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REVISTA81 PRINCIPAL

ENSXXI Nº 81
SEPTIEMBRE - OCTUBRE 2018

Por: JUAN JOSÉ ÁLVAREZ-SALA WALTHER
Notario de Madrid

 

CONFERENCIA DICTADA EN EL COLEGIO NOTARIAL DE MADRID, SALÓN ACADÉMICO, EL 10 DE MAYO DE 2018

En los últimos tiempos ha habido tres leyes de enorme impacto sobre la actuación notarial: la ley de protección de datos, la ley de transparencia y la ley de prevención del blanqueo de capitales y de la financiación del terrorismo. Tres leyes de corte anglosajón, reflejo de un colonialismo jurídico de difícil encaje en nuestro ordenamiento. Vamos a decir algo de cada una de ellas, empezando por la ley de protección de datos. Los notarios, la verdad, no hemos terminado todavía de asimilar la legislación sobre protección de datos. Pienso que tampoco los registradores. La protección de datos ha preocupado a los registradores como filtro, curiosamente, no a la entrada, sino a la salida del registro. Pero la actitud del notariado frente a la protección de datos no ha sido tampoco menos contradictoria. La ley de protección de datos se ha malentendido por el notariado como un reforzamiento de nuestro deber de confidencialidad, a modo de una corroboración del secreto de protocolo, pese a que al notario se acude, por regla general, no para preservar la privacidad, sino, al contrario, para hacer público lo privado. 

Protocolo notarial ¿público o secreto?
El sello de identidad del notariado ha sido de siempre, paradójicamente, el secreto de protocolo. Un libro cerrado, en nuestro emblema corporativo, a diferencia del de los registradores, que es un libro abierto. Hablar de protocolo público pero secreto, o de notario público pero, a la vez, profesional independiente, no deja de ser una contradicción en los términos, aunque una contradicción que sirvió, la verdad, en tiempos difíciles, para sortear el peligro de la funcionarización, como al comienzo de la dictadura del general Franco, cuando se promulga el Reglamento Notarial de 1944, o varias décadas después, cuando a la salida de la Transición, se promulga la Ley de Tasas de 1989, momentos en que la anteposición del carácter profesional del notario a su condición de funcionario público sirvió de escudo protector frente al peligro de estatalización de los servicios públicos. La tesis salvífica de Adrados sobre la inescindibilidad de la doble naturaleza del notario, como funcionario público y profesional del Derecho, con dos caras, como Jano, fue elevada de inmediato a categoría dogmática por todos los notarialistas, aunque no tuviera, en realidad, apoyo en la propia ley orgánica del notariado, sino una etiología solamente reglamentaria. 
El derecho a la libre elección del notario como profesional del Derecho se convirtió entonces (con la reforma reglamentaria de 1984, apuntalada por la de 2007) en el fundamento o la clave de bóveda del sistema, como si la diferencia entre unos notarios y otros justificara el énfasis sobre ese derecho de elección, pese a la homogeneidad de todos los notarios en su actuación, por la falta de competitividad en los precios o en la calidad de su producto, al aplicar todos ellos el mismo arancel (que es básicamente un arancel fijo) y tener sus documentos (da igual qué notario se elija) siempre los mismos efectos (probatorios, ejecutivos, registrales, traditorios), incluso el mismo clausulado en la contratación en masa, sin que se acierte a comprender entonces cuál pueda ser ese elemento competitivo diferencial tan decisivo para el consumidor, a la hora de elegir notario, salvo las preferencias subjetivas que siempre pueden incidir por razones accesorias (de proximidad, agilidad o afabilidad), el derecho a preferir notario. Pero, de ser así, no se entiende, entonces, que el fundamento del sistema sea la protección de una preferencia de índole accesoria, a menos que lo que esté en cuestión sea, en realidad, no la libre elección de notario, sino -como también se ha dicho- la libre imposición de notario por los grandes interlocutores de clientelas cautivas, con el consiguiente riesgo de alteración de la libre concurrencia mediante el pago inefable de comisiones de retorno o, lo que es casi peor, mediante una competitividad a la baja en el control de legalidad (competition in laxity). Atajar este riesgo sí que deviene entonces fundamental, pero no desde un planteamiento de potenciación de la profesionalidad del notario, que estaría desenfocado, sino desde la perspectiva de una eficiente potestad reguladora y fiscalizadora del servicio público notarial, bajo una competencia de control irrenunciable por parte del Estado sobre los servicios públicos, aunque se presten de modo independiente por un oficial público no integrado dentro del aparato estatal. Esta es la tesis del Tribunal Constitucional alemán en una sentencia de 19 de junio de 2012, que ha servido en Alemania para moderar el alcance sobre el notariado del principio constitucional alemán de la libertad de empresa y de los principios de libertad de circulación y establecimiento, y libre prestación de servicios, que informan el mercado único europeo de acuerdo con los Tratados de la Unión.

Los vientos de la liberalización digital
El pronunciamiento del Tribunal Constitucional alemán ha sido una válvula de oxígeno para los notariados del continente europeo frente a la amenaza de la liberalización. La profesionalidad como elemento de la definición del notario, que en otros tiempos sirvió de protección frente a los peligros de la funcionarización, es causa ahora, al contrario, de gran inquietud corporativa frente a la progresiva liberalización de las profesiones reguladas. Baste citar la sentencia también de 19 de junio de 2012 de nuestro Tribunal Supremo español (siendo ponente Encarna Roca), tan contraria el criterio alemán, sobre la accesibilidad de los documentos notariales extranjeros al registro de la propiedad español. Pero donde los vientos de la liberalización soplan ahora, con más fuerza que nunca, en el ámbito societario por el traslado de la creación de empresas al ámbito digital. Hay quien considera la intervención de notario en ese entorno digital como una rémora frente a la agilidad hoy permitida por las conexiones telemáticas en orden a la constitución on line de las sociedades mercantiles.

