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REVISTA110

ENSXXI Nº 124
NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2025

ciclo de conferencias
Revista El Notario del Siglo XXI - Canal YouTube
Por: JOSÉ LUIS PIÑAR MAÑAS
Catedrático de Derecho Administrativo, USP-CEU
Presidente de la Sección de Derecho Público de la Comisión General de Codificación


CONFERENCIA DICTADA EN EL ILUSTRE COLEGIO NOTARIAL DE MADRID, SALÓN ACADÉMICO, EL 3 DE JULIO DE 2025

José Luis Piñar Mañas señaló en su conferencia que en un mundo cada vez más digitalizado es necesario reconocer el derecho a no ser digital al objeto de garantizar la posibilidad de vivir, interactuar y recibir servicios por canales no digitales sin sufrir exclusión ni discriminación. La digitalización obligatoria puede generar brechas digitales, manipulación algorítmica, cautividad tecnológica y una disociación cuerpo-mente que reconfigura la experiencia humana. Pero, ¿existe realmente el derecho a no ser digital? ¿Qué respuestas da el Derecho? ¿Qué riesgos afronta el ser humano si se ve obligado a ser digital aún en contra de su voluntad?

Hiperconexión y riesgo de exclusión
Si me he planteado la necesidad de reflexionar acerca de los riesgos de ser necesariamente digital es por la realidad que nos rodea. No es necesario referir datos que permiten comprobar que nuestro mundo es digital y dependiente de los dispositivos móviles: en la UE y en particular en España hay más líneas móviles que personas; pero lo mismo cabe decir de la práctica totalidad del resto del mundo. Este contexto revela una normalización de la sociabilidad digital y una dependencia cotidiana de los dispositivos: en 2024 la media de uso diario de los móviles estaba por encima de las cinco horas, dedicadas en gran parte a redes sociales y entretenimiento. Paralelamente, el uso masivo de la Inteligencia Artificial ha reabierto debates sobre su elevadísimo y no siempre conocido coste energético y medioambiental y sobre la sostenibilidad de su expansión. Incluso se han puesto en marcha proyectos para alimentar centros de datos con energía nuclear: Microsoft planea reabrir el reactor Three Mile Island en 2027 para alimentar sus centros de datos. En un panorama de aceleración de la historia -a la que ya me he referido en otras ocasiones y también anunciada por Castells, Clippinger o Rosa-, la digitalización “por defecto” se expande cada vez más en las Administraciones Públicas y el sector privado. Pero al mismo tiempo se producen fricciones no menores: brechas de acceso, reducción de opciones analógicas, términos y condiciones abusivas y una nueva asimetría de poder entre usuarios y grandes plataformas.
Debemos plantearnos entonces que la libertad de elección exige un derecho a no ser digital, que no es negación del progreso, sino garantía de la posibilidad de optar por canales no digitales sin penalización. Se trata de preservar la centralidad de la persona -no del “usuario”- y de evitar que la digitalización se convierta en criterio de ciudadanía o en condición sine qua non para el ejercicio de derechos fundamentales, excluyendo a los no digitales de su pleno disfrute.

“Hay que evitar que la digitalización se convierta en criterio de ciudadanía o en condición sine qua non para el ejercicio de derechos fundamentales, excluyendo a los no digitales”

