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ENSXXI Nº 22
NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2008

Un sentimiento generalizado ante la crisis económica y en particular financiera en que nos vemos actualmente envueltos es la impresión de que todo lo sucedido era tan previsible como evitable. Así como históricamente ha habido situaciones de crisis o de ajuste económico determinadas por factores que de alguna manera escapaban a la previsión o a la propia capacidad humana (epidemias, años de sequía), o que se podían atribuir a algún importante cambio tecnológico o incluso a la propia dinámica aparentemente ciega de los ciclos macroeconómicos, en el caso presente hay bastante acuerdo de todos los observadores o analistas en atribuir gran parte de culpa a simples decisiones humanas: a la imprevisión por parte de los que debían haber previsto; a la inactividad de aquellos que debían haber actuado; a la ligereza de los que debían haber sido más rigurosos; o incluso a la simple codicia de los que podían haberse conformado con bastante menos. Y a la vista de lo sucedido y de la magnitud del desastre, no son pocos los que ahora se preguntan: ¿cómo ha podido pasar esto?, ¿cómo ha podido haber tanta ceguera por parte de los que, por su posición, tenían tanto la responsabilidad como la capacidad de advertir que las cosas en el mundo financiero hacía tiempo que no se estaban haciendo bien?
Fenómenos complejos no admiten explicaciones simplistas, pero parece bastante claro que una gran parte del error es achacable a una fe excesiva en la aptitud del mercado para autorregularse o autocontrolarse. La racionalidad de la eficiencia económica, del análisis coste-beneficio y de la libre competencia sería suficiente para depurar el mercado de comportamientos poco transparentes, ventajistas o directamente fraudulentos, sin necesidad de intervención alguna de las autoridades estatales. Y sin embargo, la condición humana es como es y no como los ingenieros sociales de uno u otro signo ideológico desearían que fuera. Un sistema financiero en el que los controles básicos se confiaban a instancias privadas sometidas al propio mercado –auditores, tasadoras, agencias de calificación o rating- ha terminado siendo muy poco transparente y sobre todo terriblemente ineficiente en términos puramente económicos.
Como difícilmente podía ser de otra forma, agentes controladores completamente privatizados y sujetos al libre mercado de prestación de servicios terminaron plegando su actuación a los intereses inmediatos de los grandes operadores económicos, con grave descuido de aquellos intereses generales difusos cuya custodia tenían encomendada. Y es difícil que pueda ser de otra forma cuando concurren estas dos circunstancias: 

"A la vista de donde nos han llevado esos otros sistemas alternativos que parecían tan eficientes y competitivos, ¿no es más bien el momento de valorar lo que tenemos, aquello que hasta ahora nos ha aportado una seguridad que solo se aprecia cuando falta?"

Por un lado, los incentivos que reciben estos agentes por parte de los operadores económicos que tienen la posición preeminente en el mercado, que son los que canalizan la mayor parte de la demanda de estos servicios de control y que en el corto plazo están interesados en que el control se realice de una forma más laxa, no son comparables a los incentivos que pueden proporcionar los titulares de esos intereses difusos para cuya protección es necesario un control más riguroso.   
Y por otra parte, tratándose de servicios de naturaleza técnica, que requieren conocimientos muy específicos, el mercado en condiciones normales no dispone de la información ni de la “formación” suficiente para poder discernir la “calidad” de los mismos en términos que vayan más allá de una simple comparación de precios o de la velocidad de tramitación del expediente. La defectuosa, negligente o venal prestación del servicio casi siempre sólo se llega a apreciar a posteriori, cuando el daño ya está hecho y se manifiesta en algún destrozo de gran magnitud, las más de las veces bastante tiempo después de cuando se prestó el servicio.
En definitiva, para ciertos servicios, más mercado y más competencia no significan necesariamente más transparencia y más eficiencia.       
El caso de las agencias de rating, que ahora –¡a buenas horas!- están en el punto de mira de toda la opinión pública, es absolutamente paradigmático al respecto. Unas pocas agencias privadas han terminado copando un mercado absolutamente estratégico: el mercado de los servicios de calificación de la calidad crediticia de los diferentes emisores de activos financieros, que es algo que de facto condiciona las posibilidades de financiación no sólo de muchísimas empresas sino incluso de los propios Estados. Y resulta que los sujetos cuyas decisiones de inversión se ven influenciadas por las calificaciones realizadas por estas agencias no suelen tener el más mínimo conocimiento de quiénes están detrás de las mismas, qué vínculos más o menos estrechos –en su caso- mantienen con las empresas emisoras cuya calidad crediticia enjuician, cuáles son los procedimientos o protocolos de evaluación que aplican en su actuación, ni, sobre todo, qué tipo de responsabilidad asumen o no en caso de resultar desacertados sus juicios. De manera que, al final, un elemento clave para la seguridad de todo el sistema financiero, en el que cada vez se gestionan mayores riesgos como consecuencia de la proliferación de todo tipo de “estructuraciones financieras”, termina descansando en la confianza ciega en lo que certifican unas siglas que se supone que merecen –sin que nadie sepa muy bien por qué-  esa confianza. En definitiva, lo único que queda es la confianza en un mero sello; una confianza que, como se está viendo, ha resultado temeraria.     
Reflexionar sobre todo esto no parece en absoluto inoportuno en estos momentos en los que, al mismo tiempo que muchos deploran ahora los excesos de la desregulación y de un mercado incapaz de autocontrolarse (y hasta se llenan la boca afirmando que la solidez de nuestro sistema financiero, en contraste con lo que está sucediendo fuera de nuestras fronteras, se debe al rigor que de siempre ha caracterizado a nuestro Banco de España), resulta que ha llegado a incluirse en la agenda de medidas gubernamentales para hacer frente a la situación de crisis económica nada menos que el proyecto de, a prisa y corriendo, reconsiderar y rediseñar, con el objetivo de evitar “duplicidades” y “solapamientos” y de reducir costes, nuestro sistema vigente de seguridad jurídica preventiva, es decir, el sistema que en nuestro país viene desde hace aproximadamente siglo y medio dando certidumbre y seguridad a los derechos de propiedad sobre los bienes de más importancia económica y a los negocios y actos jurídicos de más relevancia para la vida personal, familiar y empresarial.

