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ENSXXI Nº 18
MARZO - ABRIL 2008

CORA MIRA
Profesora titular de Derecho Procesal en la UNED

La economía tiene sus ciclos y, después de un largo período de bonanza, hemos entrado, de pronto, en una etapa de crisis o, si se prefiere, de grave desaceleración económica. La morosidad en el ámbito financiero cobra ya un cariz inquietante, los directores de banca ya no atienden con una sonrisa a los solicitantes de préstamos y todo hace prever, muy próximo, un aluvión de impagos y ejecuciones. Un crecimiento del 31,8 % de activos dudosos en el crédito al consumo, según la información que facilitaba, por ejemplo, la sección económica del periódico EL PAÍS el pasado día 26 de febrero.
El golpe de la crisis es todavía más dramático en una sociedad como la nuestra, con las economías familiares excesivamente endeudadas. Ahora que va a ser difícil llegar a fin de mes para pagar la póliza, la letra o la hipoteca,  pronto empezará también a cuestionarse si es adecuado y en qué medida, o no, el actual sistema procesal de ejecución de créditos imperante en nuestro ordenamiento, si es o no equilibrado y si es o no suficientemente garantista.

"La tutela ejecutiva del crédito, al final de todo, no se fundamenta sino en la propia certificación del acreedor, por lo que cabe plantearse si no se trata, aunque camuflado o encubierto, de un privilegio legal a favor de las instituciones financieras para el buen funcionamiento del crédito, como motor de la economía"

Y si hubiera que señalar un lugar de desequilibrio entre las respectivas posibilidades formales de defensa que ostentan las partes, cuando se trata de la ejecución de créditos en el sistema financiero, quizá el más paradigmático sea, precisamente, el art. 572.2  LEC. La norma, en las operaciones mercantiles que arrojan un saldo deudor, faculta al acreedor para determinar unilateralmente el importe de la deuda por la que el juez habrá de despachar ejecución, sin audiencia del deudor, ni tampoco de los fiadores o avalistas y con el consiguiente e inmediato embargo de sus bienes también inaudita parte.
La introducción de este engranaje procesal en el sistema financiero ha sido progresiva. Arranca de una orden ministerial de 1950 que extendió a la banca privada el privilegio otorgado dos años antes al Banco de España, consistente en que la determinación del saldo del crédito por la banca acreedora -como decía la norma- "hará fe en juicio". Como se trataba de un privilegio bancario difícil de justificar en el nuevo sistema de garantías procesales que se instaura después de la Constitución, una Ley de 1984, de Reforma Urgente de la Legislación Procesal, trató de darle acogida mediante una nueva redacción del artículo 1435 de la anterior Ley de Enjuiciamiento Civil, exigiendo que se tratase de una certificación de saldo emitida por una entidad financiera (no un simple acreedor) con base en un pacto de liquidación contable consentido por el deudor en el propio título, siempre que además se aportase algún documento fehaciente acreditativo de que la liquidación se había practicado en la forma pactada en el título ejecutivo. La norma, una vez afirmada su constitucionalidad por el Alto Tribunal en la sentencia 10 de febrero de 1992, ha sido trasladada íntegramente a los actuales artículos 572 y 573 de la LEC, sin más cambios que su explícita aplicabilidad ahora a todo acreedor, sea o no entidad financiera, y a toda deuda, derivada tanto de créditos como de préstamos.

"Por la sofisticación de los productos y servicios financieros,  la hipótesis más común hoy en día es que en todo tipo de operaciones mercantiles la deuda casi nunca venga ya fijada de antemano, sino que dependa de factores muy variables posteriores a la celebración del contrato"

Hay que decir que, por la sofisticación de los productos y servicios financieros,  la hipótesis más común hoy en día es que en todo tipo de operaciones mercantiles la deuda casi nunca venga ya fijada de antemano, sino que dependa de factores muy variables posteriores a la celebración del contrato, incluso después, a veces, de diez, veinte o treinta años, que es, por lo general, el plazo de vencimiento de tantos préstamos hipotecarios. La liquidación de la deuda aparece entonces cronológicamente desvinculada del título público, por lo que surge la duda de cómo practicarla de forma igualmente fehaciente.
La firma de un fedatario público atestiguando la corrección de la cuenta saldada por el banco es una garantía formal, sobre todo si quien la extiende es un experto contable, como lo eran los antiguos Corredores de Comercio, por más que su intervención, en la práctica, quedara limitada a un examen extrínseco de la documentación contable, sin el alcance ni control de una auditoría, pero no es suficiente en la legislación procesal para dotar a la certificación del saldo que emite la entidad acreedora de la misma presunción de veracidad inherente a los títulos notariales que llevan aparejada ejecución.
De lo contrario no se entendería por qué en este proceso de ejecución, el art. 573.1º obliga a la entidad acreedora a presentar en la demanda, junto a los documentos en que se exprese el saldo resultante de la liquidación, el extracto de las partidas de cargo y abono, como si sobre el acreedor pesara ciertamente la carga de probar en juicio los asientos contables, y el documento fehaciente no le dispensara de ello y no diera fe de la exactitud de la cuenta, exigiéndosele aportar de nuevo al juez la contabilidad que, se supone, ya había sido aportada al notario. Verdaderamente, en la LEC y en la Legislación notarial el valor de este documento fehaciente queda disminuido y sus efectos muy difuminados.
Quizá la razón de un documento fehaciente de tan poca fe haya que buscarla en que la presunción de exactitud inherente a la fe publica notarial se extiende sólo a los hechos que el notario puede percibir por sus sentidos (de visu et auditu suis sensibus) y también (como reconoce ahora  expresamente la nueva legislación notarial, en su art. 17 bis, redactado por la Ley 24/2001, de 27 de diciembre) a los juicios que el notario puede formular con arreglo a las leyes, que son el juicio de capacidad, el juicio de  suficiencia de la representación y el juicio de adecuación, en general, al ordenamiento jurídico. Pero son, en todo caso, siempre juicios jurídicos. En cambio, que una cuenta o una liquidación contable esté bien hecha o lo esté en la forma pactada contractualmente, envuelve -se quiera o no- un juicio matemático o metajurídico, no cubierto, en puridad, por la fe pública notarial.

