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ENSXXI Nº 33
SEPTIEMBRE - OCTUBRE 2010

MIGUEL ÁNGEL AGUILAR
Periodista

Un buen amigo periodista analizaba hace años algo que tenemos aprendido desde mucho antes de la invención de la imprenta: que en cualquier guerra la primera víctima es la verdad. Porque bajo las tensiones bélicas la presión ambiental hace que versión de los hechos tienda a degenerar en propaganda y quienes se resisten a alinearse con los vientos dominantes y se resisten servir  esos engranajes del sectarismo combatiente quedan envueltos en un halo de sospecha pública y pasan a ser considerados quintacolumnistas del enemigo. De ese enemigo que por todas partes acecha, que está siempre a la escucha, conforme advertían los carteles que inundaron las ciudades en las últimas guerras en particular la española de 1936-39. Porque en esas situaciones extremas se esfuman los escrúpulos para la utilización de todos los recursos, incluso los que suscitan mayor repugnancia moral, que encuentran justificación sobrevenida una vez advertida su eficacia para el fin perseguido de doblegar al enemigo. En definitiva, asistimos a la instalación del principio del vale todo, que genera toda corrosión ética y es origen del encanallamiento social.
De manera que a partir del inicio de las hostilidades, las causas invocadas por cada uno de los beligerantes reclaman para si mismas adhesión y docilidad, como único criterio convalidador de los comportamientos. Tanto el respeto a la verdad como la diligencia profesional exigible para acercarse a ella pasan a ser considerados sospechosos desviacionismos, que acaban por terminar propiciando el colaboracionismo con el enemigo abominable. Pero antes de alcanzar ese umbral, que delimita la entrada en el campo de la beligerancia, ha tenido que producirse un alza de la temperatura hasta la incandescencia bélica. Por eso, conviene atender cómo se atiza la caldera y quienes son los esforzados fogoneros. Enfoque por lo demás interesante porque para llevar a cabo las tareas previas en la diseminación del odio, el derribo de los valores cívicos y la construcción de los antagonismos es fundamental el empleo de la prensa. Así ha sucedido desde que la prensa dejó de ser un cultivo para exquisitos y se hizo prensa de masas. Siempre hay una preparación artillera que facilita el avance de la infantería y también mucho antes una preparación mediática que facilita el estallido de las hostilidades.

"En cualquier guerra la primera víctima es la verdad"

Con motivo del centenario del Desastre de 1898, el fenómeno ha sido estudiado por el historiador Santos Juliá y el embajador Jaime Ojeda en un ensayo que se publicó bajo el título de Aquella guerra nuestra con los Estados Unidos. Prensa y opinión en 1898. En ese trabajo se vio como la construcción anticipada y preventiva del enemigo se preparó desde el papel, tanto en Madrid como en Washington, en una clara apuesta basada en el enorme efecto multiplicador de la prensa. Pero mucho antes de que aquello sucediera tuvo lugar la disputa entre España y los Países Bajos y en el estudio Hazañas Bélicas y Leyenda Negra de los profesores Alain Barsacq y Bernardo  J. García García, --publicado en un volumen que reúne el Coloquio Internacional de Béthume, celebrado los días 25 y 26 de marzo de 2004--.
Si la búsqueda de antecedentes nos ofrece una valiosa herramienta para desentrañar el pasado más próximo y el presente, todo lo anteriormente observado nos coloca en condiciones de confirmar que, por ejemplo, el conflicto de los Balcanes resulta inexplicable sin la colaboración de la prensa y la televisión de Belgrado. Del mismo modo,  en el origen del genocidio ruandés  de 1994, causante de más de 800.000 víctimas mortales, se encuentra la radio de las Mil Colinas que incitó abiertamente a la guerra y la matanza entre Hutus y Tutsis.
Recapitulemos: de una parte la verdad es la primera víctima de las guerras, pero, de otra, las guerras en su origen necesitan de una decidida acción mediática que facilite la ambientación y sirva de fulminante para su estallido. El trabajo de los periodistas resulta muy limitado en situaciones de conflicto abierto, pero paradójicamente esos mismos conflictos necesitan para desencadenarse de su colaboración. En este punto debemos aclarar, siguiendo a Norman F. Dixon en su libro Sobre la psicología de la incompetencia militar  (Editorial Anagrama), que la guerra no se hace teniendo solo en cuenta la posibilidad de obtener una “victoria” --término que suele entenderse como el beneficio neto después de descontar las pérdidas y el costo--. En la guerra también se busca la “gloria”. Y para alcanzar esa “gloria” es necesario hacer la guerra de acuerdo con determinadas reglas, mediante la utilización exclusiva de ciertas armas consideradas honrosas y celebrarla entre fuerzas compuestas por soldados en uniforme. Sólo de esa forma queda a salvo “el honor del guerrero”, que tan bien ha caracterizó en su libro Michael Ignatieff.
Para superar la idea elemental de que en la guerra todo queda convalidado si aprovecha para ganar, basta acudir al contraste con las Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas, de 28 de diciembre de 1978. (Subrayemos antes entre paréntesis, el deterioro gramatical, la erosión sintáctica y la pérdida de sentido que ha causado en la nueva versión de esa norma la pretendida actualización a través del Real Decreto 96/2009, de 6 de febrero. Efectos aún más lamentables porque han incidido sobre el texto sin duda mejor escrito en castellano desde la fundación del Boletín Oficial del Estado). Que la guerra no es la anomia ni la selva, queda claro, por ejemplo, en el artículo 34 de las Reales Ordenanzas donde se establece que “Cuando las órdenes entrañen la ejecución de actos que manifiestamente sean contrarios a las leyes y usos de la guerra o constituyan delito, en particular contra la Constitución, ningún militar estará obligado a obedecerlas; en todo caso, asumirá la grave responsabilidad de su acción u omisión”.

