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REVISTA101

ENSXXI Nº 101
ENERO - FEBRERO 2022

Por: AGUSTÍN EMILIO FERNÁNDEZ HENARES
Notario de Alhaurín de la Torre (Málaga)


La Ley 16/1985, de 25 de junio, del Patrimonio Histórico Español, quiso poner coto a un problema que durante el siglo XX no hizo sino crecer exponencialmente en nuestro país: el de la expoliación del patrimonio histórico y arqueológico español.

Nuestro viejo Código Civil, inspirado en las tendencias iusprivatistas del siglo XIX, se limitaba a destinar unas pocas líneas a la regulación legal de los hallazgos arqueológicos. Los artículos 351, 352 610 y 614 de dicho cuerpo legal, imbuidos por dicho espíritu, proclamaban que el descubridor de un tesoro se hace dueño del hallazgo; si lo hace en terreno de otro, ha de compartirlo con éste; y solo en caso de que el objeto encontrado fuese de interés para el Estado, éste podría adquirirlo indemnizando al propietario. La ubicación de dichos preceptos en el Código Civil es toda una declaración de intenciones: los dos primeros en el capítulo primero “De la propiedad en general” del Título II del Libro II; y los dos últimos en el Título Primero “De la ocupación” del Libro III.
La búsqueda de antigüedades, que desde el Renacimiento era un goce estético para la nobleza, se convirtió en una profesión cuando en 1872 Heinrich Schliemann “inventó” la ciencia de la arqueología al descubrir las ruinas de Troya en la colina turca de Hisarlik. Desde entonces, y a lo largo del siglo XX, los avances científicos y culturales han permitido que la búsqueda de “tesoros” sea cada vez más accesible para el gran público, hasta el punto de que en el último cuarto de éste, en determinadas zonas rurales del territorio español un pequeño ejército de “piteros”, con propósito de lucro, ha dedicado su tiempo libre a la detección de objetos arqueológicos y especialmente de monedas, ya que éstas últimas tienen una fácil salida al mercado.

“La remoción de terrenos por personas sin cualificación origina un auténtico destrozo arqueológico y la consiguiente y lamentable pérdida de la información que durante siglos la tierra ha guardado celosamente”

El problema, como todos sabemos, está en que la remoción de terrenos por personas sin cualificación origina un auténtico destrozo arqueológico y la consiguiente y lamentable pérdida de la información que durante siglos la tierra ha guardado celosamente.
Para poner fin a esta situación se dictaron diversas leyes de tímido contenido a lo largo de la primera mitad del pasado siglo, tales como la Ley de Excavaciones Arqueológicas de 1911 y la Ley de Patrimonio Histórico Artístico de 1933 con su Reglamento de 1936. Ambas tienen como denominador común el de reconocer la propiedad privada de los bienes con valor arqueológico, si bien imponiendo a su propietario los deberes de conservación del mismo. De la segunda mitad del pasado siglo, y anteriores a la Constitución de 1978, hemos de hacer referencia a la Ley de Navegación Aérea de 1960, la Ley sobre Hallazgos Marítimos de 1962 y su Reglamento de 1967, y el Decreto sobre Hallazgos en el Ejercicio de Actividades Subacuáticas de 1969.
Pero como ello no supuso ningún cambio apreciable en la situación de facto de nuestro patrimonio arqueológico, en 1985 se promulgó la Ley de Patrimonio Histórico Español, que cambia radicalmente la concepción de la propiedad de los objetos históricos encontrados. Si bien éstos eran antes de propiedad particular, a partir de dicho momento todo objeto de valor arqueológico que se encuentre en nuestro territorio será un bien de dominio público. Así lo indica tanto el preámbulo de la Ley como el artículo 1; y lo desarrolla el título V de la Ley en sus artículos 40 a 45. Y el descubridor, lejos de hacerse dueño, lo que hace es contraer una serie de obligaciones onerosas tales como la de poner inmediatamente en conocimiento de la Autoridad competente el hallazgo, y constituirse mientras tanto en depositario del bien encontrado (con la responsabilidad legal que ello conlleva) hasta tanto se haga cargo del mismo la Administración competente. Solo entonces será indemnizado. Las diversas leyes que algunas Comunidades Autónomas han promulgado en uso de la cesión de competencias que les atribuye la Constitución, han seguido idéntico camino que la Ley Estatal. Y uno de los problemas planteados por dicha ley es el clásico de la retroactividad de las normas. Los objetos de valor arqueológico encontrados antes de la entrada en vigor de la Ley son de propiedad privada, mientras que los encontrados después serán de titularidad pública. Por la propia naturaleza del objeto, es muy difícil, por no decir imposible, determinar el momento preciso en el que éste fue encontrado, momento que determinaría la titularidad pública o privada del mismo. De ahí que las diversas plataformas del mercado sigan ofreciendo al público objetos de toda índole, y todos encontrados obviamente antes de 1985.
¿Qué efectos ha tenido esta ley? Como no podía ser de otra forma, los mismos efectos que tuvo en EE.UU. la promulgación de la Ley Volstead de octubre de 1919 (Prohibition la llamaron los estadounidenses y Ley Seca el resto del mundo). Esta ley intentó solucionar el gravísimo problema social que venía arrastrando dicho país desde el siglo XIX y que había adquirido los tintes de epidemia en los primeros años del siglo XX. El consumo de alcohol, sobre todo en las clases trabajadoras, había llegado a tal extremo de peligrosidad que se temía el derrumbe físico y moral de personas y familias, y por tanto, de todo el tejido social del país.