Fundamentos normativos y jurisprudenciales: dignidad, igualdad, privacidad, autonomía, libre desarrollo de la personalidad
Dicho lo anterior, la cuestión es si es posible defender la existencia de un derecho a no ser digital.
Hay que decir que en junio de 2023 el Cantón de Ginebra ya incorporó en su Constitución el derecho a la integridad digital, que incluye el derecho a la desconexión; en junio de 2025 se ha puesto en marcha en Reino Unido una iniciativa para exigir el derecho a acceder a servicios sin dispositivo; y, desde el punto de vista doctrinal, se habla ya del Right Not to Use the Internet. Se perfila así un consenso incipiente en torno a la idea de que las opciones no digitales deben formar parte del ser mismo de cualquier sociedad, por muy avanzada tecnológicamente que sea, o precisamente por ello.
En mi opinión tal derecho encuentra apoyo en varios preceptos de la propia Constitución. El artículo 1.1 propugna como uno de los valores superiores del ordenamiento jurídico la libertad. El artículo 10.1 sitúa la dignidad como fundamento del orden político y la paz social. Tal fundamento, en lo que ahora nos interesa, implica reconocer a la persona como fin en sí mismo, con capacidad para decidir “cómo vivir”: en clave analógica o digital. Y el 15 reconoce el derecho a la integridad física y moral. En esta línea, la Sentencia del Tribunal Constitucional 94/2023 (FJ 3) -en el contexto de la ley de eutanasia- nos da pistas muy relevantes que pueden ser esenciales para el reconocimiento de un derecho a no ser digital: “La consagración de la libertad como valor superior del ordenamiento jurídico (art. 1.1 CE) ‘implica, evidentemente, el reconocimiento, como principio general inspirador del mismo, de la autonomía del individuo para elegir entre las diversas opciones vitales que se le presenten, de acuerdo con sus propios intereses y preferencias’ (SSTC 132/1989, de 18 de julio, FJ 6, por todas)”. Asimismo, esta facultad de autodeterminación respecto de la configuración de la propia existencia “se deriva de la dignidad de la persona y el libre desarrollo de la personalidad, cláusulas que son ‘la base de nuestro sistema de derechos fundamentales’ (por todas, STC 212/2005, de 21 de julio, FJ 4)”. Y finalmente, “la facultad de autodeterminación consciente y responsable de la propia vida cristaliza principalmente en el derecho fundamental a la integridad física y moral (art. 15 CE). Este derecho protege la esencia de la persona como sujeto con capacidad de decisión libre y voluntaria, resultando vulnerado cuando se mediatiza o instrumentaliza al individuo, olvidando que toda persona es un fin en sí mismo (SSTC 181/2004, de 2 de noviembre, FJ 13, y 34/2008, de 25 de febrero, FJ 5)”. Si trasladamos este razonamiento al entorno digital, la decisión de no transitar por canales electrónicos -o de hacerlo selectivamente- se integra en la esfera de autonomía y capacidad de decisión que, para garantizar el libre desarrollo de la personalidad, el Derecho debe reconocer y respetar.
Por su parte el artículo 14 CE prohíbe la discriminación. Obligar a un canal único digital puede producir discriminación indirecta por edad, discapacidad, renta, alfabetización o localización territorial. El Defensor del Pueblo, en sus Informes de 2023 y 2024 ha insistido en que las personas físicas no deben estar obligadas a relacionarse por medios electrónicos con las Administraciones Públicas, pues optar por ese tipo de relación es un derecho, no una obligación. Por ello, aquéllas deben garantizar la atención presencial o telefónica para respetar la libertad de elección del canal y evitar que la brecha digital derive en dependencia de terceros. En la misma línea, el Consejo Económico y Social, en su Informe 1/2021 sobre la digitalización de la economía, ha advertido acerca de la persistencia de las brechas digitales en España, diferenciando las brechas territoriales, sociales, económicas y empresariales.
En fin, del artículo 18.4 CE deriva el derecho a la protección de datos como verdadero derecho fundamental autónomo, que asimismo, según Hernández Corchete, opera instrumentalmente como garantía de libertad en la sociedad digital. Se trata de un derecho clave ante el poder algorítmico emergente y para la propuesta del derecho a no ser digital, que actuaría como mecanismo de salvaguarda de la autodeterminación.

“El derecho a no ser digital encuentra apoyo en varios preceptos de la propia Constitución”