El doing business en una economía interconectada
En realidad, la mayor ventaja de la firma digital en el doing business no es tanto la agilidad (si se descuentan los costes litigiosos por la merma de certeza sobre la autenticidad contractual), como la interconectividad digital de todo lo incorporado a un soporte electrónico. Si al notario se le ve, de acuerdo con un planteamiento tradicional, como un profesional ligado a su cliente por un deber de confidencialidad frente a terceros, no es de extrañar que haya quienes lo consideren entonces como un obstáculo para la interconexión automática que posibilita el entorno digital. En este entorno digital el notario pueda cobrar, sin embargo, un protagonismo inusitado por su función, no como guardián de la privacidad, sino, al contrario, como eslabón de enganche entre los público y lo privado, pasando a ser un punto neurálgico en la cadena de las conexiones telemáticas.

El notariado, ¿guardián de la privacidad o al servicio de la transparencia?
La pregunta debe entonces formularse a la inversa: en qué medida queda el notario vinculado no por la protección de datos, como regla excepcional, sino, al contrario, por el deber general de transparencia que impera en el ámbito de la documentación pública. Cuando empecé a preparar esta conferencia y le comenté al Secretario (y demiurgo en estos últimos lustros) de esta Academia, José Aristónico García Sánchez, mi propósito de abordar la función notarial desde la perspectiva de la Ley de Transparencia de 2013, recuerdo que me preguntó: “Pero esa ley ¿es aplicable a los notarios?”. “Yo creo que no”, me dijo. Su duda tenía todo el sentido. La polémica Ley de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno del año 2013, por su supuesta carga política, ha merecido toda la atención de los politólogos y iuspublicistas, pasando, en cambio, inadvertida entre los iusprivatistas.
Es verdad que el sistema de transparencia responde, originariamente, al concepto de la accountability anglosajona, entendido como mecanismo de control al servicio de los ciudadanos para exigir la rendición de cuentas por el manejo y la aplicación de los fondos públicos, como deber a cargo no solo de la Administración y los poderes públicos, sino, en general, de todo sujeto, público o privado, perceptor de caudales públicos. Se podría decir entonces que, en este sentido, los notarios no estamos obligados por la ley de transparencia, pues no somos gestores públicos, sino gestores de asuntos privados, y tampoco manejamos ni percibimos caudales públicos, sino una retribución fijada conforme a un arancel oficial, que es una remuneración privada. Pero el deber de transparencia tiene como reverso el derecho de acceso de los ciudadanos a la información pública, y a los archivos o registros administrativos, entre los que se incluye el protocolo notarial y el Índice Único, que es esa especie de protocolo replicante, como se ha dicho, o mini-protocolo duplicado, a cargo del Consejo General del Notariado.
A diferencia de la Ley de 1992 (hoy derogada), que, al regular el derecho de acceso universal de los ciudadanos a los archivos y registros administrativos, reconocido en el artículo 105 de la Constitución, excluía de su ámbito de aplicación “los registros de carácter público cuyo uso esté regulado por una Ley”, la Ley de Transparencia de 2013 (que ha sustituido a la Ley de 1992) se aplica, por el contrario, según su Disposición Adicional Primera, a “aquellas materias que tengan previsto un régimen jurídico específico de acceso a la información”, que “se regirán por su normativa específica y por esta Ley (la Ley de Transparencia) con carácter supletorio”. La Ley de Transparencia es, por tanto, aplicable a los archivos notariales y a todos los registros públicos, como los registros de la propiedad y mercantiles, o de bienes muebles, de modo que la legislación notarial o la legislación específica de cada registro regirán preferentemente, como normativa especial, pero solo en cuanto no se opongan a la Ley de Transparencia. En qué medida la Ley de Transparencia tenga eficacia supletoria de esa normativa especial o, por el contrario, tácitamente derogatoria (como ley posterior), en cuanto resulten incompatibles, es ahora la gran cuestión que debiera preocupar a la doctrina notarialista.
Está claro que el Consejo General del Notariado y los Colegios Notariales, como “entidades de Derecho público vinculadas o dependientes de la Administración Pública” (a través del Ministerio de Justicia), son sujetos directamente obligados por la Ley de Transparencia en cuanto al derecho de acceso a la información pública contenida en los archivos a su cargo (conforme a su artículo 2). En cambio, los notarios, a título singular, como funcionarios públicos, no son sujetos obligados directamente por la Ley de Transparencia, pues, conforme a su artículo 4, “las personas físicas que presten servicios públicos o ejerzan potestades administrativas” únicamente tienen el deber de facilitar la información pública a su cargo no como obligados directos frente al peticionario, sino solo a requerimiento de la Administración pública, organismo o entidad de que dependan.
Por tanto, la Ley de Transparencia no se aplica por igual al Índice Único y al protocolo notarial. El Índice Único, como archivo a cargo de un sujeto directamente obligado por la Ley de Transparencia, que es el Consejo General del Notariado, sí cae dentro del ámbito de aplicación de la Ley de Transparencia, en cuanto al derecho de acceso universal y directo por parte de los ciudadanos a dicho Índice Único, salvo las excepciones en cuanto a su acceso establecidas por la propia Ley de Transparencia al remitirse a la ley de protección de datos. No así, en cambio, el protocolo notarial, cuyo acceso debe regirse por la legislación notarial.
En la anterior etapa tecnológica en que la información tenía soporte solamente en papel, el acceso a la información pasaba necesariamente por el acceso al documento, confundiéndose el interés legítimo en obtener copia del documento con el interés cognoscitivo sobre su contenido. Pero ahora la información se ha desmaterializado. Para el acceso a la información no es necesaria la obtención del documento que la contiene. La Ley de Transparencia ampara el acceso a la información, no el acceso al documento (o su copia), como medio de prueba en el proceso o título de legitimación en el tráfico jurídico, en virtud de un interés legítimo, que se rige por la legislación notarial.
La Ley de Transparencia ha cosechado una severa crítica entre los politólogos, al incluirse en su ámbito regulatorio, precisamente, el derecho de acceso a los archivos y registros administrativos, además de la buena gobernanza, en lugar de limitarse el objeto de su regulación solo a la transparencia como sistema de control de los costes derivados de la gestión de los asuntos públicos. Se critica así que la ley haya ganado en extensión lo que ha perdido en intensidad, pasando a ser “una simple ley administrativa más”, una ley “gatopardesca” (en expresión de Elisa de la Nuez), por su inefectividad, al cabo, como instrumento de lucha contra la corrupción. Se ha censurado, sobre todo, por los administrativistas, la amplitud con que se ha admitido la oponibilidad de la protección de datos frente al régimen de transparencia. Una excepción de carácter tan extensivo por su inconcreción que casi invierte la regla general, dejándola vacía de contenido. Se ha reprochado además, en este sentido, que la Ley de Transparencia no se haya promulgado con el rango de ley orgánica, como la Ley de Protección de Datos, que sí lo es.
En la Unión Europea ambos derechos se regulan con el mismo rango de derechos fundamentales: el derecho de acceso a la información pública, por el Reglamento de 2001; y el derecho a la protección de datos, por el nuevo Reglamento de 2016, que entró en vigor el pasado 25 de mayo. El nuevo Reglamento europeo de Protección de Datos supone, en general, un reforzamiento de la tutela de la privacidad, pero también, en cierta medida, una restricción de su alcance frente a la libertad de acceso a la información pública. En efecto, su artículo 9 establece que no será aplicable el régimen de protección de datos a los datos personales que por voluntad de los propios interesados se hayan hecho “manifiestamente públicos” o se hayan incorporado a un “archivo de interés público”. Ésta puede ser una de las claves de conciliación entre la protección de datos y la libertad de acceso a la información pública, ante la difícil coordinación de sus respectivos reglamentos regulatorios europeos, y es la pauta seguida, precisamente, por el artículo 15 de nuestra Ley de Transparencia, que admite la protección de datos como excepción frente al derecho de acceso a la información pública, “a menos -dice el precepto- que el afectado hubiese hecho manifiestamente públicos los datos con anterioridad a que se solicitase el acceso”.
Nuestra Ley de Transparencia, por su mayor carga administrativa que política, es una ley, según los politólogos, que ha nacido mutilada. Pero se trata de una ley de importancia mayúscula para el notariado, al regular el derecho de acceso a la información pública y a todos los archivos o registros administrativos, como son los notariales, sobre la base de un nuevo paradigma, que es la llamada cultura de la transparencia, por encima de la vieja cultura burocrática o administrativa del secreto.

