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Por: MANUEL GONZÁLEZ-MENESES GARCÍA-VALDECASAS
Notario de Madrid


VARIA

Fuera de un reducido círculo de iniciados, Charles Sanders Peirce (1839-1914) es un gran desconocido en España, y ello pese a haber sido calificado por Karl Popper como “uno de los más grandes filósofos de todos los tiempos” y por el lingüista Roman Jakobson como “el más inventivo y el más universal de los pensadores norteamericanos”.

Nacido de la hija de un senador por Massachusetts y de un reputado astrónomo y profesor de matemáticas de la Universidad de Harvard, criado por tanto entre lo más selecto de la clase intelectual de Nueva Inglaterra, y por sí mismo un prodigio en las más variadas disciplinas científicas y humanísticas -desde la química y la geodesia a la gramática árabe-, estaba destinado al éxito académico y social. Sin embargo, un carácter difícil, un divorcio escandaloso y unas segundas nupcias con una esposa extranjera considerada inconveniente y parece que también una desmedida afición por los buenos vinos no le permitieron alcanzar una posición académica estable. Las últimas tres décadas de su existencia las pasó retirado y padeciendo penurias económicas en una casita de campo en una pequeña localidad de Pensilvania llamada Milford. En vida solo llegó a publicar dos libros -uno sobre fotometría y otro sobre lógica- y un cierto número de artículos en periódicos, revistas, enciclopedias y otras publicaciones, con una finalidad básicamente de subsistencia. Pero a su muerte dejó cerca de 80.000 páginas manuscritas, que su viuda vendió a la Universidad de Harvard por unos cuantos dólares. Tras dos décadas de olvido, el departamento de filosofía de la citada universidad publicó una selección de esos escritos inéditos, con el título Collected Papers, y el mundo descubrió la existencia de una obra colosal de extraordinaria originalidad, alcance y profundidad, una obra que a medida que se han ido publicando nuevos textos suscita un creciente interés.

“Así como en países de nuestro entorno jurídico más próximo como Francia, Alemania e incluso Gran Bretaña con motivo de la pandemia se ha relajado con mayor o menor amplitud la tradicional regla que vincula el documento notarial a la comparecencia personal de los otorgantes ante el notario, admitiéndose otorgamientos telemáticos mediante videoconferencia, en nuestro país después de más de un año de pandemia no se ha flexibilizado todavía en lo más mínimo dicha regla (salvo para el acta notarial de las juntas generales de sociedades)”

Porque el caso es que Peirce no solo se anticipó a muchas de las preocupaciones claves del siglo XX, sino también a algunas de las cuestiones que justo ahora mismo nos acucian. Así, junto con el ginebrino Ferdinand Saussure, se le considera uno de los padres fundadores de la semiótica o ciencia de los signos, que él concibió de forma más amplia que aquel, como ciencia de todo el conocimiento y pensamiento humano, pues con toda rotundidad afirmaba que “no tenemos ninguna capacidad de pensar sin signos”. También fue continuador del tratamiento algebraico o matemático de la lógica iniciado por el británico George Boole y que se encuentra en la base de nuestra actual tecnología informática (habiendo llegado incluso a anticipar la idea de mecanizar la computación lógica mediante una máquina eléctrica). Y por lo que aquí interesa, como teórico del conocimiento y de la investigación científica, introdujo un concepto -la “abducción”- que ahora mismo merece la máxima atención por parte de los investigadores en inteligencia artificial.
¿Y qué es la abducción? Pues una forma de razonamiento a la que Peirce fue dando diferentes nombres -hipótesis, retroducción y finalmente abducción- y que distinguió y contrapuso a las dos formas de inferencia más conocidas: la deducción y la inducción.
En un artículo del año 1878 ilustraba la distinción con el célebre ejemplo de las judías o alubias blancas. Sabemos que todas las alubias de un determinado saco son blancas (esta sería la regla). Sabemos también que un determinado puñado de alubias proceden de ese saco (esto sería el caso). Partiendo de estas dos premisas, podemos concluir con toda certeza que todas las alubias del puñado en cuestión son blancas (el resultado). Un razonamiento de este tipo es una deducción. Su conclusión es absolutamente necesaria, pero realmente no añade nada a nuestro conocimiento, porque lo que concluye ya estaba implícito en la información contenida en las premisas.
Una forma distinta de razonamiento es la siguiente. Sabemos que este puñado de alubias proceden de un determinado saco (caso). Constatamos que todas las alubias del puñado son blancas (resultado). Entonces, inferimos o concluimos que probablemente todas las alubias del saco son blancas (regla). Este tipo de razonamiento es una inducción. De unos cuantos casos particulares inferimos una regla general. Por supuesto, no se trata de una inferencia necesaria, como la deductiva (o analítica), porque pasamos de la parte al todo, pero puede servir para ampliar nuestro conocimiento.
Por último, el mecanismo de la abducción es el siguiente. Supongamos que entro en una habitación en la que hay varios sacos que contienen diferentes clases de alubias. Sobre la mesa hay un puñado de alubias todas de color blanco (resultado). Después de un poco de inspección, constato que uno de los sacos contiene solo alubias blancas (regla). Inmediatamente infiero como algo no necesario pero sí probable o verosímil que ese puñado de alubias ha sido tomado precisamente de ese saco (es decir, que ese puñado representa un caso de aplicación de la regla aplicable al saco en cuestión). Esto es lo que en ese primer trabajo Peirce llamaba “hacer una hipótesis”, que es la inferencia de un caso partiendo de una regla y un resultado. A diferencia de la inducción, aquí no generalizamos, sino que conjeturamos una relación (de causalidad o de otro tipo) entre dos objetos o fenómenos (entre las alubias todas blancas de un saco y las alubias todas blancas del puñado sobre la mesa).