“En 1985 se promulgó la Ley de Patrimonio Histórico español, que cambia radicalmente la concepción de la propiedad de los objetos históricos encontrados”

Para solucionarlo se optó por prohibir el consumo de alcohol (salvo limitadísimas excepciones). Las consecuencias, previsibles, fueron las que todos conocemos. El consumo, que en la primera mitad de los años veinte disminuyó un tanto, se disparó a continuación al surgir y posicionarse un rentabilísimo mercado negro controlado por las mafias (Al Capone sigue en la mente de todos). Y para colmo, las enfermedades derivadas del consumo de alcohol de bajísima calidad y fabricado en muchos casos en pésimas condiciones originaron más problemas que los que se pretendieron solventar originariamente. Finalmente, el 21 de marzo de 1933, Roosevelt firmó el Acta Cullen-Harrison que legalizaba la venta de cerveza y la venta de vino. La Ley Seca había fracasado.
Por desgracia, nuestra bien intencionada Ley de Patrimonio Histórico Español lleva, a mi juicio, el mismo camino que la Ley Seca. El mercado ilegal de piezas de valor arqueológico se ha disparado en el siglo XXI. A ello han contribuido varias circunstancias. El mayor nivel cultural de la población en general, que la hace valorar y desear estos objetos; la invención de sistemas de detección sofisticados y baratos, como detectores de metales con discriminador; los georradares que permiten barrer y “radiografiar” el terreno en poco tiempo sin necesidad de hacer catas; los drones, que con su visión desde la altura permiten sobrevolar el terreno dando al piloto una visión de conjunto magnífica sin apenas esfuerzo ni medios materiales y a un coste económico muy bajo; el acceso a la información a través de internet que permite situar con exactitud cualquier punto de interés y de obtener información precisa del mismo; y todo ello sin olvidar que, al igual que el Arte en general, dichos objetos pueden ser refugio de dinero de dudosa procedencia. Si a ello le unimos la opacidad del mercado, precisamente por ser ilegal, el cóctel está servido.
Es por ello que resulta llamativo que, siendo España la segunda nación del mundo en Patrimonio cultural (después de Italia), y la primera en patrimonio submarino, tengamos unos museos arqueológicos modestos, cuando no precarios, teniendo en consideración este ranking.
Basta con visitar el magnífico Museo Arqueológico Nacional de Madrid para que, al contemplar las piezas expuestas y conocer su historia, el visitante se dé cuenta de los azares que llevaron a buen puerto a la mismas. La Dama de Elche, la Dama de Baza, los bronces de Osuna, el tesoro de Guarrazar, el tesoro del Carambolo (este último guardado celosamente al parecer en la caja fuerte de una sucursal bancaria sevillana) y otra infinidad de piezas de increíble interés arqueológico tienen una azarosa historia que hace pensar al visitante cuántos objetos de nuestro patrimonio no hayan tenido tanta suerte y se encuentren hoy en ignorado paradero.
Y más llamativo resulta conocer a través de los medios de comunicación cómo se producen continuamente hallazgos de interés en los países donde la propiedad de los objetos arqueológicos encontrados se atribuye al descubridor. El Reino Unido, donde continuamente surgen noticias de hallazgos, es buena prueba de ello. En España, sin embargo, “solo se producen hallazgos muy esporádicamente”, como sucedió con el del Tesoro de Tomares donde unos operarios de una empresa pública, al practicar una zanja en un parque público, descubrieron en 2016 diecinueve ánforas con 600 kilos de monedas de la época de la Tetrarquía romana, y honradamente lo pusieron de inmediato en conocimiento de la Guardia Civil. Una Orden de 16 de febrero de 2017 de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía les denegó el derecho a premio por hallazgo casual. No obstante, después del consiguiente litigio con la Junta de Andalucía, la Sala de lo Contencioso Administrativo del TSJ de Andalucía les reconoció en 2018 el derecho a percibir como recompensa por las 50.000 monedas encontradas y en cumplimiento de la Ley de Patrimonio Histórico Andaluz (art. 50.5 de la ley 14/2007, de 26 de noviembre) el 25% del valor de tasación de dicho tesoro. La Junta de Andalucía tuvo la fortuna de que las monedas fueran de bronce y que su tasación fuese modesta, ya que en otro caso las dificultades para pagar el premio habrían sido evidentes.