La lucha antiblanqueo
Los notarios no podemos permanecer ajenos a este cambio de paradigma. Pero hay otra ley que ha afectado también a ese difícil equilibrio del notario entre la transparencia y la confidencialidad, que es la Ley de Prevención del Blanqueo y Financiación del Terrorismo del año 2010, también de corte jurídico anglosajón, al amparo de cuyo desarrollo reglamentario se crea en el seno del Consejo General del Notariado la Base de Datos de Titular Real, hoy ya con más de dos millones y medio de entidades fichadas. Su consulta permite conocer no solo quién, en última instancia, maneja por detrás los hilos de las entidades, nacionales o extranjeras, operativas en España, sino también, a la inversa, seguir el hilo para identificar, a partir de cualquier persona, todas las entidades que controla, la llamada titularidad real inversa. Pocos contenidos hay hoy tan codiciados como el que atesora este fichero interactivo a cargo del notariado, capaz de determinar, no solo el entramado subjetivo último de los operadores económicos, sino también el alcance directo o indirecto del patrimonio de cualquier ciudadano.
Se comprende que, en el marco de la nueva cultura de la transparencia, hayan irrumpido también con fuerza en el Parlamento Europeo, durante la gestación de la última directiva sobre prevención del blanqueo de capitales, las voces a favor del conocimiento irrestricto del titular real de las sociedades mercantiles. El artículo 30 de la Cuarta Directiva (objeto de una modificación ya definitivamente aprobada, aunque todavía en ciernes, que hay quien denomina la “Quinta Directiva”), ha optado, finalmente, por un sistema de información en abierto que permita al público en general acceder al conocimiento irrestricto del titular real a través de un registro central, como el registro mercantil u otro registro público, de acceso telemático y con conexión entre todos los registros de los Estados miembros a través de una plataforma central europea.
La lucha antiblanqueo de siempre había cifrado en su hermetismo la garantía de su eficiencia, bajo un principio de reserva absoluta, protegida por un sistema denominado de murallas chinas, que impide dar al investigado ni a nadie, salvo a las propias autoridades responsables de la lucha antiblanqueo, ningún tipo de información, por insignificante que sea (lo que se conoce como la prohibición de dar propinas o “tipping off”). Pero estas murallas chinas se han convertido ahora, respecto al titular real, en las murallas de Jericó, desmoronadas por la cultura de la transparencia.

