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ENSXXI Nº 16
NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2007

ÍÑIGO FERNÁNDEZ DE CÓRDOVA CLAROS
Notario de Cádiz

Desde fechas recientes, los estatutos de la sociedad anónima y de la limitada pueden prever la existencia de un nuevo órgano, innominado, pero caracterizado por desempeñar una “función meramente honorífica”. En contra de lo que sería exigible, no ha sido la Ley (que sólo sabe de junta general y de órgano de administración, como órganos comunes para las sociedades de capital), sino el R.R.M (a raíz de la modificación introducida por Real Decreto 171/2007, de 9 de febrero, regulador de la publicidad de los protocolos familiares) la norma que ha venido a crear el nuevo órgano, como si, ante el silencio de la Ley, ésta fuese una materia sobre la que pudiera maniobrar un reglamento. Lo excesivo del proceder gubernativo se evidencia si se repara en la, al menos a primera vista, ausencia de toda conexión material entre la inauguración del órgano honorífico y la finalidad, que alienta y da título al R.D, de quebrar la estructural reclusión del protocolo familiar al ámbito de lo para-social. La regulación, en fin, es extremadamente escueta, pues sólo dice de la naturaleza honorífica de la función, para precisar después que los estatutos podrán determinar el régimen de retribución de los titulares del cargo, con lo que son mucho más numerosas las dudas suscitadas que los problemas resueltos.
La esencial afecta a la propia función del órgano (a su utilidad, en definitiva), pues sólo se nos dice que ha de ser “honorífica”, sin mayores precisiones. Las dudas subsisten por mucho que se haya pretendido cualificar esa función con el adverbio “meramente”. La parquedad en la definición de la función, unida a su aparente novedad (no se habla de honor en la LSA o en la LSRL), hacen recomendable una prospección terminológica, para poder entender el sentido de la expresión: si “honorífico”, según enseña la Academia, dice de aquello que “da honor”, y por “honor” debe valer, a estos efectos, la acepción que lo define como “el obsequio, aplauso o agasajo que se tributa a alguien”, debe convenirse que la función del nuevo órgano lo que pone de su cargo es la tarea de cuidar y fomentar la reputación o el prestigio de la sociedad, es decir, su imagen o su apreciación según es contemplada desde fuera –por la sociedad en general, pero también, puesto que aquí hablamos del buen nombre de las sociedades mercantiles, por parte del mercado en particular-. La aproximación gramatical, que ha servido para aclarar que la nueva función corporativa debe estar, toda ella, volcada en la proyección exterior de la sociedad, pone de relieve, también, que la misma parece, incómodamente, llamada a solaparse con las funciones de representación o de “gestión exterior” que, en el actual esquema inter-orgánico de distribución de poderes, son privativas del órgano de administración. Con todo, la debilidad de las competencias que deben reconocerse en cabeza del nuevo órgano, según se verá a continuación, hace que esos problemas de convivencia puedan decirse tolerables para el sistema.

"Esta forma de razonar responde a un entendimiento demasiado estrecho de los problemas involucrados en la responsabilidad social, alejado de la sofisticación que una recta comprensión del concepto de interés social"