“¿Qué efectos ha tenido esta ley? Como no podía ser de otra forma, los mismos efectos que tuvo en EE.UU. la promulgación de la Ley Volstead de octubre de 1919”

Y a raíz de este comentario quiero hacer la siguiente pregunta: ¿Es lógico que el Erario Público, que es el dinero que pagan todos los ciudadanos con sus impuestos, pague al descubridor de un tesoro una importante suma de dinero? ¿Qué es lo importante de un hallazgo arqueológico: la valiosa información histórica que proporciona, o el amontonamiento de unas monedas que además quedan fuera del tráfico jurídico? ¿Tiene utilidad o interés museístico exponer en una vitrina 50.000 monedas de los cuatro emperadores?
Más dolorosas son las continuas noticias que aparecen en los medios de comunicación relativas a la intervención por las Fuerzas del Orden de naves o escondrijos en zonas rurales donde se encuentran miles de objetos de gran valor arqueológico. Hay que precisar que cuando un objeto es sacado de su contexto, sin que se haya estudiado previamente por arqueólogos profesionales, éste pierde casi todo su interés.
Un caso curioso de recuperación ha sido el del yacimiento del poblado celtíbero de Arátikos en Aranda de Moncayo (Zaragoza) expoliado en los años ochenta, donde gracias a la buena voluntad de Christian Levett, fundador y propietario del Museo de Arte Clásico de Mougins (Francia), se han recuperado en 2019 un conjunto de cascos celtíberos de la época de las guerras sertorianas.
Y si hablamos del patrimonio submarino (donde somos los reyes indiscutibles del planeta) las contradicciones de nuestro modelo jurídico son aún más evidentes. Cientos de pecios han esperado dormidos en el fondo del mar a que se desarrollen los medios técnicos adecuados para volver a la luz.
El tesoro del Nuestra Señora de Atocha, buque naufragado en 1622, fue rescatado en los Cayos de Florida en 1975 porque se encontraba a poco más de diez metros de profundidad. Su descubridor Mel Fisher consagró dieciséis años de su vida y todo su patrimonio a la búsqueda del mismo. Todo lo que se rescató se documentó debidamente para disfrute de los amantes de la historia e, incluso el visitante del Museo en Cayo Hueso (Florida) puede adquirir aún hoy alguna moneda de dicho pecio.
El de Nuestra Señora de las Mercedes, que se hundió el 5 de octubre de 1804 en aguas internacionales a treinta millas del cabo Santa María en el Algarve portugués, se encontraba a más de mil cien metros de profundidad. Fue rescatado en 2007 por la empresa cazatesoros estadounidense Odyssey Marine Exploration la cual empleó muchos años de investigación y los medios más modernos; todo ello con un coste altísimo. Dicha empresa fue demandada por el Estado español y en 2015 perdió el litigio planteado ante los tribunales estadounidenses (Tribunal de Apelación de Atlanta, que ratificó la sentencia de un Tribunal de Washington). Hoy dicho tesoro se encuentra en el Museo Nacional de Arqueología Subacuática (ARQUA) de Cartagena, y el visitante puede contemplar en una vitrina unas monedas del mismo. Remito al lector a la apasionante historia de este pleito, donde nunca ha quedado totalmente demostrada ni la identidad ni por consiguiente el abanderamiento del barco siniestrado, sino solo que el cargamento era de 580.000 monedas de plata y 211 de oro españolas acuñadas en su mayoría en la ceca de Lima.
El tesoro del San José, que fue hundido en 1708 frente a las costas de Cartagena de Indias con doscientas toneladas de oro y plata, aguarda a sus rescatadores a seiscientos metros de profundidad. Desde su descubrimiento en 2015 se han desatado las reivindicaciones de España, propietaria del buque, y Colombia, dueña de las aguas jurisdiccionales donde descansa el pecio. Dado que el hallazgo ha sido calificado como el “Santo Grial de los pecios”, es lógica la disputa. Pero obviamente ninguno de los dos países puede invertir parte de su Presupuesto en el rescate. Tendrá que ser nuevamente la iniciativa privada la que saque a la luz el cargamento, siempre que se resuelvan previamente las reivindicaciones de los litigantes.