"Pronto empezará a cuestionarse si es adecuado y en qué medida, o no, el actual sistema procesal de ejecución de créditos imperante en nuestro ordenamiento, si es o no equilibrado y si es o no suficientemente garantista"

El nuevo Reglamento Notarial (promulgado por el  RD 45/2007, de 19 de enero) estaba obligado inexcusablemente a regular el documento fehaciente de liquidación previsto en la legislación procesal y lo ha hecho incorporándolo, con cierta ambigüedad clasificatoria, a la Sección 4ª, de las Actas Notariales, entre las Actas de Depósito y las Actas de Subastas y, por ende, el contenido de este "documento fehaciente", que es una acta notarial, se presume ahora veraz (artículo 143 del mismo Reglamento). El art. 218 del Reglamento Notarial supone, sin embargo, una distorsión de la fe pública notarial, una previsión reglamentaria heterodoxa, que no encaja dentro del alcance de la fe pública notarial que define la actual la Ley del Notariado en sus artículos 1 y 17 bis, y abre, además, un importante desfase con la legislación procesal.
Pero si la liquidación de la deuda por el acreedor no resulta de un documento fehaciente ni puede quedar acreditada tampoco mediante los extractos contables, por lo limitado de su valor probatorio, siempre en contra de la entidad, nunca a favor (art. 1228 del Cc, en relación con el art. 31 Cco, a que se remite el art. 327 LEC), sólo cabe pensar entonces que su verdadero fundamento es la sumisión del deudor al famoso "pacto de liquidez". Sin embargo, tampoco éste es un apoyo seguro, por las dudas de legalidad acerca del carácter abusivo de una cláusula predispuesta por una entidad financiera, en el marco de un contrato de adhesión con condiciones generales de contratación. Y también porque, cualquiera que sea el fundamento jurídico del pacto de liquidez (si es que lo tiene), su conversión en piedra angular del procedimiento ejecutivo conduce a un planteamiento contractualista de la tutela ejecutiva del crédito, que no podría pretenderse frente a terceros que no hubiesen suscrito el pacto, como el hipotecante no deudor o el tercero poseedor en la ejecución hipotecaria o incluso el fiador en instrumento separado, pese a su genérica mención en el art. 573 LEC.

"La economía tiene sus ciclos y después de un largo período de bonanza hemos entrado en una etapa de crisis o si se prefiere, de grave desaceleración económica. El golpe de la crisis es todavía más dramático en una sociedad como la nuestra, con las economías familiares excesivamente endeudadas"

La tutela ejecutiva del crédito, al final de todo, pese a lo que pueda parecer,  no se fundamenta sino en la propia certificación del acreedor, por lo que cabe plantearse si no se trata, en el fondo, aunque camuflado o encubierto, de un verdadero privilegio legal a favor de las instituciones financieras para el buen funcionamiento del crédito, como motor de la economía, similar al privilegio de ejecución o embargo establecido por el legislador, también por una razón de política legislativa, a favor de otras instituciones, como las Administraciones Públicas, Hacienda o la Seguridad Social. La tendencia del legislador debiera ser, entonces, la de conservarlo, pero atemperándolo con mejores controles técnicos objetivos, igualmente independientes, a fin de lograr una recomposición más equilibrada de los intereses en juego. Nuestra Ley de Enjuiciamiento Civil, sin embargo, contra todo pronóstico, ha extendido esta facultad liquidatoria a cualquier acreedor y no sólo a las entidades financieras, a diferencia del art.1435 de la anterior Ley procesal, y ha trasladado este procedimiento abreviado de liquidación, con dudosa justificación, al  proceso de ejecución de créditos hipotecarios, sin reparar en que la perentoriedad para despachar ejecución es lógicamente menor cuando la traba, como ocurre en la ejecución hipotecaria, está ya establecida de antemano.

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