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REVISTA110

ENSXXI Nº 110
JULIO - AGOSTO 2023

Por: DANIEL GASCÓN
Escritor


Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor, columnista y responsable de la edición española de la revista Letras Libres. Entre sus libros recientes se encuentran Un hipster en la España vacía (Random House, 2020), Fake News. Cómo acabar con la política española (Debate, 2022) y El padre de tus hijos (Random House, 2023).

En los últimos años hemos hablado mucho de la desinformación, la posverdad y los bulos. Uno de los mejores resúmenes lo dio Felicitas Saz, la madre del escritor y agitador cultural Luis Alegre, que escandalizada por lo que oía y veía preguntó a su hijo: “Pero ¿será verdad tanta mentira?”.
La conversación en torno al tema se volvió particularmente intensa en 2016, el año del desconcierto de la democracia liberal, sobre todo en su versión anglo. La opción por el Brexit ganó en el Reino Unido, Donald Trump venció en las elecciones presidenciales estadounidenses y el Oxford English Dictionary escogió “posverdad” como palabra del año. En Gran Bretaña y Estados Unidos la mentira se había utilizado profusamente: la salida de la Unión Europea permitiría financiar mejor la seguridad social británica, decían; Trump había alentado todo tipo de teorías conspirativas, incluyendo el infundio de que Barack Obama no había nacido en Estados Unidos. Tuvimos nuestra versión española: el procés, que empleó muchas de las tácticas de agitación y propaganda del populismo, con falsedades como las balanzas fiscales, mentiras históricas o la exageración astronómica de los heridos en el referéndum ilegal del 1 de octubre y la tradicional (aunque los primeros en denunciarla fueron sometidos a escarnio) intervención rusa para desestabilizar las democracias. Los experimentos no salieron bien: el National Health Service está ahora peor que antes, Cataluña ha sufrido una pérdida económica y de prestigio. La realidad, descubre al menos una vez cada generación, es menos moldeable que el lenguaje.

“La transformación tecnológica arrebataba el control de la intoxicación informativa a sus dueños tradicionales: los medios y los gobiernos. Ahora se podían extender falsedades de manera rápida y barata”

Durante un tiempo -parece lejanísimo- se escribió mucho de esta angustia epistémica: ¿cómo actuar frente a quien era indiferente a la verdad? No era que se hubiera inventado la mentira: es antigua como el mundo y todos teníamos memoria de que unos años antes unas armas de destrucción masiva inexistentes habían servido para justificar la guerra de Irak. Repasas debates sobre Reagan y se denunciaban sus mentiras; Christopher Hitchens escribió un libro sobre Bill Clinton titulado No one left to lie to. La afición de los estadounidenses por perder la inocencia una y otra vez es conocida, y, como lideran la conversación, cada vez más los seguimos en esa senda olvidadiza.
Había algo de presentismo, aunque quizá el descaro, la desvergüenza, era mayor que en otros momentos. Se observaban otras diferencias: por un lado había habido un cambio de mercado: la transformación tecnológica arrebataba el control de la intoxicación informativa a sus dueños tradicionales: los medios y los gobiernos. Ahora se podían extender falsedades de manera rápida y barata. Se puede comparar a la disputa entre los taxis y los VTC. Más o menos todo el mundo coincidía en que esas transformaciones, que tenían muchas cosas buenas, y la capacidad de alterar los procesos electorales a través de la tecnología suponían un grave peligro. Veíamos a Donald Trump y sus secuaces manifestar cosas que eran claramente mentira; estábamos en la era de los “hechos alternativos”. No era, escribía Kenan Malik, que estuviéramos en ese mundo de Montaigne donde la verdad es una y la mentira tenía mil caras: era un mundo con demasiadas verdades, incompatibles entre sí. Algunos encontraban una responsabilidad en la izquierda: tras décadas de acogerse al relativismo, de desacreditar el concepto de hecho objetivo, de decir que el método científico solo era una posibilidad entre otras igual de válidas, estaba en una posición muy frágil. ¿No querías relativismo? Pues ahí estaba, y también lo sabían emplear lo nacionalpopulistas.
Se leía mucho (o se citaba) a Orwell.
La explicación del lavado de cerebro realizado por la desinformación fallaba por varios lugares, tanto desde el punto de vista político como el de la propia información. En términos del ecosistema informativo, ha escrito recientemente Daniel Williams en la Boston Review, si empleamos una definición más o menos acotada de desinformación -es decir, como información falsa, no sesgada o levemente tergiversada, en cuyo caso sería ubicua-, esta no está tan extendida, y su papel causal en grandes acontecimientos sociales no se encuentra sólidamente fundamentada o se exagera. Según Williams, más que crédulos somos demasiado escépticos, y la minoría de la población que consume desinformación son consumidores ávidos y no sus víctimas pasivas. Hay características que complican la lucha contra la desinformación: no tiene unos rasgos intrínsecos que permitan aislarla. La distingue su relación con la realidad, no algo formal que facilite detectarla.

