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ENSXXI Nº 35
ENERO - FEBRERO 2011

GASPAR ARIÑO ORTIZ
Catedrático de Derecho Administrativo

La privatización, un "tournant de l'histoire"
El término "privatización" ha sido en estos años una palabra mágica que encarnaba en sí misma una transformación profunda en el modelo de Estado. Ha significado un verdadero tournant de l'historie, como una nueva encrucijada histórica, caracterizada por la liberalización de actividades, la apertura de fronteras, la supresión de monopolios y la privatización de tareas y empresas hasta entonces públicas. Después de más de medio siglo de expansión del Estado, éste ha empezado a retirarse de la actividad económica, para concentrarse en lo que son sus funciones soberanas. Este cambio de modelo, se inicia a finales de los ochenta en el Reino Unido, pero no es propio de un país o de un Gobierno concreto. Es universal, es un proceso de biología histórica, que está teniendo importantes manifestaciones tanto en Europa como en Iberoamérica, e implica esencialmente un cambio de tareas -de roles- entre el Estado y la Sociedad. De economías cerradas, presididas por una empresa pública protegida y una empresa privada subsidiada, se ha pasado a economías de iniciativa privada y de mercado libre, abiertas progresivamente a la inversión y a la competencia internacional. La globalización no es un eslogan, sino una realidad.

"La 'privatización' ha supuesto una transformación profunda del modelo de Estado, un cambio de roles entre el Estado y la Sociedad"

Estos procesos de liberalización e internacionalización de las economías no alcanzaban sólo a la industria o la agricultura, sino también a los grandes servicios públicos y a sectores antiguamente calificados de estratégicos: las telecomunicaciones, el petróleo y sus derivados, las carreteras y los ferrocarriles, las líneas aéreas, la energía eléctrica, el gas los abastecimientos de agua a poblaciones, los transportes y sus infraestructuras (puertos y aeropuertos) así como otras actividades de este tipo. Junto a los procesos de privatización de actividades y empresas, se llevó a cabo en todos los países un cambio profundo, sustantivo, en el marco regulador de las actividades privatizadas, que haga posible la competencia entre los operadores.
Sobre este proceso se centró, no sólo el "Consenso de Washington", sino múltiples informes de las más diversas fuentes: desde el Adam Smith Institute inglés al American Enterprise Institute americano, la Brookings Institution, la Comisión de Desregulación alemana (esa que se llamó la "Comisión de Sabios") o el Tribunal de Defensa de la Competencia español , que todavía bajo mandato socialista, vino a romper, con valentía y con acierto, una inercia histórica de siglos de la economía española. En un trabajo de gran interés, Enrique Fuentes Quintana ha hablado de una vieja querella entre "el modelo castizo y el modelo de economía abierta". El modelo castizo -al que, según Fuentes, ha respondido la economía española (y de otros muchos países) en el último siglo, hasta nuestra integración europea- se ha caracterizado, junto a otras notas como el proteccionismo arancelario, una política presupuestaria laxa, un déficit público permanente y un mercado de trabajo rígido, por una regulación discrecional de los mercados de servicios, contraria a la libertad y a la competencia.

"En los llamados 'servicios públicos' el mercado sólo funciona en el marco de un sistema jurídico-institucional adecuado"