“El segundo hecho un tanto anómalo y que, en apariencia no tiene nada que ver con el anterior, es este otro: en la elaboración y tramitación parlamentaria del proyecto de ley por la que se reforma la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica, uno de los caballos de batalla ha sido precisamente la cuestión -en apariencia menor y adjetiva- de la inscripción en el Registro de la Propiedad de las resoluciones judiciales que afecten a las facultades de administración y disposición de bienes inmuebles”

Unos cuantos años más tarde, en una conferencia pronunciada en Harvard en 1903, Peirce nos presenta lo que ahora llama “abducción” como “la única operación lógica que introduce alguna nueva idea” y que es la clave del avance de todo el conocimiento humano, y nos la explica de esta manera: (1) se observa el hecho sorprendente C; (2) pero si A fuera verdadero, C sería una cosa corriente (a matter of course); por lo tanto, (3) hay razón para sospechar que A es verdadero.
Obsérvese que esto no es una deducción, sino más bien el proceso inverso, una retroducción o razonamiento hacia atrás: de la posible consecuencia se infiere la causa, la hipótesis explicativa. La cuestión que Peirce no termina de resolver es cómo se llega a concebir A, es decir, la hipótesis explicativa. ¿Por qué conjeturamos A, y no F o G? De hecho, Peirce nos advierte que hay miríadas de falsas hipótesis a tener en cuenta para cualquier fenómeno dado, contra una sola verdadera, y el caso es que los científicos terminan acertando, y esto no lo puede explicar el azar. Su intento de explicación apela a una suerte de intuición (insight), o incluso al instinto: los humanos estaríamos dotados con algo así como una facultad instintiva que nos permite combinar hechos o conceptos para crear hipótesis explicativas de los fenómenos muchas veces erradas pero que también resultan acertadas con una apreciable frecuencia.
Sea como sea, con una simple motivación ilustrativa y como reconocimiento al talento de este pensador nortemericano, les propongo ahora un pequeño y casi inocente ejercicio de abducción.
Partimos de dos hechos en sí sorprendentes, que chocan con nuestras expectativas cognitivas. El primero de estos hechos es el siguiente: así como en países de nuestro entorno jurídico más próximo como Francia, Alemania e incluso Gran Bretaña con motivo de la pandemia se ha relajado con mayor o menor amplitud la tradicional regla que vincula el documento notarial a la comparecencia personal de los otorgantes ante el notario, admitiéndose otorgamientos telemáticos mediante videoconferencia, en nuestro país después de más de un año de pandemia -un tiempo durante el cual nuestro Ejecutivo ha mostrado una acusada propensión al uso del decreto-ley, es decir, de la legislación de emergencia para regular todo lo divino y humano- no se ha flexibilizado todavía en lo más mínimo dicha regla (salvo para el acta notarial de las juntas generales de sociedades), y ello pese a que la cúpula de la corporación notarial consideraba más que justificada la medida y hacía tiempo que tenía preparadas las herramientas técnicas precisas para su aplicación.
El segundo hecho un tanto anómalo, y que en apariencia no tiene nada que ver con el anterior, es este otro: en la elaboración y tramitación parlamentaria del proyecto de ley por la que se reforma la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica, uno de los caballos de batalla ha sido precisamente la cuestión -en apariencia menor y adjetiva- de la inscripción en el Registro de la Propiedad de las resoluciones judiciales que afecten a las facultades de administración y disposición de bienes inmuebles.