Tras la pista (¿notarial o registral?) del titular real
En nuestro Derecho interno está todavía pendiente de trasposición el régimen de estas nuevas directivas. Sorprende por ello que, con esta normativa interna todavía en ciernes, se haya dictado por el Ministerio de Justicia el pasado 21 de marzo una orden por la que se aprueban los nuevos modelos para la presentación en el Registro Mercantil de las cuentas anuales, con inclusión de un formulario sobre declaración de titular real unido como anexo a las cuentas anuales.
La información que pueda depositarse en el Registro Mercantil sobre el titular real va a tener, en todo caso, un alcance y una fiabilidad muy inferior a la de la Base de Datos de Titular Real a cargo del Consejo General del Notariado, pues la información registral, a diferencia de la notarial, no podrá alcanzar, por definición, a la gran masa de entidades no sujetas a la obligación legal de depositar cuentas ni tampoco a las sociedades inscritas que tengan la hoja registral cerrada por falta de depósito de cuentas, que son hoy casi una tercera parte de las inmatriculadas. Y su grado de fiabilidad será también muy inferior, empezando por la falta de garantías de autenticidad de un formulario privado, unido como anexo al depósito contable, sin legitimación de firmas ni control sobre la autoría y representación de la entidad a que se refiere. Pero a los reparos sobre su autenticidad se sumarán enseguida además las dudas sobre su vigencia, pues la Orden ministerial obliga a la actualización de la titularidad real, no cada vez que se depositan las cuentas anuales, sino solo en caso de cambio de esa titularidad real, circunstancia infiscalizable desde el propio registro mercantil, con el consiguiente riesgo de fosilización de la declaración depositada en el registro. Además, la titularidad real publicada por el Registro Mercantil va a ser, en todo caso, simplemente una titularidad real declarada, mientras que la contenida en la base de datos a cargo del Consejo General del Notariado es ya, en la mayoría de los casos, una titularidad real acreditada, como consecuencia de la interconexión automática a través del Índice Único de todos los documentos notariales atributivos de propiedad sobre acciones o participaciones sociales, una acreditación que alcanza ya al 70 % de las titularidades reales fichadas.
Cabe prever así que la falta de coincidencia entre ambas fuentes de información, la notarial y la registral, será frecuente y alguna vez esa discrepancia podrá valorarse como un indicador de riesgo, pero dejará de serlo en cuanto se convierta en habitual, pasando a ser más perturbadora que provechosa para los ciudadanos y, sobre todo, para los poderes públicos, en un país, como el nuestro, tan seriamente expuesto a las amenazas del terrorismo, el narcotráfico y el blanqueo de capitales. Tiene razón Pedro Galindo, nuestro Director General del OCP, al afirmar que, en nuestro país, no hay alternativa comparable a la base de datos de titular real de que dispone el notariado. Sorprende, por ello, que nuestro Consejo General del Poder Judicial, en un Informe del pasado mes de abril, se decante por el Registro Mercantil, y no por la base de datos actualmente existente en el notariado, como fuente o sistema de información sobre el titular real, respaldando la orden ministerial. Aparte de lo insólito que es que la trasposición de una directiva se haya tratado de abordar por medio de una orden ministerial, invocando el efecto útil de la Directiva. El efecto útil de las directivas no traspuestas dentro de plazo consiste en el derecho a exigir su aplicación por parte de los ciudadanos, en sentido vertical ascendente, como destinatarios de la norma, pero no autoriza a la Administración a saltarse el principio de jerarquía normativa. El preámbulo de la orden ministerial invoca el efecto útil en un sentido equivocado. La orden que comentamos, al imponer como obligatoria la publicidad en el registro mercantil de un dato personal, especialmente sensible, como es el del titular real, sin la cobertura de una norma interna con rango de ley formal, pese a ser toda la protección de datos materia reservada de ley, incumple posiblemente el principio de jerarquía normativa, pues aunque cita en su preámbulo el artículo 8 de la Ley de Prevención de Blanqueo de Capitales, este precepto se refiere a una fuente fiable de información sobre el titular real accesible solo por un círculo cerrado de sujetos, como son los sujetos obligados en la lucha antiblanqueo, mientras que el Registro Mercantil está abierto (urbi et orbe) al público en general. Por todo ello, esta orden ministerial ha sido objeto de impugnación por parte del Consejo General del Notariado, en unión de la Asociación representativa de la Pequeña y Mediana Empresa.
La pregunta, en cambio, que sí tiene sentido formular es si el efecto útil de la Directiva sería o no aplicable al funcionamiento de la Base de Datos de Titular Real de que es responsable el Consejo General del Notariado, facultando a cualquier ciudadano para exigir ya el acceso telemático universal propugnado por la Directiva, a fin de obtener el conocimiento del titular real de cualquier entidad a partir de la información de que disponga el Consejo General del Notariado, sin necesidad de esperar a la legislación de adaptación de la Directiva todavía en anteproyecto. Ésta es ahora la gran cuestión. Si un juez civil en un procedimiento ejecutivo de embargo pretendiese hoy, a instancia del ejecutante, acceder a la Base de Datos del Titular Real del Consejo General del Notariado para obtener información sobre la titularidad real inversa del ejecutado, a los efectos del artículo 1911 del Código civil, su petición probablemente sí debiera ser atendida y, en otro caso, la denegación de acceso sería recurrible ante el Consejo Superior de Transparencia o en vía gubernativa o contenciosa.