Administración electrónica: derecho, obligación y límites
Una de las manifestaciones de la digitalización de las relaciones sociales es la regulación del modo en que las personas, físicas o jurídicas, pueden o deben relacionarse con las Administraciones Públicas.
El artículo 14 de la Ley 39/2015 dispone que las personas físicas podrán elegir en todo momento si se comunican con las Administraciones Públicas a través de medios electrónicos o no. No obstante, permite a las Administraciones imponer la obligación de relacionarse electrónicamente para ciertos colectivos o procedimientos, siempre que se justifique, algo que se hizo en su momento por vía reglamentaria. Y la Sala Tercera del Tribunal Supremo, en su Sentencia 953/2023 anuló la imposición general de la presentación electrónica del IRPF por insuficiencia de rango y justificación. Posteriormente, el Real Decreto-ley 8/2023 habilitó legalmente la presentación electrónica obligatoria del IRPF, pero con la condición de asegurar atención personalizada a quienes lo necesiten. Este giro muestra que, incluso cuando la obligación se introduce por ley, se exige un contrapeso garantista coherente con la idea de que la digitalización no puede convertirse en barrera.
La cuestión no es baladí. Y está generando múltiples debates pues en no pocas ocasiones la digitalización de las Administraciones Públicas puede convertirse en una barrera infranqueable para determinados colectivos. No está de más recordar la película "Yo, Daniel Blake", dirigida por Ken Loach en 2016, que ofrece un testimonio desgarrador de una exclusión que hoy por hoy es seguramente más común de lo que podamos imaginar. En ella, una persona ya mayor intenta acceder a ayudas sociales públicas, pero el sistema digitalizado le impide hacerlo. Daniel no sabe usar un ordenador. No tiene correo electrónico. No entiende los formularios online. El Estado le exige ser digital para sobrevivir, y esa imposición lo lleva a la desesperación. La historia no es ciencia ficción: es el drama real de muchas personas mayores, vulnerables o en situación de pobreza. Y nos enseña que convertir lo digital en condición de ciudadanía es una nueva forma de desigualdad. Sobre todo frente a quienes no pueden o simplemente no están en condiciones de ser necesariamente digitales. La brecha digital excluyente, que afecta principalmente a mayores, personas con discapacidad, o habitantes de entornos rurales o con rentas bajas exige reconocer el derecho a no ser digital manteniendo canales presenciales o telefónicos de calidad, canales humanos en definitiva, para mantener en lo humano, y no trasladar a lo digital, las relaciones interpersonales.

Derecho a no ser digital y derecho a la desconexión
El derecho a no ser digital va más allá que el simple derecho a la desconexión, aun siendo éste de enorme importancia para evitar la plena digitalización de nuestras vidas. El derecho a la desconexión está reconocido en el artículo 88 de la Ley Orgánica 3/2018, de protección de datos (LOPDGDD), en el artículo 18 de la Ley 10/2021, de 9 de julio, de trabajo a distancia, y en el artículo 20 bis del Estatuto de los Trabajadores. El Proyecto de Ley para la reducción de la duración máxima de la jornada laboral, publicado en mayo de 2025, pretendía mejorar la regulación de tal derecho, pero como es sabido no ha llegado a prosperar. En cualquier caso, el derecho a la desconexión es un derecho laboral (y de los empleados públicos), circunscrito al tiempo de trabajo y a la relación laboral. Sin embargo, el derecho a no ser digital tiene alcance general: protege a cualquier persona frente a la obligación de usar canales digitales para cualquier interacción significativa (pública o privada). La desconexión es temporal y funcional; mientras que el no ser digital es estructural y existencial.

“El ser humano digitalizado es mucho más controlable, manipulable e influenciable que el ser humano analógico”

