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Por: SANTIAGO MUÑOZ MACHADO
Catedrático de Derecho Administrativo

 

Poco hay en la Constitución de 1978 que sea herencia directa de las Constituciones españolas decimonónicas. La primera de ellas, la de 1812, formó parte de la generación de las constituciones revolucionarias, que pretendieron acabar con la sociedad estamental, resolver el problema de la concentración del poder en la persona del monarca absoluto, estableciendo su división, y hacer efectivos los tres derechos más caracterizados por los filósofos y políticos ilustrados: igualdad, libertad y propiedad. Seguía en todo esto el impulso de la primera Constitución revolucionaria europea, que fue la francesa de 1791.

Pese a su importancia, tanto la Constitución francesa de 1791 y sus sucesoras inmediatas como la española de 1812, fueron constituciones efímeras, sustituidas en cuanto que la monarquía fue restaurada y las fuerzas del Antiguo Régimen volvieron a tomar posiciones en toda Europa tras la caída de Napoleón.
En España el constitucionalismo fue suprimido, pura y simplemente, desde el regreso de Fernando VII y solo después de su muerte el Estatuto Real de 1834 recuperó de modo bastante infiel la idea constitucional. Desde entonces los textos constitucionales, incluido un breve restablecimiento de la Constitución gaditana, se aprobaron y fracasaron a buen ritmo.
Las cuestiones disputadas, que repercutieron en la estabilidad de las sucesivas Constituciones de 1837, 1845, 1869 y 1876 fueron las siguientes:
Primero, la titularidad de la soberanía. Reside ésta en el pueblo o nación según los constituyentes de Cádiz, a cuyas ideas trataron de acercarse las Constituciones de 1837 y 1869. Frente a esta concepción se situó la que defendió que la organización del Estado era una merced del monarca, una carta otorgada, como había enseñado la Restauración francesa en 1814 y 1830, y asumió el Estatuto Real de 1834 en España. En medio de esas tendencias se situaron las constituciones que aceptaron soluciones compartidas, en concreto las de 1845 y 1876, que fueron las más duraderas del siglo: la soberanía, sostuvieron, reside en la nación y en el monarca conjuntamente.
Segundo foco de tensiones: la libertad de pensamiento y religión y la libertad de enseñanza, que fueron causa de violentas disputas a todo lo largo del siglo. La confesionalidad católica del Estado, las restricciones a la libertad de expresión y el dominio absoluto de la enseñanza por las órdenes religiosas, fueron ámbitos que incubaron continuas crisis políticas.
Tercero, la descentralización del Estado. España fue, durante todo el siglo XIX (salvo el corto y excepcional periodo de la primera República proclamada el 11 de febrero de 1873), un Estado marcadamente centralista. Las leyes municipales establecieron las fórmulas adecuadas para hacerla efectiva, entre las cuales algunas de carácter orgánico, como el sometimiento de los alcaldes a la línea jerárquica que, pasando por el gobernador civil, llegaba al Ministerio del Interior. Y otras de condición funcional, como el sometimiento a autorización de las decisiones municipales más importantes. Esta concepción de la organización territorial del Estado originó muy duros conflictos y algaradas a lo largo del siglo, con fuerza para derribar constituciones.

“La idea de la Constitución como norma superior que vincula a todos los poderes del Estado se mantuvo durmiente a lo largo del siglo XIX y primer tercio del XX, tanto en España como, en general, en el resto de Europa”

Cuarto, la separación de poderes se implantó con salvedades. Predominó la concentración del poder en el ejecutivo, que adoptó con frecuencia medidas de excepción y no tuvo inconveniente en desplazar o desconocer a las mismas leyes. El control del Gobierno y de la Administración pública por los tribunales se limitó a concretos asuntos reglados. No solo estuvieron exentas de enjuiciamiento la mayor parte de las decisiones administrativas, sino que se dejó por completo en manos de la Administración la facultad plena de ejecutarlas.
Y quinto, durante todo el siglo XIX y hasta la Constitución de 1931, la supremacía de la Constitución sobre la ley no estuvo garantizada, de manera que el legislador ordinario adoptó decisiones que suponían desconocer los mandatos de la norma suprema sin necesidad de proceder a su reforma.
La idea de la Constitución como norma superior que vincula a todos los poderes del Estado se mantuvo durmiente a lo largo del siglo XIX y primer tercio del XX, tanto en España como, en general, en el resto de Europa.