El nuevo imperativo categórico: ¡conéctate!
El enorme impacto de estas tres leyes sobre la operativa notarial (la de protección de datos, la de transparencia y la de prevención del blanqueo de capitales) no se entendería, pese a todo, si no es en el contexto de la actual revolución tecnológica que ha supuesto internet, con la generalización de las conexiones electrónicas en el entorno digital. La reproducción telemática se ha convertido en la nueva herramienta de confección de los documentos notariales, aunque su uso, por las aplicaciones que permite esa conectividad, suscite hoy tantas reticencias como las que provocó históricamente, en su momento, la utilización de la máquina de escribir en las notarías, cuyo empleo solo se admitió históricamente al principio en las copias y en los testimonios pero no en las matrices de los documentos notariales.
Rememorar los reparos históricos de la legislación notarial frente al uso de la máquina de escribir puede hoy movernos a la sonrisa, pero las vacilaciones de entonces no eran, en el fondo, muy distintas de las actuales frente a la escritura en soporte electrónico, cuyo empleo se admite ahora también solo en las copias pero no en las matrices de los documentos notariales, conforme a la disposición transitoria undécima de la Ley del Notariado, redactada por la Ley 24 de 2001.
La firma digital es el mayor desafío al que ahora se enfrenta el notariado. Pero lo que de verdad interesa en la firma digital son sus posibilidades de conexión electrónica y, por eso mismo, la firma digital importa no tanto en la matriz del documento como en su copia electrónica.
La clave de una economía digitalizada es su interconectividad. La información no es ya la información en sí, sino, sobre todo, el cruce de la información. El paradigma de la transparencia (el open data) responde, en realidad, a una intención no solo política -de control sobre los poderes públicos a través del acceso universal de la ciudadanía a la información pública (el open goverment)-, sino también a una finalidad económica, como es la construcción de un mercado único, cuya urdimbre o cuyo tejido nervioso se forma mediante esa multiplicidad de conexiones electrónicas, con provecho no solo para a los consumidores, por el aumento de la competitividad y la reducción de los precios, sino también para los empresarios, por el incremento de la productividad mediante la reutilización por el sector privado de la ingente masa de datos en poder del sector público.
Cualquier actividad o producto no susceptible de conexión on line es hoy en día ya una mercancía averiada. La conectividad impone, a su vez, dos nuevos patrones que multiplican la productividad (y bien que los sufrimos los notarios), la instantaneidad (del todo al instante) y la estandarización (de los modelos-tipo).
La conectividad es el nuevo imperativo categórico por el que debe regirse también la actuación notarial. Pero los obstáculos que pueden impedir esa conectividad no son técnicos, sino jurídicos. No basta con estar conectados digitalmente, también se requiere que la conectividad telemática no tope con un impedimento jurídico, como el secreto de protocolo o la protección de datos. Esta normativa (sobre secreto de protocolo y protección de datos) no ha impedido la interconexión electrónica de los registros de la propiedad y mercantiles, pero sí de los documentos notariales. Probablemente por un enfoque notarial equivocado, que conviene revisar, a riesgo, si no, de que la actuación notarial pueda quedar eclipsada por el protagonismo de los registros, con la relegación de los documentos notariales al último rincón, pese a ser éstos la fuente de información de aquéllos.

El secreto profesional y la protección de datos
El secreto profesional es un común denominador de todas las profesiones. También de la actuación notarial. A partir de esta premisa se ha deducido equivocadamente que el secreto profesional del notario debe alcanzar entonces al documento notarial como resultado principal de su actividad profesional, pero se trata de un sofisma, pues el secreto profesional y el secreto de protocolo no son equiparables. El secreto profesional del notario alcanza al asesoramiento sobre el otorgamiento o no del documento notarial, pero no al documento en sí, porque su contenido, al hacerse público, una vez autorizado el documento, ha dejado entonces ya de ser secreto. Es secreto, no el documento notarial, sino lo que le precede o le rodea, sus entresijos y sus circunstancias, todo lo que se tuvo en cuenta en el asesoramiento e influyó, al final, en el otorgamiento o no del instrumento, trasfondo sobre el que ningún juez civil puede exigir declaración al notario, amparado (aquí sí) por su secreto profesional (como ha sostenido en este mismo sentido José Luis Lledó).
El pretendido secreto frente a terceros del documento notarial se ha visto también reforzado por un entendimiento igualmente confuso sobre el alcance de la protección de datos. Pero este confusionismo debería superarse tras la entrada en vigor del nuevo Reglamento europeo sobre protección de datos. El derecho fundamental a la protección de datos trata solo de preservar que, conforme al principio de la autonomía de la voluntad, la difusión de la información sobre los datos referentes a una persona física identificada o identificable no escape a su propio control (por banales que sean esos datos, pues su combinación y el perfil de la personalidad que de ellos pueda derivarse ya no lo es), de manera que ese control sobre los propios datos se respete de acuerdo con el denominado principio de la autodeterminación informativa (sujeto, como la autonomía privada, a los límites impuestos por la propia ley). Por eso mismo, que los datos sean privados no quiere decir que no puedan dejar de serlo en virtud del propio consentimiento de su titular. Cualquier información privada puede convertirse en pública, por voluntad de la propia persona a quien se refiere esa información, como sucede con la comparecencia ante un notario para formalizar públicamente un acto jurídico, que deja entonces de ser privado para hacerse público.

