un país que acababa de salir de un larga dictadura, que estaba fuertemente centralizado, en el que elementos de indudable modernidad convivían con otros de una estremecedora antigüedad y que se había quedado fuera por completo del proceso de unificación europea nacido de la firma del Tratado de Roma que en 1957 alumbró la CEE. En consecuencia sí, sin duda alguna: nuestra Constitución contiene muchas previsiones que no se corresponden ya con la realidad de un país que ha cambiado a una velocidad y con una intensidad que, para decir toda la verdad, suele ser en general más admirada fuera de nuestras fronteras que por los propios españoles.
Pero, ¿es esa la cuestión? Es decir, ¿debemos meternos en el complejísimo proceso político y jurídico que una profunda modificación constitucional supone siempre sólo por que muchos han llegado, en un ambiente de confusión casi esperpéntico, a la errada conclusión de que ponerla al día debe ser el objetivo primordial a perseguir con la reforma? ¿Debemos aceptar esa sandez, nacida en un pavoroso desconocimiento de la historia, de que nuestra Constitución no es, en el fondo, verdaderamente democrática porque un parte de la población española –la que no pudo participar en el referéndum celebrado en 1978 para su ratificación– no ha tenido la oportunidad de aceptarla o rechazarla con su voto? El inteligente lector deducirá sin duda mi respuesta a esas preguntas de la propia forma en que he procedido a plantearlas y, por tanto, no insistiré más en la cuestión.

"Nuestra Constitución contiene muchas previsiones que no se corresponden ya con la realidad de un país que ha cambiado a una velocidad y con una intensidad que, para decir toda la verdad, suele ser en general más admirada fuera de nuestras fronteras que por los propios españoles"

No cabe deducir de esa respuesta, sin embargo, que quien firma estas reflexiones esté en contra de la reforma de nuestra ley fundamental. De ningún modo. En numerosos foros y en publicaciones muy diversas he insistido en que esa reforma sería altamente recomendable para tratar de resolver el único problema al que en el momento presente no podemos enfrentarnos en España sin un cambio de la Constitución ahora vigente: el que, para entendernos, solemos caracterizar como el de la organización territorial. Ocurre, sin embargo, y pueden creerme que insistir en ello no me produce especial satisfacción, que aceptada incluso la necesidad de esa reforma, surge de inmediato una dificultad que muchos sedicentes partidarios de la reforma se empeñan con admirable tesón en soslayar. Para decirlo claro y pronto: que en España no tenemos un problema territorial sino dos en realidad, lo que no constituiría una notable dificultad para su posible solución si no fuera por el hecho puñetero de que la del uno y la del otro exigen adoptar medidas no sólo diferentes sino con toda claridad contradictorias. Permítanme explicarlo con la concisión que exige el escaso espacio material de que dispongo para ello.
Nuestro primer problema territorial es el derivado de las deficiencias de funcionamiento del Estado autonómico español que, ni tantas ni tan graves como es ya moda denunciar, nacen, de un lado, de la falta de claridad del diseño constitucional en esa esfera y, del otro, de una práctica política e institucional poco coherente con la de un Estado tan profundamente descentralizado como el nuestro, Estado que en un libro de hace un lustro (Los rostros del federalismo, Madrid, Alianza Editorial, 2012) incluí, creo que con razones de gran peso, entre los de tipo federal. Desde este primer punto de vista, nuestra Constitución debería ser reformada, entre otras cosas, para tratar de mejorar el vigente modelo de distribución competencial (mediante un sistema de lista única que sin duda lo aclararía y evitaría al Tribunal Constitucional una hiperactividad que para nada contribuye a la normal realización de sus funciones) y para cerrarlo de una vez, suprimiendo esa disparatada previsión de nuestro texto constitucional (art. 150.2) que, con una redacción verdaderamente inenarrable, permite atribuir a las Comunidades Autónomas competencias del Estado “que por su propia naturaleza sean susceptible de transferencia o delegación”. Sería muy conveniente además, dejar constancia constitucional del sistema de financiación autonómica e introducir medidas para mejorar en lo posible la colaboración política y la coordinación institucional entre el Estado y sus Comunidades y también entre estas últimas. Por último, y sin querer cerrar con ello el círculo de este primer grupo de reformas, sería también altamente recomendable dejar constancia de que el castellano deberá ser en todas las Comunidades con lengua vernácula, también, aunque no únicamente, la lengua vehicular de la enseñanza, tal y como lo hizo un su día la Constitución republicana de 1931 (art. 50).
Ocurre, sin embargo, que junto a este problema territorial, tenemos otro del que, con buenas razones, se habla mucho más: el planteado por las tan voraces como interminables exigencias de los nacionalismos y, ahora, especialmente por las  del nacionalismo catalán, a las que también he dedicado un libro muy reciente (El laberinto territorial español, Madrid, Alianza Editorial, 2014). Nada diré ahora de estas últimas, salvo que, aun en el caso de que quienes hoy las plantean, en unos términos absolutamente inadmisibles en un Estado de derecho, se aviniesen a tratar de colmar sus reivindicaciones modificando la Constitución y no violándola del modo más flagrante que cabe imaginar –lo que parece en la actualidad a todas luces muy dudoso–, las medidas a adoptar para hacer frente eventualmente a las reivindicaciones de los nacionalistas irían, como han ido siempre de hecho en el pasado, en una dirección que sería justamente la contraria de la que antes se indicaba para buscar solución al primer grupo de problemas planteados.