En esta línea de pensamiento, la Comunidad Europea impuso la liberalización progresiva de las economías de los Estados miembros, que pronto alcanzó una plenitud aceptable en los mercados de bienes comercializables y también en los servicios comercializables, como el mercado de capitales, pero que mostró mucha mayor resistencia a liberalizar y abrir a la competencia, interior y exterior, los llamados servicios no comercializables, como los anteriormente citados. La apertura a la competencia de esos sectores regulados, tradicionalmente denominados "servicios públicos", con el significado que más adelante se dirá, exigía una reforma en profundidad de los marcos regulatorios en los que desde su nacimiento habían vivido. Y ello no era fácil, por muchas razones.
En primer lugar, porque estos no son sectores en los que, removidas las limitaciones, el mercado funcione espontáneamente. Al contrario, en ellos el mercado sólo funciona en el marco de un sistema jurídico-institucional adecuado. En segundo lugar, porque la regulación bajo la que estos servicios nacieron, estaba orientada en buena parte a ofrecer protección y seguridad a las inversiones -muy importantes, a veces- en las que esas actividades se apoyan, lo que había dado lugar a intereses muy fuertes y a grupos sociales muy cohesionados que se habían ido formando en torno a ellos con gran capacidad de resistencia al cambio. En tercer lugar, algunos de estos sectores (la energía, el transporte, las comunicaciones, el suelo, etc...) estaban "ocupados" ampliamente (cuando no totalmente) por el sector público, que disfrutó de sustanciosos monopolios, generadores de rentas y de poder político (también de poder sindical). Todo ello les hizo especialmente resistentes al cambio. Pero la Comisión Europea fue muy tenaz: insistió una y otra vez en propuestas de directivas que al final fueron aceptadas por los Gobiernos (siempre con la resistencia francesa).

Causas determinantes del cambio
El contexto político-ideológico de este profundo cambio que el Estado experimentará en el mundo occidental desde mediados de los ochenta se remonta a veinte años atrás, a los años sesenta, en los que algunos economistas de Chicago (hoy casi todos premios Nóbel) y algunos politólogos de la Escuela de Virginia sometieron a una crítica sistemática la fe en el Estado, como encarnación de la idea moral y la justicia, que arrastrábamos en el mundo desde Hegel y Napoleón. Frente al protagonismo del Estado, se proclamó el mercado y el ejercicio de la libertad individual. Frente a la planificación estatal, se argumentó que la única forma de saber lo que satisface las necesidades de los ciudadanos es permitir que éstos ejerzan su libertad, devolviéndoles la capacidad de elegir. En este contexto filosófico político es donde debe enmarcarse el fenómeno privatizador, que es algo más que vender empresas públicas; supone, como he dicho, un replantamiento de las tareas públicas: la retirada del Estado de una serie de actividades y servicios que progresivamente habían ido incorporándose al ámbito de su acción, sin ser propias de éste.

"La libre circulación de capitales y la libertad de empresa no puede funcionar en Europa con un poderoso sector empresarial público en cada país"

La crisis del modelo se manifestó en dos realidades que hasta entonces venían siendo un paradigma del viejo Estado: 1) la empresa pública como instrumento de gestión de la economía; y 2) el servicio público tradicional, como actividad reservada al Estado, con gestión pública o privada pero siempre monopólica, según el modelo del cost plus. Ambas realidades fueron objeto de críticas muy severas, tanto de los juristas como, sobre todo, de los economistas.
A) La crisis de la empresa pública
Las tradicionales justificaciones de la gestión empresarial pública se habían demostrado falaces: ni los monopolios en la provisión de ciertos servicios públicos son tan "naturales" (son más bien "legales"), ni la empresa pública ha resultado ser la mejor forma para corregir los fallos del mercado (existen mecanismos más eficaces de fomento, de regulación, fiscales o arancelarios) ni ha servido para promover la competencia (más bien al contrario, donde entraba la empresa pública se falseaba la competencia), ni ha sido instrumento de redistribución de rentas (más bien ha creado en su entorno grupos privilegiados de "buscadores de rentas" que viven a su sombra) ni, en fin, ha desarrollado con eficiencia finalidades de protección de empleo, desarrollo regional o promoción de la industria. De todo ello puede haber excepciones, pero la regla general -como la historia ha demostrado- es la que se acaba de decir. Esto todavía se ve en aquellos países de Europa que, como Francia, mantienen un amplio sector público en los grandes servicios (energía, telecomunicaciones, transporte) en los que la competencia es imposible, falseando una y otra vez las reglas del mercado interior. Y es igualmente cierto, por ello, como he escrito alguna vez, que el viejo artículo 222 (actual 295) del Tratado de la Unión Europea ("no se prejuzga en modo alguno el régimen de la propiedad en los Estados miembros") constituye hoy un gran problema para el futuro de la Unión. La libre circulación de capitales, la libertad de establecimiento y el mercado de empresas no puede funcionar con un poderoso sector empresarial público en cada país.