El notario recoge la voluntad de hacer público lo privado
El notario, como funcionario público o servus publicus -nos recuerda José Ángel Martínez Sanchiz-, igual que el atrarius que estaba en el atrio controlando la entrada, da acogida, en representación de la sociedad, al acto jurídico, previo control de su legalidad, sobre la base de un asesoramiento adecuado, dotándole así, con ese respaldo público, de pública cognoscibilidad, de modo que quien consiente un documento público, consiente principalmente en hacer público su contenido. La tutela de la autodeterminación informativa no comprende la información a cuya privacidad se ha renunciado, desde el momento en que la propia persona a quien esa información se refiere ha determinado libremente hacer público su contenido. En este sentido, el artículo 15 de la Ley de Transparencia (igual que el artículo 9 del reciente Reglamento europeo sobre protección de datos) subordina el derecho de acceso a la información pública al respeto de la protección de datos, “a menos que el afectado hubiese hecho manifiestamente públicos los datos con anterioridad a que se solicitase el acceso”.
Por eso mismo, el arco de facultades –como indica su acrónimo- en que se desglosa legalmente el contenido del derecho a la protección de datos, como son las de acceso, rectificación, cancelación y oposición (y ahora también de portabilidad, que es la de exigir el trasvase de todos los datos del afectado desde un fichero a otro), no son aplicables al ámbito notarial. El derecho de acceso a los propios datos es siempre gratuito, conforme al artículo 15 de la Ley de Protección de Datos, mientras que la obtención de copia de un documento notarial, aunque la solicite el propio otorgante, está sujeta al pago del arancel correspondiente, pues se trata de una información que ya no es propia, sino pública y, por eso mismo, porque se trata de una información que ya no es propia sino pública, tampoco cabe ejercer sobre los documentos notariales las facultades de rectificación, oposición o cancelación (ni portabilidad) reconocidas por la legislación de protección de datos.
El documento público notarial, frente a la contrapartida de la pérdida de privacidad (empezando por Hacienda, que va a ser la primera en enterarse, con el coste fiscal correspondiente), tiene, en cambio, importantes ventajas (prueba privilegiada en el proceso, ejecutoriedad judicial, fecha fehaciente, presunción de legalidad, inscribilidad en los registros públicos, eficacia traditoria o traslativa del dominio). Lo que no cabe es aprovecharse de las ventajas sin sus inconvenientes. Lo que no es admisible es pretender que, con esas ventajas o privilegios, el documento público consentido ante notario pueda seguir siendo privado y mantenible en secreto. Sería un contrasentido, una incongruencia con los propios actos.
La fe pública notarial opera frente a todos, partes y terceros, a favor y en contra. Lo que no cabe es subordinar la cognoscibilidad pública del documento notarial a la voluntad de las partes, dada su oponibilidad frente a terceros. Todo lo que en el instrumento público sea oponible frente a terceros el otorgante no tiene derecho a ocultarlo para hacerlo valer exhibiendo su copia o instando su inscripción solo cuando le interese. A nadie se le puede oponer lo que no le sea conocible. La oponibilidad frente a terceros del documento notarial es consecuencia del derecho correlativo de los terceros a conocer su contenido.

El registro publica lo que ya es público
Con frecuencia se incurre en el malentendido de contraponer el documento notarial y la inscripción, como si la escritura solo tuviera un valor reservado entre las partes, casi semioculto, que ganaría eficacia frente a terceros a la luz de la inscripción. Como si la escritura fuera, igual que la letra del tango, “tan solo a media luz los dos”, cuando no es así. El documento notarial, como documento público, hace prueba, aún contra terceros, del hecho que motiva su otorgamiento y de su fecha (artículo 1218 del Código civil). La oponibilidad de la escritura no deriva de la inscripción. Al contrario, la protección registral es la excepción que, cumplidos los requisitos del artículo 34 de la Ley Hipotecaria, cabe interponer frente a la regla general de la tercivalencia (Drittwirkung) de la escritura pública. La solicitud de inscripción en el registro no es para dotar al documento notarial inscribible de oponibilidad frente a terceros, sino, al contrario, para evitar frente al que inscribe la oponibilidad contra terceros de cualesquiera otros documentos notariales no inscritos.
Pero la tercivalencia de la escritura no solo alcanza a su contenido jurídico-real, sino también a su contenido puramente obligacional, como demuestra el artículo 1924 del Código civil. La entidad financiera a la que se solicita un crédito tiene derecho a saber qué otros créditos del mismo deudor serían, fuera del concurso de acreedores, preferentes al suyo por constar en escrituras públicas o pólizas notariales anteriores o incluso, dentro del concurso, tendrían un reconocimiento asegurado por haberse formalizado notarialmente o serían, en todo caso, concurrentes al suyo en caso de insolvencia del deudor concursado.
La exigencia de título público para la inscripción (conforme al artículo 3 de la Ley Hipotecaria) es, en realidad, una consecuencia impuesta por la Ley de Protección de Datos. El acto inscribible debe haberse hecho público ya, antes de ser inscrito, para que el asiento no suponga un tratamiento de datos inconsentido. El asiento extendido a petición de uno solo de los otorgantes, sobre la base de un documento público, puede así incluir los datos personales de los todos demás intervinientes en el acto que no han instado la inscripción, cuya cesión de datos al registro no puede fundarse en el consentimiento al asiento de los que no lo han solicitado ni tampoco en la ley, pues la inscripción en el registro de la propiedad es voluntaria y no obligatoria. El consentimiento de los sujetos mencionados en el asiento que no han instado la inscripción resulta del documento público inscribible, pues el acto se ha hecho público ya antes de ser inscrito. Lo mismo ocurre con la inscripción en el registro mercantil, aunque sea obligatoria, lo cual solo significa que hay obligación de solicitarla, pero el asiento en el Registro Mercantil, igual que en el Registro de la Propiedad, se extiende conforme a un principio de rogación y no de oficio, sobre la base, como regla general, de un documento público, para evitar que la inscripción registral pueda suponer una cesión de datos inconsentida por los mencionados en el asiento que no hayan instado la inscripción.