Derecho a no ser digital y derecho a ser digital: dos derechos que deben coexistir
No querría que lo que llevo dicho hasta ahora pudiese interpretarse como una crítica a la innovación y al desarrollo tecnológico. La transformación digital trae consigo cambios radicales que permiten mejorar la calidad de vida de la inmensa mayoría de las personas. Lo que produce una aparente paradoja, pues junto al derecho a no ser digital debe reconocerse el derecho a serlo. Si como hemos visto la sociedad y la vida misma cada vez es más digital, debe reconocerse este derecho al objeto de evitar discriminaciones y exclusiones.
El derecho a ser digital no está reconocido como tal, salvo error mío, en ningún texto. Sí se reconoce el derecho de acceso a Internet. En nuestro ordenamiento está previsto en el artículo 81 de la LOPDGDD, que regula el “derecho de acceso universal a Internet”. Por su parte, y pese a carecer de valor normativo, la Carta de Derechos Digitales lo recoge en su apartado IX. En el Derecho comparado, como resalta Paolo Passaglia, algunas Constituciones (como la portuguesa, la griega, la ecuatoriana, la boliviana y la mexicana) son (más o menos) explícitas al considerar el uso y/o el acceso a las nuevas tecnologías y conexiones como un derecho. El mismo enfoque es compartido por algunos órganos de Naciones Unidas, como el Relator Especial sobre la promoción y protección del derecho a la libertad de opinión y de expresión (Informe de 2011) o la resolución de 2016 del Consejo de Derechos Humanos sobre la promoción, protección y disfrute de los derechos humanos en Internet, que en ocasiones han calificado el acceso a Internet como un verdadero “derecho humano”. Soy consciente de la complejidad jurídica, económica y tecnológica de reconocer de modo eficaz el derecho a ser digital, pero si, por ejemplo, se impone como hemos visto la obligación de relacionarse con la Administración por medios electrónicos, parece obvio que tal obligación debe ir acompañada del derecho a usar internet en condiciones de igualdad, al objeto de evitar situaciones de discriminación y, también aquí, de exclusión.
Pero el derecho a ser digital, y por tanto a disfrutar en condiciones de igualdad de las ventajas que trae consigo la innovación, no puede convertirse en ningún caso en una obligación que desnaturalizaría al ser humano. Reitero por tanto la necesidad de reconocer el derecho a no ser digital. Un derecho que se traduce en la posibilidad de optar por una vida natural (analógica), no digital o artificial, al objeto de preservar la propia identidad, la dignidad y esencia del ser humano, su entorno natural (físico o analógico), el libre desarrollo de la personalidad y la libertad de pensamiento no manipulado, sin sufrir discriminación alguna ni exclusión, es decir, sin ver rebajado su estatus como persona.
Para definir el que sería su contenido esencial podríamos atender a textos como la LOPDGDD, la Carta de Derechos Digitales, la Declaración de Principios Digitales de la Unión Europea o la Carta Iberoamericana de Derechos Digitales. Pero me temo que en ninguno de esos textos se recoge. No obstante, podríamos en cualquier caso hacer una lectura “a contrario” de los derechos que reconocen, impulsan o proclaman para considerar que el derecho a no ser digital es al mismo tiempo un derecho de igualdad y de libertad, pues se enmarcaría en la necesidad de reconocer que todos somos iguales ante la ley al margen de movernos en el entorno natural o en el digital, de que no puede haber discriminaciones derivadas de la no integración en el mundo digital, y de reconocer un ámbito de libertad en el que no sea necesario interactuar obligatoriamente en el mundo digital si consideramos que ello puede coartar nuestra libertad.

“La mente es el último reducto de la identidad, de la dignidad del ser. La invasión de la mente es la invasión definitiva y plena del ser humano”

Persona digitalizada, persona digital y cautivos digitales manipulables
El derecho a no ser digital no sólo debe reconocerse para evitar tratos discriminatorios o desigualdades derivadas de la brecha digital. En un mundo hipotético en el que todas las personas tuviesen las mismas oportunidades de acceso a los entornos digitales, sin brechas, sería igualmente necesario reconocerlo.
Tal conclusión tiene mucho que ver con la extraordinaria capacidad de manipulación que se da en el entorno digital. Como veíamos al principio, la sociedad, a nivel mundial, está digitalizada. Vive no “con” internet sino “en” internet. Los móviles se cuentan por miles de millones y el tiempo de uso diario es cada vez mayor. Las pantallas son intrusivas e invasivas. Las redes sociales entran en nuestros dispositivos y por tanto en nuestra vida y en nuestra mente de inmediato. De modo que el ser humano digitalizado es mucho más controlable, manipulable e influenciable que el ser humano analógico tradicional.
Para ser un ser humano digitalizado es imprescindible utilizar dispositivos. En el ser humano digitalizado el dispositivo forma parte de él mismo, forma parte de su esencia. Es una parte más de su ser. El dispositivo no es solo el aparato, es todo lo que contiene, todo lo que puede contener y todo lo que de modo consciente o inconsciente introduce en el cerebro del ser humano y por tanto introduce en su propia esencia, en su personalidad y en su ser.
Las vías de introducción de la información en el entorno natural son mucho más diversas que las vías por las que se introduce la información en el entorno digital. En aquél son diversificadas y múltiples; en el entorno digital la vía es casi única: el dispositivo. Basta con verlo en el metro, en restaurantes, en la calle, en los hogares. El ser humano natural mira a un lado y a otro, habla con unos y con otros, mientras que el ser humano digitalizado tiene la mirada exclusivamente puesta en su dispositivo, que es la única puerta de entrada de la mayoría de la información que recibe. Por ello es mucho más sencillo y eficaz reducir la vía de introducción de la información y por tanto la vía de acceso a la información a un solo canal: el móvil, que nos acompaña desde que nos levantamos hasta que nos acostamos e incluso cuando por la noche nos desvelamos. Y lo sabe todo de nosotros.