"La evidencia demuestra que la empresa pública es más ineficiente que la privada"

Por lo demás, la empresa pública ha acreditado algunos vicios inmanentes a la institución (algo no circunstancial y por tanto le acompañarán siempre), como son: la indefinición de objetivos, la inevitable politización de su entorno (fines, gentes, nombramientos), la movilidad e insuficiente profesionalidad de sus dirigentes, la descapitalización y alto endeudamiento en que frecuentemente incurren, la ocupación y el poder sindical que se genera en ellas con graves disfunciones en su gestión, la inflación de plantillas que inevitablemente le acompaña y, finalmente, la inmortalidad de que están revestidas: ni quiebran, ni se liquidan jamás. Todos estos vicios se perpetúan de un gobierno a otro, de un régimen político a otro y de un país a otro. La evidencia empírica recogida en toda Europa en más de medio siglo demuestra que la empresa pública es más ineficiente que la privada cuando se trata de sectores competitivos.
B) La crisis del servicio público tradicional
Recordemos, brevemente, las notas que definían el servicio público tradicional. Se trataba de actividades "esenciales" (Constitución española, artículo 128.1) que venían a satisfacer necesidades indispensables de los ciudadanos y tenían carácter estratégico para la economía y la sociedad (seguridad nacional, productividad de la economía, infraestructuras básicas). Actividades que, al mismo tiempo, presentaban, por sus grandes economías de escala, tendencias monopolísticas (u oligopolísticas). Por estas y otras razones, el Estado las fue progresivamente publificando, declarándolas "servicio público", reservadas al Estado (o a otra Administración Pública) y excepcionando en ellas la "libertad de empresa" (libertad de entrada para la iniciativa privada). Se entenderá que el Estado es el titular de dichas actividades, el dominus de los servicios públicos; quizás en algún caso no pueda gestionarlos directamente y acudirá entonces a la concesión como fórmula puente que le permita dirigir sin gestionar; en la mayoría, sin embargo, asumirá la gestión directa mediante empresa pública y además de "nacionalizar" la actividad, se nacionalizarán las empresas. La "concesión" se configurará, por ello, en la doctrina tradicional como una "transferencia de funciones y tareas cuya titularidad corresponde primariamente al Estado"; estas actividades no eran intrínsecamente públicas, no eran actividad soberana, no formaban parte de los fines históricos del Estado, de sus fines esenciales, pero habían quedado "publificadas". Por ello, lo que la Administración cede en la concesión no es la titularidad de la actividad, sino su ejercicio.

"El nuevo modelo debe de ser de 'regulación para la competencia', sin derechos de exclusiva. No se trata de sustituir al mercado, sino de hacerlo posible, de recrearlo"

