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ENSXXI Nº 13
MAYO - JUNIO 2007

EL GUBERNATIVO

Si hemos de enjuiciar de manera imparcial desde la perspectiva del usuario –única que debe tenerse en cuenta- el funcionamiento actual del recurso gubernativo contra la calificación del registrador, la conclusión no puede ser más negativa. Y ello por la concurrencia de varios condicionantes, no muy perjudiciales por separado, pero que al actuar combinadamente colocan al solicitante de la inscripción en una situación de indefensión casi total.

Estos condicionantes los conoce perfectamente todo aquél que cuente con una mínima experiencia en el tema: la incapacidad de la Dirección General para resolver en plazo la gran mayoría de los recursos interpuestos contra las calificaciones denegatorias; la incapacidad de la Dirección General para imponer su autoridad –la del carácter vinculante de sus resoluciones- a través de un sistema disciplinario mínimamente creíble; y, por supuesto, el silencio negativo.
Bastaría con que uno cualquiera de ellos no existiese para que el recurso fuera un mecanismo eficiente al servicio de los ciudadanos que pretenden la inscripción de sus títulos, pero, jugando los tres simultáneamente, convierten al recurso en un instrumento inútil y, por eso mismo, amenazan el correcto funcionamiento del tráfico jurídico inmobiliario y mercantil. Ante una concreta calificación registral manifiestamente improcedente, aunque solo sea porque la Dirección General ya la ha desestimado en innumerables ocasiones, el usuario se encuentra completamente indefenso. Si la recurre, lo más normal es que transcurra el plazo de tres meses sin recaer ninguna resolución, lo que implicaría su desestimación debido al juego del silencio negativo (lo que no deja de ser paradójico, pues el silencio presume desestimado lo que el carácter vinculante de las resoluciones presume estimado). En cualquier caso, lo decisivo a efectos prácticos es que el título sigue sin estar inscrito. El usuario podría aguardar entonces a que –pese al transcurso del plazo- la Dirección General terminase por resolver (como, por cierto, está obligada a hacer) pero la espera puede ser literalmente eterna, porque la Dirección incumple esta obligación con descorazonadora frecuencia. También podría, por supuesto, buscarse un abogado y procurador y acudir a los tribunales, armándose de paciencia (y de dinero) hasta la resolución definitiva del asunto por el tribunal superior. Pero lo que no se puede negar es que la opción es difícil de tragar, máxime cuando a nadie se le escapa que si ante ciertas calificaciones –que con todo rigor cabría denominar de insumisas- existiese un mecanismo disciplinario verdaderamente efectivo, el problema prácticamente desaparecería. Sin embargo, la inoperancia disuasoria de los escasos expedientes disciplinarios que se abren por este motivo impide atajar determinadas estrategias, siempre a costa del ciudadano, y que no tienen más lectura que la corporativa.

"Lo que accede al Registro son documentos públicos calificados de forma positiva por otro funcionario, gozando así de la correspondiente presunción de legalidad. El que en estos casos la discordancia de criterio entre funcionarios se sancione con el silencio negativo es un auténtico absurdo"

Puede que resolver muchos de los males que impiden el correcto funcionamiento de nuestra Administración sea cuestión difícil y trabajosa, pero lo cierto es que los problemas que aquí venimos comentando no integran ese grupo, porque lo único que esperan para resolverse es un poco de voluntad política por parte de los responsables de turno.
Así, por lo que se refiere a la lentitud a la hora de resolver los recursos, sería bueno que la Dirección asumiese de una vez por todas que la función de “cátedra” o de fijación de doctrina es tributaria de la de resolución de conflictos, que debe prevalecer en todo caso. Existen multitud de supuestos que no se prestan al lucimiento de un fino jurista y que lo único que demandan es una decisión, clara y firme, aunque solo sea por remisión a una norma legal y a la jurisprudencia ya existente. Esta forma de decidir sería deseable en todos los casos, pero es imprescindible cuando se trata de reiterar doctrina ya sentada. Lo decisivo es que los conflictos planteados se resuelvan, es decir, que el ciudadano obtenga la tutela a la que tiene derecho lo antes posible. El planteamiento doctoral que tradicionalmente ha venido desarrollando la Dirección General en el ámbito del recurso gubernativo es un lujo que el ciudadano del siglo XXI no está en condiciones de sufragar, al menos si es a costa de que la mayoría de los recursos interpuestos se queden sin resolver. Podía ser suficiente en una época en la que todos los operadores acataban su doctrina con temor reverencial, pero sería bueno que la Dirección comprendiese de una vez que, desgraciadamente, ya no vivimos en ese mundo.

"El planteamiento doctoral que tradicionalmente ha venido desarrollando la Dirección General en el ámbito del recurso gubernativo es un lujo que el ciudadano del siglo XXI no está en condiciones de sufragar, al menos si es a costa de que la mayoría de los recursos interpuestos se queden sin resolver"

En cuanto al régimen disciplinario, no hay nadie que pueda detectar mejor que la propia Dirección la reiteración de determinadas calificaciones en franca oposición a su doctrina vinculante, en cuanto que ella es la destinataria de los constantes recursos que los interesados se ven obligados a interponer. Por eso mismo, sin necesidad de denuncia por parte de los interesados –nadie puede dudar de la eficacia del monopolio a la hora de desincentivar ciertas actuaciones- es imprescindible que la Dirección adopte una postura mucho más activa en la persecución de estas conductas, impulsando los correspondientes expedientes hasta el final.
Por último, a nadie se le escapa que el silencio negativo debe ser objeto de una regulación mucho más racional, limitándolo a los pocos casos en los que tiene sentido imponerlo, como podría ser el del tracto sucesivo. En los demás, que en la práctica constituyen la gran mayoría, el principio debería ser precisamente el contrario: el silencio positivo. Cuando el registrador califica como defecto subsanable la falta de aportación de un poder o de otro documento que ha tenido a la vista el notario, lo lógico es que una vez transcurrido el plazo concedido al superior jerárquico para resolver el recurso interpuesto a tal fin, el interesado obtuviese paso franco a su legítimo derecho a la inscripción del título. Recordemos que en la práctica totalidad de los casos lo que accede al Registro son documentos públicos previamente calificados de forma positiva por otro funcionario, gozando así de la correspondiente presunción de legalidad. El que en estos casos la discordancia de criterio entre funcionarios se sancione con el silencio negativo es un auténtico absurdo.
Claro que, frente a todas estas argumentaciones, siempre puede alegarse que el interesado dispone de un “recurso” enormemente sencillo a su alcance: la subsanación. Es cierto, y sin perjuicio de reconocer que éste es el que hoy termina imponiéndose en la práctica (a la fuerza ahorcan) cabría objetar que por esta vía, en la que se reconoce al funcionario de base la última palabra en relación a la pretensión de los particulares de obtener publicidad para sus pactos libremente convenidos, nos alejamos irremediablemente de lo que se ha dado en llamar Estado de Derecho.

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