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Una segunda generación de constituciones emergió al término de la segunda gran guerra europea del siglo XX. Alguno de sus analistas las ha caracterizado por suponer un nuevo comienzo de la era constitucional; son las constituciones new begining. Constituciones que no solo restablecieron los principios originarios del constitucionalismo sino que reforzaron el control del poder y las garantías de los derechos.
Es explicable que el liderazgo de esta generación lo tuviera la República Federal Alemana, que aprobó su Ley Fundamental en Bonn el 23 de mayo de 1949.
La renovación implicó a los derechos, para posicionarlos frente al legislador y convertirlos en fundamentales. La dignidad humana, pisoteada por el régimen nazi, emergió en la Ley Fundamental como el valor más elevado y más cuidadosamente protegido. El artículo 1, párrafo 1 se refiere a él, antes que a cualquier otra cosa, marcando su preeminencia: “La dignidad humana es intangible. Respetarla y protegerla es obligación de todo poder público”. E inmediatamente, en los dos párrafos siguientes del mismo artículo, declara la nueva posición constitucional de los derechos: “El pueblo alemán, por ello, reconoce los derechos humanos inviolables e inalienables como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo”. Y concluye: “Los siguientes derechos fundamentales vinculan a los poderes legislativo, ejecutivo y judicial como derecho directamente aplicable”.

“Las constituciones new begining no solo restablecieron los principios originarios del constitucionalismo sino que reforzaron el control del poder y las garantías de los derechos”

Este artículo primero de la Ley Fundamental de Bonn resume el programa innovador que ha caracterizado a toda la segunda generación de constituciones en relación con la primera. Las consecuencias de esta proclamación de los derechos son visibles a lo largo de todo el texto. Los derechos no dependen, para su realización, de regulaciones legales, sino que tienen eficacia directa desde la Constitución y vinculan a todos los poderes públicos, que han de respetarlos y tienen la obligación positiva de promover su plena realización. En tanto que se caracterizan por ser “fundamentales”, la Constitución no los pone a disposición del legislador sino que los concibe como derechos subjetivos que pueden ser opuestos a cualquier decisión del poder público que los desconozca o limite indebidamente. Su observancia, en fin, puede ser exigida ante los tribunales de justicia.
Por primera vez, el legislador queda sometido a los derechos y no instalado por encima de ellos. Esta transformación constriñe la posición de la ley como expresión máxima de la soberanía parlamentaria, en favor de la retención por el pueblo de un núcleo indisponible de sus derechos. Se trata de una reserva última de soberanía por parte de su titular originario.
Esta nueva concepción de las relaciones entre el legislador y los derechos fundamentales de los ciudadanos tiene dos proyecciones visibles: primera, que las leyes que regulen los derechos no pueden hacerlo de un modo asfixiante que prive al derecho regulado de sus características principales. Esta es la denominada “garantía del contenido esencial de los derechos”. La segunda consecuencia es la implantación de un sistema de control de la constitucionalidad de las leyes. En la época en que emergió la primera generación de constituciones, los constituyentes no quisieron entregar a los jueces y tribunales ordinarios esta clase de controles, y hubo que esperar siglo y medio para que se generalizaran en Europa. Las constituciones de la segunda generación atribuyeron estas garantías frente a las leyes a un Tribunal Constitucional.
La Constitución española de 1978 pertenece, sin duda posible, a la generación de constituciones de la renovación, del renacimiento constitucional del siglo XX, que siguen vigentes en los países europeos fundadores de ese movimiento. Es una hermana más joven y tardía que también, como aquéllas, surge de las aflicciones de una guerra y una larga dictadura. Todos los valores, principios e instrumentos de gobierno que acabo de destacar están manifiestos en nuestra Constitución. Su artículado se extiende en la protección de los derechos individuales en términos parangonables.

“Todos los valores, principios e instrumentos de gobierno de las constituciones de la renovación están manifiestos en nuestra Constitución de 1978”

Hay poco rastro, en su texto, de los problemas que plantearon las constituciones históricas del siglo XIX, todos los cuales han quedado superados.
Conviene destacar dos características más de nuestra Constitución, también concordantes con las actuales constituciones europeas más caracterizadas: se refieren ambas a la fijación de balances, contrapesos y límites al poder público, para evitar la concentración y el abuso.
La primera alude a la plena sumisión de todos los poderes públicos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico, como proclama el artículo 9.1, o a la ley y al Derecho, como concreta el artículo 103.1 en relación con la Administración Pública. Esta regla se hace efectiva mediante un control plenario de los poderes públicos bien por la justicia ordinaria para la impugnación de normas y resoluciones administrativas, bien ante el Tribunal Constitucional, cuando se trata de enjuiciar la validez de normas con rango de ley. Con esta plenitud del sometimiento a la legalidad de los poderes públicos se corresponde e derecho fundamental a la justicia (art. 24 CE).

