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REVISTA103

ENSXXI Nº 103
MAYO - JUNIO 2022

Por: MIGUEL ÁNGEL AGUILAR
Periodista


LA PERSPECTIVA

De la temporada de 1913 dice Juan Belmonte en el libro de Manuel Chaves Nogales que fue la más dramática de su vida. A primeros de abril hubo de torear en Sevilla y al día siguiente en Madrid en la que fue su verdadera consagración. Salí al ruedo, cuenta, como el matemático que se asoma a un encerado para hacer la demostración de un teorema. Apunta que el toreo se regía entonces por aquel pintoresco axioma lagartijero de “Te pones aquí, y te quitas tú o te quita el toro” y que él venía a demostrar que esto no era tan evidente como parecía: “Te pones aquí, y no te quitas tú, ni te quita el toro, si sabes torear”.

Recuerda que había entonces una complicada matemática de los terrenos del toro y los terrenos del torero que, a su juicio, era perfectamente superflua. Y concluye negando que el toro tenga terrenos, porque no es un ente de razón y, por tanto, ningún registrador de la propiedad podría inscribirlos a su nombre. De modo que reitera “todos los terrenos son del torero, el único ser inteligente que entra en el juego, y que, como es natural, se queda con todo”. Es decir que, carente del uso de razón, a nombre de toro alguno pueden figurar terrenos inscritos en el registro de la propiedad. Otra cosa es que como el toro no comparte, en modo alguno, el contenido del toreo en cuanto tal, las reglas de la tauromaquia hayan de ser forzosamente unilaterales.
Desde el teorema de Belmonte podríamos aproximarnos a la geometría del toreo y formular la ecuación de la curva del toro, que es la que describiría en el ruedo un toro que se arranca por derecho hacia el torero buscando empitonarle. Si buscando el olivo, el diestro emprendiera la carrera en línea recta hacia el burladero, la trayectoria que acabaría describiendo el toro sería un caso particular de las curvas o líneas de persecución, así denominadas por Bouguer con ocasión del problema de la ruta del barco que quiere interceptar a otro. La ecuación de esta curva figura en la Memoire de l’Academie des Sciences de 1732. Sucede que el astado, en cada instante, se dirige hacia el torero, pero como éste va desplazándose en línea recta hacia el burladero, resulta que la suma de las rectitudes infinitesimales en que puede descomponerse la trayectoria del toro progresa en inclinación siempre en el mismo sentido y acaba describiendo una curva. Esos tramos infinitesimales que van declinando a cada instante siempre en la misma dirección dejan impresa en el ruedo la huella de una curva, caracterizada por la propiedad de su tangente de estar siempre dirigida hacia la posición del torero en movimiento uniforme.

“Aceptemos que el arte del toreo incluye momentos de fuga del diestro en dirección al burladero para ponerse a salvo, pero brilla sobre todo en las situaciones contrarias, cuando el diestro se atornilla en el ruedo y cita de lejos al astado que se arranca en línea recta”

Aceptemos que el arte del toreo incluye momentos de fuga como el que acaba de describirse cumplido por el diestro en dirección al burladero para ponerse a salvo, pero brilla sobre todo en las situaciones contrarias, cuando el diestro se atornilla en el ruedo y cita de lejos al astado que se arranca en línea recta. Entonces, todo lo aprendido sobre las curvas de persecución queda inservible y cobran su plena vigencia los principios de la tauromaquia de Pepe Hillo, el primero de los cuales es una adaptación del de la impenetrabilidad de la materia, según el cual es imposible que dos cuerpos ocupen el mismo espacio al mismo tiempo. Pero, además, para que el lance se verifique con valor artístico añadido, es preciso que el matador intervenga en la venida del toro -parar, templar y mandar-, que le cite en debida forma y que le de salida con el engaño, sin necesidad de quitarse de donde está o, si en último extremo debiera hacerlo, proceda evitando descomponer la figura, de manera irreprochable.
La curva del toro es, pues, una prueba más, si hiciera falta, de que el torero es el único ser inteligente que entra en el juego. Por eso, se atiene al principio de que la distancia más corta entre dos puntos -el que corresponde a su posición inicial en el ruedo y aquel donde está situado el burladero- es la línea recta que los une. Por su parte, el toro, incapaz de anticipar el propósito del torero, se demora al describir en su persecución una curva de mayor recorrido y esa desventaja favorece su llegada con retraso al burladero, punto común de destino con el matador. Un toro inteligente hubiera podido acortar su camino yendo derecho al burladero lo que le habría permitido llegar antes que su torero perseguido, cortarle la retirada y dejarle a su merced. Sostiene José Bergamín que siendo una cosa poco o nada razonable el toreo, todo en su disposición y orden, en su finalidad y principio, en su ejecución y ejercicio, es tan aparentemente racional, que puede el torero, si consigue alcanzar la maestría, ejercerlo, ejecutarlo, de manera racionalísima, “con exactitud y seguridad matemáticas”. Antes -en el prólogo a su libro Obra taurina, primorosamente editado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas- había recogido el grito de un espectador que, entusiasmado por la perfecta ejecución geométrica y musical de un par de banderillas, decía: “¡Eso no lo mejora ni Pitágoras!”.

“La concepción del arte del toreo es una forma de conocimiento basada en el ‘principio de comunicabilidad de las complejidades inteligibles’”

Pasando de lo vivo a lo pintado, en Las semanas del jardín escribe Ferlosio que “todos los cuadros se pintan siempre desde ‘el efecto’: es al lugar de éste, justamente, adonde va el pintor cuando después de cada pincelada retrocede ante la tela, para mirar un momento y volver de nuevo a ella; desde ese lugar no sólo se comprueba la pincelada anterior, sino que también se decide cada vez la subsiguiente. Así se pasa, pues, el pintor su jornada de trabajo yendo y viniendo del lugar del efecto al de la causa, del lugar de la causa al del efecto”. De ahí concluía nuestro autor que la primera pincelada del lienzo sería totalmente del pintor; la última, totalmente del cuadro. La primera, libérrima; la última, obligada. Y en ese ir y venir del efecto a la causa y de la causa al efecto, de citar al toro a darle salida, cifraba Pepe Dominguín - a quien incorporé a la crítica taurina de Diario 16 y luego al informativo Entre Hoy y Mañana de Tele 5- el torear de oído. Cuando el público aplaude un lance, decía, hay que insistir con la misma mano; cuando protesta, hay que cambiar de mano o de terrenos.
Cuando la feria de San Isidro de 2008 reconocía un buen amigo periodista que un acuerdo no es tan fértil como un desacuerdo a la hora de estimular el diálogo, pero la lidia no es exactamente un diálogo, aunque requiera alguna colaboración del toro, cuya embestida nadie garantiza y sin la cual se multiplican los méritos, pero se hacen imposibles los logros artísticos. En todo caso, convengamos en que la concepción del arte del toreo es una forma de conocimiento basada en el “principio de comunicabilidad de las complejidades inteligibles”, al que se refería con acierto Jorge Wagensberg en su libro Proceso al azar. Por eso es innecesario imbuir a los japoneses vecinos de localidad con teoría ni teorema alguno. Basta con que sentados en el tendido se dejen invadir por la belleza de la ejecución, entren en resonancia con los aficionados y queden arrebatados por emociones de las que les será imposible dar cuenta en Tokio.

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