“Hay características que complican la lucha contra la desinformación: no tiene unos rasgos intrínsecos que permitan aislarla. La distingue su relación con la realidad, no algo formal que facilite detectarla”

Atribuir nuestras derrotas políticas a la desinformación delata pereza mental. En primer lugar, sostiene Williams, es una explicación apolítica. “Explica el conflicto social y político no en los términos de las identidades divergentes de las personas, de sus perspectivas o intereses, sino por errores factuales causados por su exposición intemporal”. Así, quien piensa de otro modo lo hace por falta de información y educación. Además, sostiene Williams, es un argumento tecnocrático y no democrático, y tiene un planteamiento casi de salud pública: la desinformación funcionaría como una especie de virus; con los canales adecuados la gente pensaría mejor (o sea, de manera más parecida a nosotros). Finalmente, aunque parece muy pesimista es demasiado optimista: como si hubiera un solo mal que se pudiese emplear para explicarlo casi todo.
Eso no significa que no haya desinformación ni que no sea un problema. La desinformación existe y tiene una larga historia, que en literatura podemos remontar a la guerra de Troya y cuyas actividades incluyeron la escritura de horóscopos personalizados para dirigentes comunistas a fin de desmoralizarlos. Puede afectar, como vimos el 6 de enero en el Capitolio, a la credibilidad del procedimiento democrático.
En un artículo reciente, Noah Smith reunía numerosas observaciones interesantes sobre el tema: algunas eran aplicables al caso estadounidense; otras son valiosas también para nosotros. Ciertos estudios, señalaba, apuntan a que, frente a lo que suele decirse, la cantidad de desinformación está disminuyendo. Podría ser porque aumente también la información, o porque haya un componente sectario en la valoración: los demócratas están más preocupados por el tema que los republicanos, mientras que la confianza en los medios ha caído más entre los republicanos y los demócratas. Otro factor posible tiene que ver con la polarización: manifestar creencias absurdas puede entenderse como una muestra de lealtad de grupo en momentos de zozobra y tribalismo. Puede haber, según Smith, una divisoria marcada por el nivel educativo. Y otro elemento tiene que ver con la disponibilidad: cada fragmento de información que leemos o recibimos se denomina instantáneamente desinformación, así que pensamos que hay más. En Twitter, todo es falso para alguien (y en Google, cualquiera puede encontrar confirmación a la hipótesis más delirante). Para Smith, otro de los problemas para combatir la desinformación es que extenderla es un trabajo, mientras que contenerla es un hobby.
Se escribió mucho de eso -la posverdad-, en tonos muy solemnes, hasta que nos entró la risa a todos. Era una cosa del nacionalpopulismo. Pero ¿no hemos visto por ejemplo al presidente del gobierno ser, por decirlo de alguna manera, voluble en su relación con la verdad? Un ejemplo particularmente elocuente son dos afirmaciones casi consecutivas: España era el segundo país del mundo con más desaparecidos en fosas comunes por detrás de Birmania y por detrás de Camboya. Se han creado comités antibulos que solo denuncian las mentiras de la oposición y se han atribuido decisiones sobre la pandemia a comités de expertos que no existían. En esta legislatura se ha destruido la credibilidad del Centro de Investigaciones Sociológicas, y el presidente ha emprendido una gira de entrevistas por medios de comunicación para desmentir la impresión de que es un mentiroso y acusando de propagar bulos a quienes lo critican.

“La definición más operativa es esta: Fake news son las noticias que benefician a mis adversarios. Políticos prosistema y antisistema utilizan la etiqueta para desacreditar a sus rivales”