 

"Ninguna reforma triunfará si quienes se presentan como sus principales promotores persiguen un objetivo, no por disimulado, menos evidente: presentar sus propuestas de un modo que aquellos a quienes van dirigidas no pueden aceptarlas y hacerlo así con el objetivo primordial, aunque negado una y otra vez, de conseguir ese rechazo para luego proceder a denunciarlo y hacer de él, en consecuencia, una parte esencial de la batalla electoral"

 

La reforma constitucional en campo de Agramante
Esta y no otra es, a mi juicio, la razón por la que algunos de los más decididos partidarios de la reforma del Estado autonómico han contribuido a mantener todo lo relativo a ella en una esfera de permanente confusión buscada claramente de propósito, que no permite saber si el objetivo perseguido con la reforma territorial sería el primero o el segundo y, lo que es más grave, que impide conocer si se ha llegado a la peregrina conclusión de que es posible resolverlos los dos al mismo tiempo, pese al carácter claramente contradictorio de las medidas de reforma que para lograr tan curiosa finalidad deberían proponerse. Seamos claros: o con la reforma constitucional de nuestro sistema de organización territorial se quiere favorecer la cohesión territorial, la colaboración y la coordinación entre las partes del nuestro Estado descentralizado o, por el contrario, pretende caminarse decididamente hacia la confederalización que el nacionalismo ha venido persiguiendo hasta que decidió –primero con el llamado Plan Ibarretxe y luego con el desafío separatista catalán– romper con el Estado autonómico para marchar hacia la independencia. Entre esas dos vías no existe punto medio y afirmar lo contrario es una forma como otra cualquiera de engañar al cuerpo electoral.
Pero no sólo la creciente confusión sobre el camino por el que debería, en su caso, discurrir las reforma territorial de nuestro Estado ha contribuido a convertir el debate sobre la reforma constitucional en un auténtico campo de Agramante, sino también otras dos circunstancias que, ya para terminar, no puedo dejar de subrayar. La primera nace de esa demagogia populista que pretenden convencer a los ciudadanos que sufren las gravísimas consecuencias derivadas de una terrible crisis económica de que es posible resolver no pocos problemas mediante la supuesta medida taumatúrgica de crear nuevos derechos. Para explicarme, un solo ejemplo será más que suficiente: la solución al problema de la vivienda no depende de que el derecho a la misma deje de ser, como hasta ahora, un principio rector de la política social y económica (art. 47) para convertirse en otro derecho fundamental, con el grado de protección que les otorga nuestra ley fundamental. Afirmarlo así constituye, en mi opinión, un forma como otra cualquiera de engañar a quienes creen que la Constitución en particular y las normas jurídicas en general  puede por sí mismas más de lo que pueden en realidad, al margen de la marcha de la economía, la recaudación fiscal y las disponibilidades presupuestarias.
Otra circunstancia adicional, nada irrelevante, aleja la perspectiva de que un eventual proceso de reforma constitucional pueda acabar por convertirse en lo que, según señalaba al principio, al especificar ciertas reglas de conducta, debiera ser si quiere llegar a plasmarse finalmente en una efectiva modificación del texto de la ley fundamental. Me refiero, como el lector bien avisado quizá ya haya adivinado, a que ninguna reforma triunfará si quienes se presentan como sus principales promotores persiguen un objetivo, no por disimulado, menos evidente: presentar sus propuestas de un modo que aquellos a quienes van dirigidas no pueden aceptarlas y hacerlo así con el objetivo primordial, aunque negado una y otra vez, de conseguir ese rechazo para luego proceder a denunciarlo y hacer de él, en consecuencia, una parte esencial de la batalla electoral. Como es obvio, cualquier propuesta de reforma constitucional que se presente en esos términos está destinada a fracasar. Y es que aquella no puede ser nunca una coartada para competir, sin que se note, por lo votos. O mejor dicho: puede serlo si lo que se pretende es alcanzar tal finalidad y no el cambio de la Constitución, cambio que ha de ser, por definición, un espacio de acuerdos amplios y sinceros y no de juegos de ventaja, engaños y emboscadas.

Palabras clave: Constitución, reforma,  España
Keywords: Constitution, Reform, Spain

Resumen

El texto aborda la problemática de la reforma de la Constitución desde la perspectiva de las normas de conducta que en cualquier caso los actores políticos deberían cumplir para convertirla en efectiva. Tomando como base ese punto de partida, se procede a analizar si  tales normas de conducta se han cumplido o no en el supuesto concreto de las propuestas de reforma constitucional que vienen manejándose en España para concluir que las iniciativas de reforma y el debate por ellas suscitado se han convertido en nuestro país en un auténtico campo de Agramante donde reinan la falta de claridad y el juego de ventaja.

Abstract

The text addresses the issue of constitutional reform from the perspective of the standards of conduct that politicians must follow in order to make it effective.  Taking this as a base we proceed to analyse whether such standards of conduct have been met or not.  In the specific case of constitutional reform that have been driven in Spain, it is concluded that reform initiatives and the debate aroused by them have become an authentic ‘Agramante Field’ in our country where a lack of clarity reigns amid jostling for political supremay.

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