“¿Y si fuera otra la explicación? Que los que se han opuesto o no apoyado o impulsado donde procedía una medida de flexibilidad similar a la promulgada inmediatamente en otros países no hayan actuado motivados por un afán de preservar la pureza garantista del documento notarial, sino más bien por una estrategia o plan dirigido a la suplantación de nuestro actual modelo de seguridad jurídica por un modelo radicalmente diferente en el que la función que hasta ahora desempeñaba la escritura pública fuera desempeñada por una simple firma electrónica”

Para entender por qué estos dos hechos pueden resultarnos anómalos y requieren una novedosa hipótesis explicativa -que quizá los ponga en relación- es necesario aportar un poco de contexto.
En cuanto a la primera cuestión, podemos pensar que las autoridades competentes para modificar la legislación notarial vienen considerando que ni siquiera la excepcionalidad y emergencia de la situación de pandemia justifican una relajación de la regla de presencia física, por cuanto esta tendría un significado esencial -y sin la más mínima excepción- para los intereses que se ponen en juego con ocasión del otorgamiento de una escritura pública o una póliza intervenida por notario. Un razonamiento de este tipo podría encontrar su justificación en la consideración de ser el documento notarial -en particular, la escritura pública- el instrumento de imputación de una declaración de voluntad negocial más poderoso que conoce nuestro derecho. La peculiar fuerza probatoria, legitimadora, ejecutiva y también registral (a favor y en contra de su otorgante) que es propia de este tipo de documentos exige que su confección esté rodeada de las máximas garantías, siendo una de las más básicas la inmediación física entre el otorgante y el notario. El rechazo de la videoconferencia o de la conferencia telefónica como posible forma de suplir la comparecencia personal ante el notario se justificaría entonces en la defensa a ultranza de ese rigor procedimental que vendría a ser una exigencia de la propia eficacia excepcional del documento.
Pero, ¿y si fuera otra la explicación? Que los que se han opuesto o no apoyado o impulsado donde procedía una medida de flexibilidad similar a la promulgada inmediatamente en otros países no hayan actuado motivados por un afán de preservar la pureza garantista del documento notarial, sino más bien por una estrategia o plan dirigido a la suplantación de nuestro actual modelo de seguridad jurídica por un modelo radicalmente diferente en el que la función que hasta ahora desempeñaba la escritura pública fuera desempeñada por una simple firma electrónica. Para esto por supuesto les sobra e incomoda esa flexibilización de la escritura pública que podría aportar la videoconferencia (porque para ellos, “cuanto peor, mejor”, cuanto más choque el documento notarial con las exigencias de la digitalización que demanda nuestra sociedad, en especial en esta situación excepcional, mejor).
Según esta visión, la función calificadora de los registradores se bastaría y sobraría para proporcionar toda la seguridad que requiere el sistema con el simple apoyo, para garantizar la autenticidad de los títulos negociales que pretenden acceder al Registro y en concreto el consentimiento negocial de las partes, del instrumento de la firma electrónica del correspondiente titular registral.
Y si la influencia de los promotores de esta estrategia es el motivo por el que hasta la fecha los otorgamientos de documentos notariales mediante videoconferencia no son posibles en España (con el grave riesgo -¿por qué no decirlo?- que ello ha podido suponer tanto para los notarios, como para sus empleados y para todos los usuarios de sus servicios), entonces quizá también encuentre explicación el empeño en llevar el tema de las resoluciones judiciales sobre discapacidad y sobre las ahora llamadas “medidas de apoyo” a los libros de inscripciones de los Registros de la Propiedad o en darle un mayor significado y virtualidad al tradicional libro de incapacitados.
¿Se trata de proteger mejor, mediante el instrumento registral inmobiliario, el patrimonio inmobiliario de las personas afectadas por una situación de discapacidad, y quizá también la seguridad de los terceros que intentan celebrar negocios que tienen por objeto bienes inmuebles pertenecientes a personas posiblemente afectadas por tales circunstancias? ¿No choca un poco, por no decir mucho, semejante planteamiento -la conversión de la capacidad para otorgar determinados negocios o actos inmobiliarios en una cuestión registral, es decir, tabular, de libros e inscripciones- con la filosofía más general y explícita de este proyecto legislativo que no es otra que el rechazo de la idea de incapacidad jurídica y de obrar general y apriorística del discapaz y su sustitución por un sistema mucho más flexible y circunstanciado, en el que el protagonismo y la responsabilidad principal sobre esta cuestión pasan a ser atribuidos más bien a los notarios y a la apreciación por estos, asistidos en su caso por los correspondientes expertos, de las circunstancias particulares de cada caso y sujeto?