Disociación cuerpo-mente en el entorno digital
Se está produciendo además lo que podríamos considerar una separación o disociación entre el cuerpo y la mente. La mente está totalmente controlada por el dispositivo, mientras que el cuerpo puede creer que es libre. El cuerpo del ser humano está en un lugar mientras que su mente está en otro muy distinto. Las personas que viajan en el metro están físicamente allí, pero su mente, su cerebro, está en otro lugar. La invasión ahora no es una invasión física de espacios y personas sino una invasión desapercibida de las mentes. Los cuerpos se distribuyen a lo largo del planeta mientras que los cerebros, almacenados en los servidores, están en Silicon Valley, China o Rusia. Por ello es importante también garantizar la privacidad de la mente, último reducto de la identidad, de la dignidad del ser. La invasión de la mente es la invasión definitiva y plena del ser humano.
Sea cual sea el estado de la técnica, debe reconocerse el derecho a no ser digital. Hablar de la dicotomía entre entorno digital y entorno analógico es muy gráfico pero muy frío y con ello se pone el acento en el dispositivo no en el ser humano. Por eso es mejor hablar de entorno digital y entorno natural. Bien es verdad que es muy difícil determinar qué se entiende por el entorno natural del ser humano porque quizá ahora su entorno natural o al menos el entorno natural de millones de personas es la ciudad. ¿Llegará algún día en que el entorno natural sea también el digital? No lo creo porque cuando hablamos del entorno digital falta un elemento esencial: el contacto físico con lo que te rodea, con el entorno. Por eso el entorno digital nunca debería ser el natural de las personas, al menos de las personas en cuanto conjunto de cuerpo y mente.
Cierto que el no ser digital no es hoy un derecho plenamente consolidado, pero es una exigencia democrática, un límite frente al poder de los algoritmos, a la automatización de decisiones sin intervención humana y al sesgo estructural que puede producir la inteligencia artificial. Ojalá en los próximos años este derecho emerja con fuerza como respuesta de una ciudadanía cada vez más consciente de que la digitalización sin derechos es tan peligrosa como la exclusión digital y deshumanizada. Porque el sujeto de los derechos, incluido el “derecho a tener derechos” que reivindicó Rodotà, debe ser la persona, que no puede quedar convertida en un mero ciudadano digital consumidor de tecnología.

Bibliografía
- Castells, M. (2005), La era de la información. Vol. 1, La sociedad red, Madrid: Alianza Editorial.
- Clippinger, J.H., (2007), A Crowd of one. The Future of Individual Identity, Nueva York: Public Affaires.
- Hernández Corchete, J.A. (2024), “El estatuto común de la persona ante los usos de IA”, en Valcárcel Fernández y Hernández González (coords.), El Derecho Administrativo en la Era de la Inteligencia Artificial. Madrid: INAP.
- Passaglia, P. (2025): “An attempt to conceptualise the right to access the Internet and its impact on the right not to use it”, en Kloza, Kużelewska, Lievens y Verdoodt (eds.) The right not to use the Internet: concept, contexts, consequences, Routledge, Abingdon, Oxon [UK]; New York.
- Piñar Mañas, J.L. (2009), Seguridad, transparencia y protección de datos: el futuro de un necesario e incierto equilibrio, Madrid: Fundación Alternativas.
- Rodotà, S. (2012), Il diritto di avere diritti, Bari: Editori Laterza.
- Rosa, H. (2016), Alienación y aceleración. Hacia una teoría crítica de la temporalidad en la modernidad tardía, Buenos Aires-Madrid: Katz Editores.

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