"Tratándose de servicios de naturaleza técnica, que requieren conocimientos específicos, el mercado en condiciones normales no dispone de información ni formación suficiente para discernir la “calidad” de los mismos más allá de una simple comparación de precios o de la velocidad de tramitación"

No parece que se nos pueda acusar de interés de parte o de autocomplacencia si afirmamos que entre los pocos servicios públicos que funcionan en este país de una forma más que satisfactoria para sus usuarios se encuentran, sin ninguna duda, las notarias y los registros, los dos elementos que integran el referido sistema de seguridad jurídica preventiva. Se trata de un sistema, tan perfectible como toda obra humana, pero en cuyo diseño se han combinado sabiamente elementos privados, de mercado y competencia, con elementos públicos o de autoridad, dando como resultado una institución que aúna un reconocido rigor, objetividad y seriedad junto con una proximidad al ciudadano, flexibilidad y agilidad desconocidas en el ámbito de otros servicios públicos. Una institución que ha sabido evolucionar y adaptarse con éxito a las exigencias de tiempos y contextos sociales, económicos y tecnológicos muy diferentes de aquellos de su puesta en marcha, mientras otros servicios como la sanidad, la educación y muy en especial la administración de justicia quedaban colapsados por la presión demográfica, las carencias presupuestarias y el desfase tecnológico.
Y si la razón del innegable éxito de este diseño se encuentra en ese sutil equilibrio, tan difícil de lograr, entre mercado y autoridad, entre agilidad y rigor, que tanto se echa ahora en falta en otros ámbitos, ¿no parece, justo ahora, completamente fuera de lugar el comenzar a hacer experimentos con lo que funciona bien? ¿Es justo ahora el momento –si hemos de dar crédito a algunos de los rumores que circulan en relación con la “hoja de ruta”- de introducir una mayor dosis de mercado en la función notarial (libertad de precios, de establecimiento, de acceso)? ¿Para qué?, ¿para conseguir un notariado más flexible, es decir, menos independiente y objetivo, más sensible a los intereses de los grandes operadores económicos? ¿O es justo ahora el momento –para seguir con los rumores- de funcionarializar más los registros (eliminando el arancel y la autoorganización de la oficina registral)? ¿Para qué?, ¿para burocratizar y colapsar los registros, como sucede con las oficinas judiciales?
En definitiva, a la vista de donde nos han llevado esos otros sistemas alternativos que parecían tan eficientes y competitivos, ¿no es más bien el momento de valorar lo que tenemos, aquello que hasta ahora nos ha aportado una seguridad que solo se aprecia cuando falta? ¿O tendremos que ver a muchos en unos pocos años preguntándose también en este ámbito: ¿cómo ha podido pasar esto?, ¿cómo ha podido haber tanta ceguera por parte de los que, por su posición, tenían tanto la responsabilidad como la capacidad de advertir…?

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