No es este el momento de explicar largamente las críticas que este modelo recibió en los años sesenta y setenta. Desde la perspectiva económica, se subrayó siempre su ineficiencia, tanto si la gestión era pública como si era privada. Toda gestión monopólica, basada en derechos de exclusiva, con un poder de modalización y control por la Administración (que al final es quien decide todo) da lugar a situaciones muy parecidas a las que acompañan a la empresa pública, a saber:
a) Sobreinversión, derivada de una planificación vinculante en la que nadie quiere correr riesgos. Además, todo "irá a tarifas". Paga el consumidor. ¿Para qué quedarse corto?.
b) Aumento inexorable de costes, que nadie sabe exactamente cuáles son, o mejor dicho, cuáles deberían ser, porque por muchos esfuerzos que se han intentado desarrollar nunca se supo, en el viejo servicio público, cuáles debían ser los costes razonables, ni la tasa de retorno procedente. Fijar tarifas en ese contexto era siempre un chalaneo, revestido -más o menos- de "razones". La experiencia enseña que los precios, al final, acababan subiendo, año tras año. Porque el sistema era esencialmente inflacionista.
c) Mixtura de criterios políticos y económicos en la dirección y gestión del servicio, con toda la carga de ineficiencia empresarial que ello implica.
d) Finalmente y como conclusión (aunque se podrían decir otras muchas cosas) añadiremos que en la vieja empresa de servicio público la responsabilidad sobre la misma no recae sobre el empresario, sino que se desplaza al Estado.
No bastaba, por ello, "privatizar" (en el sentido de enajenar) las empresas. Había que cambiar también el modelo de regulación, pasando de un sistema cerrado, monopólico, de planificación vinculante, explotación centralizada y remuneración en base a costes, a un modelo de "regulación para la competencia", abierto, sin derechos de exclusiva, con planificación empresarial, explotación descentralizada con acceso a redes comunes y remuneración en base a precios. Precisando un poco más las cosas, diremos que el cambio esencialmente consiste en el paso de un sistema de titularidad pública sobre la actividad, concesiones cerradas, derechos de exclusiva, obligación de suministro, precios administrativamente fijados, carácter temporal (con reversión/rescate en todo caso) y regulación total de la actividad, hasta el más mínimo detalle, a un sistema abierto, presidido por la libertad de empresa, esto es, libertad de entrada (previa autorización reglada), con determinadas obligaciones o cargas de "servicio universal", pero con libertad de precios y modalidades de prestación, con libertad de inversión y amortización y, en definitiva, en régimen de competencia abierta, como en cualquier otra actividad comercial o industrial, en la que hay que luchar por el cliente (ya no hay mercados reservados ni ciudadanos cautivos). Por supuesto, en este segundo modelo no hay reserva de titularidad a favor del Estado sobre la actividad de que se trate. El artículo 128 de la Constitución Española, tan reciente, es un precepto en gran parte obsoleto.
Las consecuencias que todo ello tiene en el régimen jurídico de las actividades de servicio público (hoy "servicios económicos de interés general": artículo 86, antes 90, del Tratado de la Unión Europea) son innumerables. La fundamental es que estas han dejado de ser "actividad estatal"; que por tanto para acceder a ellas no es necesaria "concesión" alguna (en el sentido de "delegación" de un quehacer público) sino que basta una licencia (o autorización), de carácter reglado (no discrecional) acompañada si se quiere de cargas u obligaciones de servicio, pero que no entraña temporalidad (ni reversión al Estado en sus activos) ni revocabilidad (rescate), ni intervención sobre la actividad, ni ius variandi, ni poder de modalización interna del servicio.

"Los efectos negativos para el país del riesgo regulatorio pueden llegar a ser muy elevados"

Ello no quiere decir que estemos ante una actividad "libre", como cualquier otra actividad industrial o comercial. Las actividades de interés económico general siguen siendo "esenciales" para el individuo y la sociedad, siguen presentando las mismas características que tenían (tendencias monopolistas, infraestructuras de red, barreras de entrada, etc...) y justamente por ello son y seguirán siendo siempre "actividades reguladas". Pero la regulación, ahora, no viene a sustituir al mercado sino a hacerlo posible, a recrearlo. Es una "regulación para la competencia".

