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ENSXXI Nº 30
MARZO - ABRIL 2010

JOAQUÍN ESTEFANÍA
Economista y periodista. Fue director del diario EL PAÍS entre 1988 y 1993

Durante los dos mandatos del presidente Bill Clinton, básicamente la década de los años noventa del siglo pasado, EEUU tuvo el periodo más dilatado y profundo de crecimiento económico. Cuando esa expansión estaba a punto de cumplir los cien meses seguidos de incremento del Producto Interior Bruto (PIB), la revista Business Week calificó esa etapa, basada en la revolución de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC) y que parecía hacer compatible el fuerte crecimiento con el equilibrio macroeconómico (baja inflación, pleno empleo, cuentas públicas saneadas, etcétera), como nueva economía. Había nacido un nuevo paradigma, que prendió fuertemente desde el punto de vista mediático, en el que se combinaban en el mejor sentido la tecnología y la economía.
Un periodista de Business Week, Michael J. Mandel, escribió después un libro (La Depresión de Internet, editorial Financial Times/Prentice Hall) en el que decía que el nacimiento de la nueva economía fue precisamente el día 9 de agosto de 1999, fecha de la salida a bolsa del navegador Netscape, que obligó a reaccionar a la todopoderosa Microsoft. La nueva economía se definió como un proceso compuesto de crecimiento económico sin inflación, gracias a la aplicación de las TIC, a la eliminación de las principales barreras comerciales y al libre movimiento de capitales. Otros autores hacían de ella una descripción sicologista que decía que “parece ser principalmente un estado mental, una convicción de que a través de las maravillas de la tecnología, la economía ha entrado en un estado de permanente éxtasis. Todo es una promesa y no hay peligros” (Robert Samuelson en The Washington Post). Estado mental o proceso de continuo crecimiento, la nueva economía conllevaba el final de los ciclos económicos. Un artículo de The Wall Street Journal, una de las biblias del capitalismo americano, del 31 de diciembre de 1999, decía: “El ciclo económico, una creación de la era industrial, puede llegar a ser un anacronismo”.
Uno de los centros geográficos de la nueva economía era Sillicon Valley, donde seguramente se produjo en aquellos años la mayor generación de riqueza de toda la historia de la humanidad: un grupo de ingenieros y un puñado de empresas y de sociedades de capital riesgo (dispuestas a financiar la explosión de innovación y creatividad tecnológica que se estaba generando allí) transformaron la economía americana, no sólo en sus resultados cuantitativos, sino en cuanto a las formas de producción y organización.

"Un periodista, Michael J. Mandel, escribió un libro (La Depresión de Internet) en el que decía que el nacimiento de la nueva economía fue precisamente el día 9 de agosto de 1999, fecha de la salida a bolsa del navegador Netscape"

Una década después de todo aquello ya hay distancia suficiente para conocer cuánto había de realidad y cuánto de ensoñación en la nueva economía. El final de los ciclos devino en la analogía económica del fin de la historia de Fukuyama, y hoy nos vemos envueltos en la principal crisis económica que padece el mundo después de la Gran Depresión de los años treinta del siglo XX. La nueva economía favoreció el nacimiento de centenares de miles de empresas tecnológicas (las llamadas puntocom), que a la luz de un contexto y sin que en muchos casos se conociera ni sus planes de negocio ni sus verdaderas posibilidades de entrar en beneficio generaron una burbuja especulativa que estalló hace una década. En el mes de marzo pasado se cumplieron los 10 años de que el índice tecnológico Nasdaq, creado en EEUU en 1971, alcanzase su máximo histórico y superase los 5.000 puntos; hoy cotiza a menos de la mitad. En él operaban los principales valores tecnológicos, que a partir de abril del año 2000 iniciaron un derrumbe tan poderoso como antes había sido su espectacular subida.
En España, el estallido de la burbuja tecnológica y el contraste con la realidad de las presuntas bondades de la nueva economía están asociados a Terra, una filial de la Telefónica de Juan Villalonga, que nació en 1999 y que salió a Bolsa con una cotización de poco más del equivalente a 11 euros la acción, y que pocos meses después se puso a 157,6 euros. Terra tuvo un espectacular rallie bursátil en muy poco tiempo, y finalizó su vida a poco más de tres euros la acción. En ese pequeño periodo de poco más de un lustro, Terra compró un portal norteamericano de Internet, Lycos, por más de 13.000 millones de euros y lo tuvo que vender a sólo 80 millones. Nunca obtuvo beneficios, lo que no obstó para que en su esplendor, en el cambio de siglo, llegase a ser la cuarta empresa española por capitalización bursátil, por encima de algunos grandes bancos, las principales eléctricas, etcétera.
Terra fue el desiderátum español de aquella orgía irracional de dinero que acabó con el estallido de la burbuja de las puntocom, y un ejemplo típico de pirámide financiera: la falta de información favorece la aparición de burbujas especulativas. Lo han explicado muy bien los historiadores Gabriel Tortella y Clara Eugenia Núñez en su libro Para comprender la crisis (editorial Gadir): si yo quiero invertir dinero y no sé qué título elegir, es muy posible que me decida por el que más sube, pensando que seguirá subiendo. Por esta simple razón, las alzas de precios se prolongan durante largos periodos, y la misma falta de información que crea burbujas favorece el fraude porque, si todo sube, muchos pensarán que vale la pena tomar prestado para invertir en lo que sea, cuanto más arriesgado más productivo, con la seguridad de poder devolver más tarde tras vender con ganancias mientras sigan entrando ilusos en el esquema pero que, cuando la euforia desaparece y los inversores se retraen, se encuentran en la imposibilidad de devolver el dinero o mantener las promesas hechas en tiempos de bonanza.
Hay continuidad entre el estallido de la burbuja de las puntocom, la corta recesión que acompañó su caída, los escándalos de la América corporativa como Enron y los atentados terroristas del 11-S de 2001 que multiplicaron la incertidumbre de la coyuntura y que propiciaron que el presidente de la Reserva Federal (Fed), Alan Greenspan, bajara la guardia inyectando liquidez al sistema y bajando los tipos de interés. Una política monetaria laxa en un contexto de desregulación desaforada generó el caldo de cultivo para el abuso permanente que, una década después, tuvo su epicentro en el estallido de las hipotecas subprime, inicio de todo lo demás que está sucediendo ahora.

 

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