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ENSXXI Nº 20
JULIO - AGOSTO 2008

FERNANDO RODRÍGUEZ PRIETO
Notario de Coslada (Madrid)

Con el corporativismo pasa como con el estrés: puede diferenciarse entre uno bueno y otro malo. Como es sabido, el estrés se produce cuando, ante un determinado estímulo externo indicativo de peligro, el cuerpo a través de la hormona cortisol se pone en alerta, reforzando los mecanismos de ataque o huida necesarios para la supervivencia. El estrés bueno es el que se adapta adecuadamente, en cuanto a su intensidad y duración, a las necesidades del factor de riesgo exterior que lo provoca. El malo supone una patología definida por la falta de adecuación del efecto generado, de su duración o de su intensidad, a las necesidades de las situaciones externas que lo provocan, y supone a largo plazo un grave riesgo para la salud.
De forma análoga, creo que también puede distinguirse entre un “corporativismo bueno” y un “corporativismo malo”. El primero está inspirado por un afán de mejora de las condiciones del grupo o corporación del que se forma parte, con el fin de que éste esté en condiciones de prestar un mejor servicio a la sociedad. Este corporativismo se traduce no sólo en una acción defensiva frente a las amenazas externas, sino también, y de forma esencial, frente a las amenazas internas. Actúa por ello con un afán depurativo contra los comportamientos irregulares de los miembros del grupo que suponen una amenaza al buen funcionamiento de la función desempeñada y, por ende, al prestigio social del cuerpo. Prestigio que, como herramienta que facilita el desarrollo de la función, también tiene que ser defendido.
Frente a  aquél, el “corporativismo malo” equivoca su objetivo básico: de lo que se trata ya no es de mejorar el cuerpo o corporación y la función que desarrolla, sino de proteger a toda costa a sus miembros. Y de protegerlos no ya sólo frente a ataques injustos, sino también cuando han cometido irregularidades o han infringido manifiestamente la Ley. No se busca ya la depuración de las infracciones en beneficio de la función, sino que aquéllas queden impunes en beneficio del infractor.
No es difícil deducir los perniciosos efectos que esta patología puede causar en la corporación afectada en el largo plazo. El clima de impunidad que se pretende resulta un buen caldo de cultivo para las irregularidades de todo tipo que, cuando finalmente salen a la luz, acaban por lesionar el prestigio y la eficacia de toda la función encomendada.
Los medios se han hecho eco de la sanción impuesta a D. Enrique Rajoy Brey el 14 de junio de este año por la Dirección General de los Registros y del Notariado, consistente en una multa de 12.000 €, la degradación de cien puestos en el escalafón y la privación de la aptitud para ser elegido para los órganos del colegio de Registradores. En la historia de estos hechos encontramos ingentes cantidades de corporativismo, y no precisamente del mejor. Vale la pena conocerla.
Un registrador de Madrid, por cierto ya sancionado también en virtud de otros expedientes, comete la arrogancia de calificar negativamente una escritura exigiendo la reseña de las facultades o la exhibición de los poderes, por no conformarse con la calificación del notario, a pesar de la meridiana claridad de lo dispuesto por el artículo 98 de la Ley 24/2001, sobre todo tras la redacción dada al mismo por la Ley 24/2005. Hasta aquí hechos lamentables, pero nada extraordinarios: estas cosas ya se sabe que pueden pasar hasta en las mejores familias. Pero a partir de aquí comienza lo sorprendente.
El notario pide la calificación de un Registrador sustituto, y se designa al señor Rajoy. Y éste, aunque a la sazón en las calificaciones de su propio Registro acata lo dispuesto por la citada norma, se siente legitimado como sustituto para darle la razón al sustituido. Es decir, para aplicar en ese caso un criterio distinto al entonces habitual en su Registro. Y defiende esa extraña postura con peregrinos argumentos en los que no quiero extenderme por haberlos ya expuesto en un número anterior de esta revista. El lector inteligente ya supone que el comportamiento de un funcionario público que ante dos solicitudes idénticas responde de forma diferente tiene un nombre preciso en Derecho.

"En la historia de estos hechos encontramos ingentes cantidades de corporativismo, y no precisamente del mejor"

Pero no acaban ahí las sorpresas. El notario denuncia los hechos, y la Dirección General abre al señor Rajoy un  expediente sancionador. Se nombra instructor a Don Valentín Barriga Rincón, Registrador de la Propiedad de Salamanca número 2. Y este señor, que presumo fiel cumplidor de la Ley en su propio Registro, incluyendo por supuesto el artículo 98 de la Ley 24/2001, en su propuesta de resolución concluye que el señor Rajoy no ha incumplido ninguna norma legal ni cometido infracción sancionadora alguna. Propuesta tan alejada de la realidad que, por supuesto, no es finalmente atendida por la Dirección General,  que se aparta de ella para imponer la sanción, al considerar que “ha quedado probado que el Registrador expedientado no cumple la Ley 24/2005, y que se consideró legitimado para incumplir abiertamente ésta y la Ley Hipotecaria cuando calificó negativamente la escritura”, “atribuyéndose de este modo la facultad de considerar inaplicable una norma con rango de Ley, lo que supone una clara extralimitación de sus funciones”.
Sorprendente ha sido también la tramitación del expediente por el Instructor, que parecía no tener otro objetivo que la impunidad del infractor. Efectivamente, nombrado en julio de 2007, hasta marzo de 2008 no tiene entrada la propuesta de resolución. ¿Tal vez con la esperanza puesta en un vuelco electoral? Y esta demora da pie a que el infractor solicite la caducidad del procedimiento disciplinario. La resolución reprocha al Instructor estas irregularidades cuando argumenta para desestimar tal solicitud de caducidad que si el procedimiento “se ha paralizado o ralentizado no ha sido por causa imputable a esta Dirección General, sino más bien achacable al Instructor y al propio expedientado; así, por ejemplo, se observa que el presente procedimiento estuvo paralizado por el Instructor más de dos meses, exactamente desde el 6 de septiembre de 2007, en que se le remitió el expediente, hasta el 14 de noviembre, fecha en la que solicita al denunciante que se ratifique en la denuncia presentada”.
“Por otro lado, el instructor tardó 20 días en atender la petición de prueba documental pedida por el expedientado, y mientras tanto le solicitó a éste que le hiciera llegar determinada información que el Sr. Barriga ya tenía en su poder”.
“Finalmente el Instructor dejó transcurrir más de un mes desde que se le recurrió por primera vez, mediante escrito de salida 13 de febrero de 2008 para que remitiera con carácter urgente la propuesta de resolución hasta que la redactó y envió, habiendo tenido que ser requerido entretanto una segunda vez”. “De todo ello se desprende que esta Dirección General agotó todos los medios a su alcance para dictar la resolución en el plazo de los nueve meses que dice la Ley, pero ello resultó imposible por causas ajenas a su voluntad”.
A mí, este desarrollo verdaderamente bochornoso de los hechos me entristece y me llena de perplejidad. No sólo por tener buenos amigos en el cuerpo de Registradores, sino sobre todo porque siento un leal y sincero aprecio por su importantísima función. No entiendo qué es lo que puede llevar a algunos de sus miembros a perjudicarla intentando dar amparo a quienes, teniendo por finalidad de su función el dotar a la sociedad de seguridad jurídica, se permiten desafiar normas básicas como si el Estado de Derecho no fuera con ellos. No entiendo, de verdad, este derroche del peor de los corporativismos.

 

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