La regulación centra su atención en la función del órgano, es decir, en la índole de la actividad ratione materiae que ha de desempeñar o parcela del interés social sobre el que puede incidir y guarda silencio, en cambio, sobre cómo deba hacerlo o cuáles deban ser sus competencias, laguna ésta justamente contraria a la padecida por el R.R.M en el diseño del otro órgano social de reciente estreno: el “comité consultivo” o “comité consultivo familiar”, pues de éste no se dice cuál sea su función, pero sí que puede titular “competencias consultivas o informativas”. Pero precisamente por esta asimetría, ejemplo de regulación imperfecta, no cabe excluir que estas mismas competencias, como no decisorias que son, puedan atribuirse también al órgano de función meramente honorífica, aunque circunscritas al particular segmento del interés social que le ha sido asignado.
Como la regulación reglamentaria no ha querido ir más allá en la definición del concreto ámbito de capacidades del nuevo órgano y se presenta, más bien, deliberadamente ambigua y abierta, debe reconocerse a la autonomía privada un generoso margen de actuación al respecto. Los estatutos deberían estar en grado de recorrer el amplio espectro fenomenológico que, en abstracto, es posible imaginar para el nuevo órgano, uno de cuyos extremos estaría ocupado por un tipo de cargo que podría describirse, en resumen, como de valor “ad pompam”, de estructura generalmente unipersonal, reservado al patriarca o fundador con vistas a su jubilación y diseñado a su medida (es en este terreno de los modelos empíricos y no en el dato normativo donde puede encontrarse alguna suerte de ligazón entre el nuevo órgano y la juridificación de la empresa familiar que inspira el R.D), despojado, además, de toda competencia no ya decisoria, sino sustantiva, e investido de meras habilidades protocolarias (en uso de las cuales podría, por ejemplo, ser autorizado por los estatutos para asistir a la junta e incluso tomar asiento en la mesa de su presidencia, pero como cualquier otra persona que pudiera tener interés en la buena marcha de los asuntos sociales, ex art. 104.2 LSA) o, todo lo más, de habilidades documentales, pero como podría serlo también un tercero extraño a la estructura corporativa de la sociedad (art. 108.3 RRM, sobre elevación a instrumento público de acuerdos sociales por cualquier otra persona distinta de los administradores provista de la oportuna escritura de poder). En esta primera versión edulcorada del cargo, éste no sería, en el fondo, más que el título o, incluso, el pretexto, para atribuir a su titular “un derecho especial de contenido económico” a costa del patrimonio social y, en tal sentido, una singular recreación de la figura de las ventajas del fundador (art. 11 LSA), pues lo decisivo en ella no lo sería tanto la obligación de honorar a la sociedad como el derecho a percibir de ésta una retribución.
Pero la versatilidad de la regulación debiera permitir también otras versiones más sólidas y consistentes del cargo: el otro extremo del espectro estaría así ocupado por un órgano de estructura colegiada, idealmente nutrido de “independientes”, cuya función más genuina pudiera estar referida a la llevanza del patronato de las fundaciones dotadas por la sociedad (art. 8.3 de la Ley 50/2002, de 26 de diciembre, de Fundaciones) o al seguimiento de los convenios de colaboración empresarial en actividades de interés general suscritos con entidades beneficiarias de mecenazgo (art. 25 de la Ley 49/2002, de 23 de diciembre, de Régimen Fiscal de las Entidades sin fines lucrativos y de los Incentivos Fiscales al Mecenazgo), pero que podría llegar a serlo también, en general, la promoción -en práctica sustitución, que no directa eliminación, de las funciones del consejo de administración- de toda esa heterogénea gama de intereses que ha venido, recientemente, a cobijarse bajo la rúbrica de la llamada “responsabilidad corporativa” o “responsabilidad social de la empresa” (vid., a este respecto, las observaciones que, sobre “el marco ético del gobierno corporativo” y, en particular, la elaboración y presentación, espontáneas, a los accionistas, los empleados y la sociedad en general, de un “triple balance económico, social y medioambiental”, se contienen en el Informe Aldama, sobre fomento de la transparencia y seguridad en los mercados y en las sociedades cotizadas). A tal propósito, este consejo o comité puede ser investido de competencias, si no, desde luego, decisorias, sino, al menos, de promoción o impulso y, como instrumentales respecto de éstas, también de información (esto es, del derecho de exigirla) y/o de consulta (esto es, del derecho de darla), diseñando así un esquema de relaciones a ser entendidas, sobre todo, con el órgano de administración, pero que pudieran, excepcionalmente, llegar a serlo también con la junta general (por ejemplo, pre-formulación del informe de gestión en la parte relativa a la responsabilidad corporativa o incluso presentación o, al menos, ilustración del mismo ante la junta general).

"Nada se dice, por ejemplo, acerca de su denominación, ausencia que debe suplirse con el reconocimiento de un razonable margen creativo a los estatutos, con tal de que no se induzca a error o confusión sobre la naturaleza sólo honorífica de la función"

La determinación de lo incierto de su función no agota, desde luego, todos los problemas que suscita la regulación del nuevo órgano.
Nada se dice, por ejemplo, acerca de su denominación, ausencia que debe suplirse con el reconocimiento de un razonable margen creativo a los estatutos, con tal de que no se induzca a error o confusión sobre la naturaleza sólo honorífica de la función. En particular, no debe existir inconveniente para que, por analogía con lo autorizado para el comité consultivo, el nuevo órgano se pueda cualificar también, de una u otra forma, como de raíz “familiar”.
Nada se dice tampoco sobre el procedimiento de designación y de separación de los titulares del cargo. Ante ello, debe entenderse que la designación puede: i) bien ser estatutaria (a modo de cargo “nato”, ex art. 1.692 CC), con lo que sólo procedería su separación de acuerdo con los requisitos propios de toda modificación de estatutos y, por tanto, previa obligada inclusión del asunto en el orden del día (en contra del art. 68.1 LSRL y de la interpretación jurisprudencial del art. 131 LSA) y con el concurso de las mayorías (reforzadas en su caso, a salvo de la unanimidad) a tal efecto establecidas o las generales de toda modificación estatutaria, o ii) bien encomendarse a la junta general o al órgano de administración (pues, a fortiori, así está previsto también para el comité consultivo), con lo que los estatutos serían libres para elegir el órgano del que el nuevo trae su investidura o, lo que es lo mismo, el órgano llamado a actuar en la práctica como “delegante”.