El trasvase de la información notarial a un archivo central digitalizado
Igual que no hay tratamiento de datos inconsentido en la inscripción en el registro de los documentos públicos notariales, tampoco debiera haberlo en la incorporación de su contenido al Índice Único a cargo del Consejo General del Notariado.
El Índice Único se crea en medio de una gran polémica -fuera y dentro del notariado-, sacándolo adelante (casi con fórceps) un Decreto del año 2000, impugnado de inmediato por un grupo o asociación de registradores con el argumento de su falta de rango normativo, por la equivalencia del Índice Único (y era verdad) a una especie de protocolo o registro paralelo, sin apoyo en una ley formal. La impugnación fue, sin embargo, desestimada por una sentencia del Tribunal Supremo de 2002, que fue la tabla de salvación del Índice Único, con el criterio (ciertamente equivocado) de considerarlo como una herramienta de aplicación puramente interna dentro de la propia organización notarial cuyo respaldo legal lo proporcionaba entonces una de las disposiciones adicionales de la Ley de Medidas Fiscales del año 1999, que, al aprobar la fusión de cuerpos entre Notarios y Corredores de Comercio, hacía una delegación expresa en el Gobierno para regular los aspectos internos organizativos de índole corporativa. Enseguida se demostró el error de la sentencia, dada la proyección externa, mucho más que interna, del Índice Único, como instrumento, sobre todo, de colaboración con los Poderes Públicos, especialmente con la Agencia Tributaria. Prueba de ello, es que fue, precisamente, la Ley contra el Fraude Fiscal del año 2006 la que, finalmente, dando una nueva redacción del artículo 17 de la Ley del Notariado, otorga plena cobertura al Índice Único, sin duda, la herramienta más decisiva de transformación tecnológica del Notariado.
La consagración legal del Índice Único, aunque zanjara definitivamente la controversia sobre su validez, contribuyó, sin embargo, en mi opinión, a reforzar el falso postulado sobre la supuesta privacidad de los datos contenidos en los documentos notariales, como si su difusión tuviera que tener su fundamento en una prescripción legal, cuando lo tiene, en realidad, en el propio consentimiento del afectado, pues quien consiente un documento público, consiente, como regla general, hacer público su contenido. Los datos incorporables al Índice Único son públicos ya, antes de su trasvase al índice, igual que también son públicos los datos contenidos en el Registro de la Propiedad o en el Registro Mercantil antes de la inscripción del título público inscribible.

La necesidad de distinguir entre lo público y lo privado en el documento notarial
La misma razón que justifica la inaplicabilidad de la protección de datos al documento notarial, fundada en que quien lo consiente, consiente, como regla general, en hacer público lo que contiene, impone, a la inversa, la necesidad de preservar la privacidad de los testamentos notariales, pues aquí el testador lo que consiente ante notario, al expresar su última voluntad, es, precisamente, que esa voluntad no valga más que para después de su muerte, pero no mientras viva. Nadie tiene derecho a conocer la existencia o el contenido de un testamento en vida del testador, salvo quien lo otorga, porque el testamento tampoco produce efectos frente a nadie hasta la muerte del testador.
El carácter reservado o secreto de un documento notarial (lo que es de dominio privado y no de dominio público en el documento notarial) depende, por tanto, no solo de la voluntad del otorgante, sino también de que lo otorgado no produzca efectos frente a terceros. El pacto de confidencialidad (tan frecuente en los contratos de inspiración anglosajona) sobre lo otorgado en un documento notarial, sin perjuicio, claro está, de su eficacia obligacional entre las partes que lo suscriban, no es oponible, sin embargo, frente a terceros ni, por supuesto, frente al notario autorizante o interviniente, pues el régimen legal de publicidad de los documentos notariales es de orden público por contener, precisamente, una información de interés público, que interesa a la sociedad entera.
Puede haber más casos de documentos notariales merecedores de especial reserva, aparte de los testamentos, como ciertas actas y poderes sin trascendencia económica, y otros supuestos, algunos dudosos, incluso determinadas cláusulas o determinados datos pueden tener un alcance reservado dentro de un mismo documento cognoscible públicamente en cuanto al resto de su contenido. Qué es de dominio público y deja de ser de dominio privado en el documento notarial es la clave hamletiana. Esta necesidad de distinguir entre lo que debe ser objeto de privacidad o de transparencia en la confección de los índices es ahora la responsabilidad primordial del notariado. Dicha labor de filtro sobre los datos o el contenido de los documentos notariales objeto de cognoscibilidad pública o, por el contrario, merecedores de reserva debiera, en todo caso, hacerse en el momento de su incorporación al Índice Único, a través de un trasvase parametralizado o una especie de abstract (como se dice ahora), con una publicidad suficientemente extractada, mediante un testimonio en relación, como son los índices que cada notario remite, aunque su confección pueda llevarse a cabo con el auxilio de los servicios corporativos (conforme al reciente acuerdo del Consejo General del Notariado), siempre bajo la supervisión y firma del notario respectivo. Esta disociación de contenidos en la elaboración del Índice Único dispensaría de tener que aplicar a posteriori un tratamiento profesionalizado de la información para permitir la entrada al Índice Único.
No tiene sentido, como ahora ocurre, que al Índice Único se incorporen los datos de autorización de un testamento, aunque no se traslade su contenido, pues el simple hecho de que una persona haya otorgado o no testamento es una información de por sí ya suficientemente relevante, cuya constancia solo debiera figurar en el Registro de Actos de Última Voluntad y no en el Índice Único. Nuestra Ley del Notariado conserva todavía, como reliquia histórica, pero sin aplicación práctica ninguna, el protocolo reservado para los testamentos y reconocimientos de hijos, que en una Orden Ministerial de 1853, que sirvió de antecedente a nuestra Ley de 1862, se denominaba protocolo de índice reservado, por su remisión separada al Regente de la Audiencia, de forma cerrada y lacrada. Quizá hoy debiera recuperarse esta vieja categoría de los documentos notariales de índice reservado, pero con alcance ahora a todo lo que, por su carácter confidencial, no debiera incorporarse al Índice Único, de acceso abierto al público en general.