No es tanta la novedad: en realidad, quien popularizó el término fake news, bulo, fue Donald Trump. La definición más operativa es esta: fake news son las noticias que benefician a mis adversarios. Políticos prosistema y antisistema pueden utilizar la etiqueta para desacreditar a sus rivales; en la tendencia a usarlo puede haber algo de personalidad y del espíritu de la época. A veces en los reproches que se les dirigen hay mentiras y exageraciones, pero no todo son mentiras. En ocasiones el discurso supuestamente racional, científico, sirve para deslegitimar las críticas, que se vuelven irracionales, acientíficas: opera un mantra oscurantista que actúa de manera camuflada.
La información sesgada y tergiversada más eficaz viene de los medios y las autoridades: la democracia es el régimen que permite examinarla y desmentirla, que permite controlar al poder. En el periodismo español, un ejemplo de teoría de la conspiración es la que giró en torno a los atentados del 11M, mientras que ejemplos de sesgo los podemos detectar cada día. Pueden estar relacionados con la dinámica de la polarización, de la que son causa y consecuencia, y de las transformaciones del ecosistema comunicativo y del negocio: medios más frágiles dependen más de gobiernos; el modelo de suscripciones puede favorecer visiones más alineadas.
A veces, más que una cuestión estricta de información falsa, se genera lo que Josu de Miguel llama “estados de excepción comunicativos”, una forma quizá más representativa de nuestra época, por la velocidad y escala que adquieren los fenómenos. Un caso es el escándalo por la primera sentencia de La Manada, que condenaba a los violadores por abuso con prevalimiento (9 años), y que se interpretó de maneras fantasiosas: mostraba el machismo de la ley o la judicatura, el juez que discrepaba tenía problemas psicológicos según el ministro de Justicia, era necesario reformar el Código Penal. Con la misma ley los perpetradores fueron condenados por el Tribunal Supremo a 15 años de prisión por agresión sexual. Pero las falsedades sobre la justicia y el proceso aparecieron en medios teóricamente serios, y, aunque había una clara motivación política en parte de la agitación, la distribución ideológica fue al comienzo más transversal de lo que parece. La principal consecuencia ha sido la catástrofe legislativa del solo sí es sí. Deberíamos haber aprendido algo de ese desgraciado episodio, pero lo dudo.
Otro ejemplo es el llamado caso del Catalangate: el semanario The New Yorker publicó un artículo sobre el supuesto espionaje a líderes independentistas por parte de España. El artículo estaba lleno de errores, pero además el informe, del Citizenlab de Toronto, no cumplía estándares académicos básicos: el autor principal, Elies Campo, era una de las teóricas víctimas, y el centro no ha proporcionado información sobre el análisis forense de las terminales o la financiación. Uno de los objetivos era interferir en los juicios a líderes independentistas. Medios convencionales y partidos del gobierno y de la oposición aceptaron la noticia y mostraron su indignación o contrición. Luego, en buena medida gracias al trabajo de José Javier Olivas, hemos sabido el nivel de chapuza y deshonestidad. Pero el escándalo prefabricado produjo, entre otras cosas, la destitución de la directora del CNI. Así que uno de los peligros de la desinformación es que a veces, por alianzas y conveniencia, los gobiernos actúan como si estuviéramos ante algo real, aunque todos sepan que no es así. Como en la gravísima acusación de fraude electoral en Estados Unidos, el problema no es que “la gente” crea teorías conspiranoicas, sino que las élites las propaguen y utilicen.

“Cuando un organismo que se dedica a la verificación muestra su sesgo, debilita la causa de la verdad de manera más amplia porque desacredita un procedimiento necesario”

En estos años se ha puesto de moda la verificación de datos, y han aparecido organizaciones y equipos de labor admirable. Las posibilidades digitales, además, producen nuevos peligros. Pero también se ha convertido en un fetiche y en ocasiones en una trampa. Curiosamente, a la vez que se ponía de moda la verificación -o que vivíamos una edad de oro del periodismo de datos-, se reivindicaba el periodismo activista, donde el redactor debía tomar partido y repara una injusticia: quizá no fuera lo ortodoxo, pero la situación era excepcional y se justificaba (este siempre es un argumento tramposo: uno encuentra siempre la excepción que da licencia al mal comportamiento).
No es raro encontrar verificaciones que incurren en una nueva falsificación. Hace unos meses, una sección de fact-checking en televisión presentaba un vídeo de un deporte de lucha donde se enfrentaban dos mujeres, una cis y una trans. La cis era más pequeña, la trans vencía. En el programa aclaraban la falsedad del vídeo: eran dos mujere cis, de tamaños distintos; la menor, unos meses más tarde, había ganado a la mayor en otro combate. El vídeo, con la atribución incorrecta, se extendía en las redes de la ultraderecha estadounidense y servía de munición a la transfobia. El desmentido, valioso en sí, parecía conducir a una nueva falsedad: que no hay ningún problema con la participación de mujeres trans en el deporte femenino y es todo un invento de conspiranoicos y tránsfobos.
Solo es una anécdota, pero el mecanismo se repite con mucha frecuencia. Cuando un organismo que se dedica a la verificación muestra su sesgo, debilita la causa de manera más amplia porque desacredita un procedimiento necesario. Las malas prácticas de los medios son parte de un catch-22: conocemos sus defectos, pero también son los que nos dan la información fiable que necesitamos, para lo que es necesaria la profesionalidad, la confianza en uno mismo y el respeto al trabajo que te permite ser humilde, y cierta conciencia crítica de nuestras tendencias naturales. Como escribe Tim Harford, “tenemos que adquirir el hábito de pensar que estamos equivocados y buscar pruebas de nuestros supuestos equivocados”.

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