El nuevo modelo de regulación
Como hemos dicho, la regulación hace siempre su aparición ante la inexistencia, fracasos o fallos del mercado. Cuando éste funciona, no hay mejor regulación: determina cantidades, asigna precios, impone calidades, premia o expulsa del mercado a quienes a él concurren y el Estado lo único que tiene que hacer es mantener el orden y la seguridad, hacer que se cumplan los contratos y -en algunos mercados asimétricos- proteger al consumidor.
Pero diseñar una buena regulación para la competencia en los sectores estratégicos recientemente liberalizados no es fácil. La regulación tiene que aportar claridad y previsibilidad a la evolución de estos sectores, tiene que facilitar la realización de planes de negocio y promover la inversión en ellos, tiene que definir el "tablero de juego", cara al futuro, de una manera clara y estable, en la que los operadores puedan confiar. Al privatizar, se llama en muchas ocasiones al capital internacional para que invierta en el país, sector y empresa de que se trate; aquél analiza su inversión en función, entre otras cosas, de la regulación bajo la cual habrá de actuar en el futuro. Ocurre, sin embargo, que la regulación suele incorporar algunas incógnitas e incertidumbres, que componen lo que conocemos como "riesgo regulatorio" (cambios en la regulación).
Otros riesgos son la politización de las decisiones, su captura por uno u otro grupo de presión o de influencia, la burocratización. El conjunto de todos ellos puede alcanzar niveles muy significativos, que redundarán en claro perjuicio de empresas y usuarios e incluso de la economía general del Estado que lo tolera. El riesgo regulatorio tiene una manifestación muy clara en la economía internacional al convertirse en "riesgo país". Aquellos países con necesidades de inversión internacional cuya regulación en los sectores estratégicos es deficiente, insegura o mal aplicada, son calificados como de "alto riesgo" y para invertir en ellos se exigirán retornos más altos, más frecuentes y más rápidos de lo que ocurriría en otro caso. Los efectos negativos para el país del riesgo regulatorio pueden llegar a ser muy elevados .
Es preciso que la regulación no busque favorecer intereses particulares, sino que la mayoría de los usuarios de los servicios se vean beneficiados en precio y prestaciones por una saludable competencia.
Finalmente, para terminar, reiteraré que la regulación no es tarea fácil ni sencilla. No hay un manual al que se pueda acudir para configurar y re-crear los mercados y, a pesar de las buenas intenciones con que los reguladores siempre se comportan (al menos, en la gran mayoría de los casos), se producen con frecuencia efectos negativos que aquéllos no previeron. He dicho también que la regulación consiste siempre en un delicado equilibrio entre libertad e imposición (de cargas y limitaciones) para defender el mercado y asegurar al mismo tiempo el servicio público. La regulación es como un aparato de precisión, que exige comprobaciones y limpiezas periódicas con los necesarios ajustes de un buen regulador.
Los Gobiernos, demasiado a menudo, no respetan las reglas propias de los grandes sistemas de servicio público y caen en la tentación de mezclar sus objetivos políticos y sociales -muy legítimos, pero ajenos al servicio- con las regulaciones del servicio. Pretenden, como ya he dicho, crear empleo, combatir la inflación, proteger a los desheredados o promover el desarrollo regional a costa del equilibrio financiero de las empresas gestoras de los servicios. Esto es -repito- un grave error. Se obtienen magros resultados en el corto plazo (único que preocupa a los políticos) a costa de la buena marcha, a largo y medio plazo, de las empresas y del sistema. Protegen aparentemente a los usuarios de hoy a costa de los ciudadanos del mañana, que verán entorpecidos y degradados los servicios que reciban.

1 Dos son los Informes elaborados hasta ahora por el TDC: el primero con el dieciochesco título de "Remedios políticos que pueden favorecer la libre competencia en los servicios y atajar el daño causado por los monopolios", Madrid, 1993; el segundo, bajo el título "La competencia en España: balance y nuevas propuestas", Madrid, 1995.
2 Los técnicos del Banco Mundial han insistido mucho en ello y en la necesidad de minimizar estos riesgos. Así lo hacen, por ejmplo, GUASCH y SPILLER en "Managing the Regullatory Procesc Design, Concepts, Isues and the Latin America and Caribbean Store" (1996).

Abstract

These last years, the term "privatization" has been a magic word embodying a deep transformation of the State model. It has been understood as a veritable tournant de l´historie, a real historical crossroads depicted by the liberalization of activities, the opening of borders, the suppression of monopolies and the privatization of public tasks and enterprises. After more than half a century of expansion, the State is starting to withdraw from economic activity to concentrate on its sovereign functions. This shift was first appreciated in the United Kingdom at the end of the ´80s, but it is not characteristic of a single State or government. It is universal, a biological historical process displaying important consequences in Europe and Latin America that basically means a change in the tasks (or roles) of State and society. The old closed economies, with a public and protected enterprise as their flagship and subsidized private companies, have become economies based on private enterprises and free market, opening gradually to investment and international competition. Globalization is not a slogan, it is a reality.

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