"Precisamente por esta asimetría, ejemplo de regulación imperfecta, no cabe excluir que estas mismas competencias consultivas o informativas, como no decisorias que son, puedan atribuirse también al órgano de función meramente honorífica"

Otro tanto sucede con la duración del cargo, que, ante ese silencio y en atención a la claridad exigible, parece que debe expresarse en todo caso, aunque nada debe impedir la previsión de una duración indefinida, incluso en la sociedad anónima.
Tampoco el RRM se ha visto en el caso de tener que precisar la estructura del nuevo órgano, más allá de la indicación de que pueden ser varios sus titulares. Puesto que nada se dice, cabría pensar, en principio, en un posible diferimiento del cargo a un titular único, a varios mancomunados o solidarios o a un órgano colegiado bajo la forma de consejo o comité. No es seguro, sin embargo, que la laguna pueda llenarse recurriendo, para todo, a lo que está previsto y concebido para el órgano de administración, pues la analogía exige, como presupuesto de la identidad de la razón, la concurrencia de “un régimen de actuación” (arts. 124.2 y 185.3 RRM) que, en puridad, sólo cabe referir a órganos con capacidades decisorias. Desde este punto de vista, carecería de plena justificación, por ejemplo, prever que los cotitulares del nuevo órgano honorífico puedan actuar solidariamente. La ausencia en éste de genuinas capacidades decisorias y gestoras se compadece mejor con la previsión estatutaria, para el cargo pluri-personal, de un genérico deber de coordinación (sin necesidad de distinguir entre mancomunidad o solidaridad), que, eso sí, en el caso de que aquél se quiera (en contra de la obligatoriedad prevista en el art. 136 LSA) construir bajo la forma de consejo o comité, sometido a la regla de la mayoría, deberá someterse, mejor, a las generales normas reguladoras de todo collegium, en que se basa la actuación regulación, legal y reglamentaria, del consejo de administración.
Como tampoco entra el RRM a discernir cuál sea el estatuto orgánico de los titulares del nuevo puesto (posibles deberes de diligencia, lealtad o abstención, fidelidad y secreto) y, en particular, el régimen de su eventual responsabilidad. La omisión se explicaría, en principio, porque estos deberes y esa responsabilidad sólo parecen exigibles de quien, con su actuación, se halle en grado de comprometer directamente el patrimonio  social, siendo así que el nuevo órgano no actúa en rigor y que sus labores de promoción o impulso, todo lo más, ponen en creación decisiones que deben decirse, mejor, no ya autorizadas o ratificadas por el órgano de administración, sino, directamente, adoptadas por éste (vid., a fortiori, art. 133.4 LSA) y de las que sólo éste debe ser responsable. Esta forma de razonar, sin embargo, responde a un entendimiento demasiado estrecho de los problemas involucrados en la responsabilidad social, alejado de la sofisticación que una recta compresión del concepto de interés social demanda (piénsese, por ejemplo, en el cargo honorífico de la sociedad cotizada que, de facto, se interesa y ocupa de todas sus actividades de patrocinio y mecenazgo). Por eso, la laguna debe ser llenada sin excesivos esfuerzos, reconduciendo, en su caso, la actuación del titular del cargo ad honorem a la propia de un administrador de hecho dentro de la esfera de influencia que le ha sido asignada, con los consiguientes efectos de imputación de los mismos deberes y del mismo nivel de responsabilidad exigibles al administrador (de acuerdo con los artículos 133.2 LSA y 69.1 LSRL).
Finalmente, en cuanto a la retribución, aun cuando nada se diga, debe ser claro que la misma, si referenciada a beneficios, no debería poder sobrepasar ciertos límites, como los legalmente concebidos para otras atenciones estatutarias análogas (art. 130 LSA, sobre retribución del administrador y, sobre todo, art. 11 LSA, sobre ventajas del fundador, precepto éste que, en algunos casos, particularmente en aquellos en los que el cargo se haya trazado con el perfil que hemos llamado ad pompam, pudiera señalar el límite máximo de la retribución admisible a nuestros efectos, hasta el punto de que, en buena lógica, la suma de la retribución por el desempeño del nuevo cargo honorífico y del importe de la ventaja propiamente dicha no debiera rebasar, en conjunto, el límite del diez por ciento de los beneficios netos previsto para ésta, pues, no en vano, este límite está impuesto para todas las ventajas en general, “cualquiera que sea su naturaleza”).
En definitiva, la figura cuyas líneas generales han quedado esbozadas constituye un buen ejemplo de regulación imperfecta, si bien, a la postre, intrascendente o inocua en lo esencial (que es el esquema legal e imperativo de distribución de poderes entre órganos), y, como tal, merecedora sólo de este leve apunte crítico.

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