“¿Debe el Estado consentir la iniciativa privada para conseguir objetivos públicos?”

De estos ejemplos podemos concluir que la iniciativa privada es la única capacitada para llevar a cabo estos rescates, ya que, por su coste, ningún Estado se puede permitir destinar una parte de su Presupuesto a esta aventura, amén de que el contribuyente no vería con muy buenos ojos que sus impuestos se destinasen a estos fines.
Y gracias a la iniciativa privada, en los museos de determinados países (Reino Unido, EE.UU., República Dominicana, etc…) se encuentran piezas rescatadas por particulares que han convenido con el Estado su reparto (1); así los rescatadores cubren los costes del rescate y obtienen beneficios, y el Estado obtiene gratuitamente fondos museísticos, amén de la valiosa información que proporcionan los arqueólogos que asisten al rescate, documentándolo y estudiándolo.
Lo que subyace en el fondo de esta cuestión es la eterna pregunta: ¿dónde está la frontera entre lo público y lo privado? ¿Puede un Estado intervenir en determinadas materias regulándolas careciendo de medios materiales para exigir su cumplimiento? ¿Debe el Estado consentir la iniciativa privada para conseguir objetivos públicos? ¿Cuál es el signo de los tiempos en el primer cuarto del siglo XXI? ¿Cuál será en un futuro?
El problema es tan antiguo como el Derecho mismo. Ya Ulpiano, jurista del final de la dinastía de los Severos, decía que “los aspectos del estudio del derecho son dos: publicum et privatum: es público, el que se refiere al estado de la cosa romana; y, es privado, el que atañe a la utilidad de cada individuo”.
Parece que en el siglo XX el Estado se ha sentido lo suficientemente fuerte para transformar en públicas determinadas parcelas que en el siglo XIX pertenecían a la esfera privada. Pero tal vez en el siglo XXI, con una visión realista, esté empezando a dejar parcialmente en manos privadas la gestión de determinados sectores donde ya no se siente capaz o no parece conveniente su intervención. Y eso lo está haciendo por el bien público y con el beneplácito de la sociedad.
Todo ello nos lleva a la conclusión de que el Estado español o las Comunidades Autónomas que hayan asumido las competencias en materia de Patrimonio Histórico, ante la imposibilidad o ante la no conveniencia de destinar sus recursos a las actividades de rescate de nuestro Patrimonio Nacional, deben ceder a la iniciativa privada el ejercicio de las mismas, siempre que éstas se lleven a cabo con la debida reglamentación que garantice la salvación, conservación y disfrute colectivo de dicho patrimonio. Puede ser que, para preservar nuestro Patrimonio, haya llegado el momento de imitar las leyes de quienes durante siglos intentaron sustraérnoslo. Si no lo hacemos, la pérdida de nuestro Patrimonio Arqueológico seguirá constituyendo una sangría a través de una herida abierta, y la industria del mercado negro de antigüedades seguirá floreciendo.

(1) La Treasure Act de 1996 ha originado en el Reino Unido una media de 80.000 declaraciones anuales de hallazgos en los últimos años. Dicha Ley parte del principio de nuestro viejo Código Civil: el propietario del objeto encontrado es el dueño del terreno; el buscador, si es un tercero, tiene derecho a la mitad de su valor; pero han de notificarlo inmediatamente a la Autoridad. Y si el objeto es de interés para el Estado, éste tiene derecho a adquirirlo con fines museísticos.

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