“Conviene destacar dos características de nuestra Constitución: se refieren ambas a la fijación de balances, contrapesos y límites al poder público, para evitar la concentración y el abuso”

La segunda nota destacable se refiere a la división del poder. La tradición de las constituciones revolucionarias, del constitucionalismo de primera generación, que tuvo su primera concreción en la Constitución francesa de 1791 y en la gaditana de 1812, acogieron el principio de separación de poderes, que era la fórmula que la filosofía ilustrada había considerado clave para que el poder no abusara del poder. El principio pasó a ser una regla en el artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano. Su importancia para la organización ordenada de los poderes públicos se ha mantenido hasta hoy. La Constitución de 1978 protege esa separación repartiendo funciones exclusivas a cada poder. Utiliza predominantemente la técnica de las reservas: reserva de ley y reserva de jurisdicción son las más caracterizadas para impedir los abusos del poder más necesitado de control y vigilancia, que en la tradición europea continental siempre ha sido el ejecutivo.
En el constitucionalismo norteamericano de primera generación, coetáneo con el francés, se añadió a la división horizontal del poder, hecha efectiva mediante la separación indicada, otra división de carácter vertical, consistente en repartir el poder entre diferentes instancias territoriales. En el caso de Estados Unidos, entre los diferentes Estados que formaron la Federación. Esta manera de diluir o achicar el poder ha tenido una entrada tardía en la Europa continental, si se exceptúa el caso de Suiza, y las frágiles soluciones alemanas de finales del XIX y primeros del XX. En España hubo un efímero y parcial ensayo de aplicar este tipo de soluciones federalizantes en la Constitución de 1931, pero la acogida efectiva de la división vertical del poder se ha generalizado, por primera vez en nuestra historia, en el marco de la Constitución de 1978.
Esta nueva organización territorial del Estado ha puesto fin a dos siglos de centralismo amparado en las constituciones promulgadas desde 1812. Ha supuesto una transformación radical del gobierno y administración de nuestro Estado, ejecutada en un tiempo asombrosamente breve.
Los resultados del cambio han sido positivos en general, tanto en punto al reparto del poder como por lo que respecta a la atención más inmediata y cercana de los intereses generales.
Todos los avances que el constitucionalismo de segunda generación ha impuesto, resolviendo los problemas con los que España tuvo que enfrentarse recurrentemente casi dos siglos seguidos, merecen ser celebrados. La Constitución de 1978 no es, todavía, la más longeva de nuestra historia, pero sí es la que con más éxito y de modo más directo y efectivo ha regido nuestra convivencia.
El único problema que se le ha resistido es el del nacionalismo catalán, ahora levantado de nuevo y vuelto de espaldas a sus mandatos. La solución de esta disidencia es el reto mayor de la actual generación de constitucionalistas.

Palabras clave: Constitución española de 1978, 40 aniversario, Renacimiento constitucional.
Keywords: Spanish Constitution of 1978, Fortieth anniversary, Constitutional Renaissance.

Resumen

La Constitución española de 1978 pertenece, sin duda posible, a la generación de constituciones de la renovación, del renacimiento constitucional del siglo XX, que siguen vigentes en los países europeos fundadores de ese movimiento. Es una hermana más joven y tardía que también, como aquéllas, surge de las aflicciones de una guerra y una larga dictadura. La Constitución de 1978 no es, todavía, la más longeva de nuestra historia, pero sí es la que con más éxito y de modo más directo y efectivo ha regido nuestra convivencia. El único problema que se le ha resistido es el del nacionalismo catalán, siendo la solución de esta disidencia el reto mayor de la actual generación de constitucionalistas.

Abstract

The Spanish Constitution of 1978 undoubtedly belongs to the generation of constitutions dating from the constitutional renewal or renaissance of the twentieth century, which remain in force in the European countries that founded the movement. It is a younger sibling and a late arrival, which like its counterparts elsewhere emerged from the ordeals of a war and a long dictatorship. The 1978 Constitution is not yet the longest-lived in Spanish history, but it is the Constitution that has most successfully and most directly and effectively governed the Spaniards' coexistence. The only problem that it has been unable to resolve is the issue of Catalan nationalism, and a solution to this discord is the greatest challenge for the current generation of constitutionalists.

 

 

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