"Las guerras en su origen necesitan de una decidida acción mediática que facilite la ambientación y sirva de fulminante para su estallido"

Dejando a un lado las actualizaciones sintácticas que haya podido sufrir el citado texto, a partir de su literalidad nos encontramos en un buen momento para subrayar, de manera irreversible, que nunca contra nadie vale todo. Como tampoco, vale a favor. Está probado que el vale todo es la pista de despegue hacia el totalitarismo, siempre empobrecedor y degradante, que potencia lo peor de cada uno de nosotros. Del mismo modo que los agentes de la intemperie oxidan los metales, el totalitarismo propende a envilecer tanto las profesiones más excelsas, como los oficios más primarios, y daña tanto a los espíritus más refinados como a las almas más sencillas. Repitámonos ahora, para tenerlo en cuenta, si alguna vez nos viéramos presa de la exaltación o depresión ofuscadora, que ningún fin por elevado que sea justifica el empleo de medios inapropiados o indignos. Ningún amor, ningún odio, ninguna gratitud, ningún rencor, ningún reconocimiento, ninguna venganza, ningún fervor, ninguna tibieza, ninguno encono, ninguna afinidad, ningún despecho. Nada.   
De manera que la guerra, no es la convalidación de la barbarie. Debe atenerse a unas leyes y usos aludidos de forma genérica pero que, más allá del juego limpio y del respeto a los no beligerantes, se proscribe el empleo de armas químicas, bacteriológicas o nucleares, establece el trato a los prisioneros, las obligaciones del ocupante y tantas otras formalidades que han ido siendo codificadas en los tratados de Ginebra concebidos con el intento de atender la ardua tarea de civilizar la guerra.   
Se trata de proceder a la derogación, o mejor a la abolición, del recurso al vale todo. Se ha dicho, desde Clausewitz en adelante, que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Pero que la guerra se sirva de otros medios, es decir, la otredad de los medios utilizados, en absoluto significa que esos medios, cualesquiera que sean, queden homologados sin más, de modo mecánico. Aquí no se cumple el principio de la legitimidad por la acción. La invocación de la santidad del fin, es decir de la victoria que se busca, carece por si misma de fuerza legitimadora respecto de los medios empleados y, entre ellos, de los medios de comunicación. La propensión de algunos a la simetría les ha llevado también a invertir la frase alterando la posición que ocupan los términos guerra y medios. Así se ha llegado a concebir los medios de comunicación como la anticipación de la guerra a través del empleo de armas no letales.
En todo caso, después que aquel burócrata americano, Francis Fukuyama, embarullara al público con su idea del fin de la historia, hemos comprobado empíricamente que de eso nada. Así que alejada la probabilidad de vernos inmersos en la Mutua Destrucción Asegurada propia del antagonismo entre aquellas dos únicas superpotencias, el panorama ofrece conflictos que se multiplican de modo incesante. Por eso, una vez examinado el desencadenamiento de esos procesos, ahora se intenta proceder a su más temprana desactivación. De ahí las fuerzas militares de intervención rápida y sus peculiares versiones en el ámbito diplomático y periodístico. Cuánta sangre se ahorraría si un equipo periodístico, con autoridad profesional y respaldo internacional suficiente, se desplazara con agilidad al lugar de la efervescencia del odio y procediera a desactivarlo como hacen los equipos del Tedax. Para evitar circunscribirnos al tercer mundo convendría mencionar la devastación causada en Estados Unidos por la cadena Fox, la amenaza de Murdoch a la democracia británica denunciada por The Observer y Financial Times, o lo que está sucediendo aquí entre nosotros con los medios que cristalizan en el sectarismo más depurado. Continuará.

 

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