El derecho de acceso a la información notarial digitalizada
Con exclusión de lo contenido en los documentos notariales de carácter reservado o de índice reservado, el resto de la información pública notarial de trascendencia tributaria o económica, oponible a terceros, debidamente parametralizada o suficientemente extractada, debiera, en cambio, organizarse bajo un principio de open data en un archivo central digitalizado, como es el Índice Único a cargo del Consejo General del Notariado, de accesibilidad universal por medios electrónicos, que diera noticia sucinta por su publica oponibilidad sobre el contenido incorporado a ese índice público. El Big Data notarial. Un archivo cuya consulta debiera estar al alcance, conforme al régimen actual de transparencia, no solo de los poderes públicos, sino también de la ciudadanía en general. Hacienda somos todos. El Índice Único debiera ser un archivo de cristal, capaz de dar respuesta a un requerimiento masivo de la información, a través del Consejo General del Notariado, como sujeto directamente obligado por la Ley de Transparencia (conforme a su artículo 2), sin que pueda pretenderse, en cambio, frente a cada notario respecto del protocolo a su cargo, pues los notarios, a título individual, no son sujetos directamente obligados por la Ley de Transparencia (conforme a su artículo 4).
La información notarial de interés público a que alcanza el deber de transparencia debe permitir el acceso no al documento o su copia (como medio de prueba en un proceso o título de legitimación en el tráfico jurídico, para lo que se precisa un interés legítimo), sino el acceso al Índice Único, para lo que basta un interés cognoscitivo que se presume (sin necesidad de motivarlo) en el solicitante, conforme al artículo 17 de la Ley de Transparencia, incluso a partir de una petición de información formulada en términos genéricos conforme a un criterio de búsqueda informática, siendo la denegación de acceso recurrible ante el Consejo Superior de Transparencia; debiéndose prestar la información bajo un principio de gratuidad del acceso, que no impedirá el cobro (eso sí, pues lo cortés no quita lo valiente) de un canon que cubra el coste administrativo del servicio, “por la trasposición de la información a un formato diferente del original” (conforme al artículo 22 de la Ley de Transparencia), como ocurre, precisamente, con la trasposición del protocolo al Índice Único. Una información que deberá además facilitarse “preferiblemente en formatos reutilizables” (según el artículo 5 de la Ley de Transparencia), que permitan su reutilización comercial, igual que sucede ya desde hace tiempo con la información registral.
El libre acceso a la información pública, y a los archivos y registros públicos, que propugna la Ley de Transparencia, en el actual entorno de internet, va a suponer una transformación más que considerable del notariado, empezando por el libre acceso de los mismos notarios a la propia información notarial. Por virtud de ello, el control de la legalidad y de la seguridad del tráfico jurídico va a ser en adelante no solo una función individual de cada notario, sino además una responsabilidad o una acción colectiva del notariado en su conjunto, como una especie de Argos de Cien Ojos, el mitológico Argos Panoptes, a través del dispositivo interactivo que proporciona el Índice Único.
Ocurre así ya con la Base de Datos de Titular Real, en cuanto a su identificación material, y está previsto que ocurra también (según acuerdo del Consejo General del Notariado) con la identificación formal de los comparecientes, mediante el cotejo y el escaneo obligatorio de sus documentos de identidad (fotografía incluida) a través de un repositorio electrónico corporativo capaz de detectar falsificaciones, conectado además a la Base de Datos de Personas con Responsabilidad Pública y a las listas negras (black lists) de personas sujetas a bloqueo internacional por Naciones Unidas a que se refieren los Reglamentos Comunitarios, activándose, en su caso, la luz roja o alarma correspondiente cuando se escanee su documento de identificación a través de ese repositorio corporativo. Pero la intraconectividad notarial a través del Índice Único muy pronto admitirá también otras muchas aplicaciones, como la de corroborar la vigencia de las facultades representativas (que fue el objetivo del malogrado registro de revocaciones de poderes, pretendido ahora también mediante los denominados “registros electrónicos de apoderamientos” a cargo de las Administraciones públicas) o la de servir de ayuda en el control del fraude fiscal o en materia de cláusulas abusivas, o para acortar temporalmente el riesgo por el juego de la prioridad en las transacciones inmobiliarias y tantos otros cometidos.
La transparencia notarial va a afectar, por eso, al funcionamiento no solo de las notarías, sino enseguida también de los registros, trastocando el alcance de la buena fe cognoscitiva del artículo 34 de la Ley Hipotecaria, pues no cabrá legítimamente ignorar lo que sea públicamente cognoscible. En una sociedad digital interconectada el continente cede todo el protagonismo al contenido de la información o, lo que es lo mismo, ningún continente (o quien lo posea) puede aspirar a la monopolización del contenido informativo. Por eso, el encaje de la nueva Ley de Transparencia, más allá de sus consecuencias sobre la legislación notarial, va a plantear también el interrogante de cómo coordinar la información notarial de interés público, con los principios que gobiernan la publicidad registral. Aunque la calificación registral se extienda al entero documento inscribible para enjuiciar su legalidad, la extensión del asiento no debiera, en cambio, sobrepasar en exceso el contenido del documento notarial reflejado, en cada caso, en el Índice Único, cuyo testimonio en relación expedido por el notario autorizante debiera adjuntarse a la copia del título inscribible autorizado, pues ni el Índice Único ni el registro pueden dar más información que aquella a la que no alcanza la protección de datos.
El binomio entre notarios y registradores, como fórmula óptima de seguridad del tráfico jurídico, no debería nunca disociarse, pues son demasiadas las ventajas que han derivado siempre de su coordinación institucional, cuya sinergia es un valor a preservar, pese a la necesidad (y la dificultad) de tener, unos y otros, que adaptarse (por imperativo categórico) a los cambios tecnológicos que demanda la nueva sociedad de la información, aunque a los juristas, como ha escrito recientemente Cándido Paz-Ares, nos cueste mucho más olvidar lo viejo que aprender lo nuevo.

 

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