“¿Y si fuera también aquí otra la explicación: que no se esté pensando tanto en los negocios que puedan intentar los discapaces o las personas que han de prestarles apoyo, sino más bien en los negocios que celebran la generalidad de las personas? Si fuera así, el citado empeño estaría relacionado con la estrategia antes comentada: la autenticación del consentimiento negocial mediante el simple instrumento de la firma electrónica y el juicio favorable de capacidad de obrar negocial basado en la ausencia de inscripción de resoluciones judiciales relativas a medidas de apoyo por discapacidad cerrarían un círculo que vendría a hacer innecesaria la escritura pública notarial”

¿Y si fuera también aquí otra la explicación, que no se esté pensando tanto en los negocios que puedan intentar los discapaces o las personas que han de prestarles apoyo, sino más bien en los negocios que celebran la generalidad de las personas, es decir, todos aquellos que en principio no están afectados por incapacidad alguna? Si fuera así, el citado empeño estaría relacionado con la estrategia antes comentada: la autenticación del consentimiento negocial mediante el simple instrumento de la firma electrónica y el juicio favorable de capacidad de obrar negocial basado en la ausencia de inscripción de resoluciones judiciales relativas a medidas de apoyo por discapacidad cerrarían un círculo que vendría a hacer innecesaria la escritura pública notarial y todo ello ad maiorem gloriam registratorum.
Pues bien, para el remoto caso de que nuestra hipótesis o abducción haya sido acertada, no podemos dejar de señalar lo siguiente.
Primero, que la regla más importante que en la práctica rige el funcionamiento de nuestro Registro de la Propiedad es la regla de tracto sucesivo, que es lo que fundamentalmente centra la calificación de nuestros registradores: ningún título negocial puede acceder al Registro y ser inscrito en el folio registral de una concreta finca si no ha sido otorgado precisamente por el titular registral de dicha finca, por la persona que según el contenido del Registro tiene facultades para disponer del bien o derecho correspondiente. La rigurosa observancia de esta regla es lo que justifica la peculiar y poderosa eficacia jurídica que la ley atribuye a los pronunciamientos regitrales, a la información contenida en el Registro: los efectos legitimadores a favor del propio titular registral y la protección de los terceros que adquieren derechos apoyados en las titularidades que publica el Registro. Pues bien, ¿quién controla realmente en nuestro sistema el tracto registral, es decir, el consentimiento del titular registral a esa modificación de la situación registral preexistente? ¿El registrador, que solo ve papeles? Pues más bien no. El agente que realmente controla y garantiza el tracto es el notario, porque su función consiste precisamente en asegurar que existe el consentimiento negocial real del titular registral, apreciando en el preciso momento de otorgarse el negocio tanto la identidad personal del otorgante, como su capacidad de obrar, como que realmente conoce, entiende y consiente el contenido y significado del negocio en cuestión. Precisamente por eso nuestra ley exige escritura pública como regla general para acceder al Registro, y el verdadero fundamento de los poderosos efectos del Registro no se encuentra en la calificación del registrador -por mucha seguridad adicional que esta pueda aportar-, sino en esa garantía de la realidad del consentimiento del titular registral que aporta la escritura pública notarial. Y también precisamente por eso la instauración de un sistema registral moderno -con presunciones legales de exactitud del contenido del Registro sobre las que pudieran apoyarse los terceros- en el año 1861 vino acompañada en el mismo año siguiente 1862 por la reforma y modernización de nuestro sistema notarial.
Siendo esta la realidad de las cosas, la pretensión de sustituir la escritura pública como título general de acceso al Registro por un documento privado con firma electrónica, por muy avanzada o reconocida que esta sea, supone prestar un flaco favor a los delicados intereses a los que se supone ha de servir la institución registral y al propio fundamento de esta. Y ello porque, por muy seguro tecnológicamente que sea un sistema de firma electrónica -cuya aplicación en el estado actual de la técnica se basa en la simple tenencia de una tarjeta y el conocimiento de un pin-, y por mucho que lo sofistiquemos añadiéndole el envío de códigos a un teléfono móvil o elementos biométricos, lo que no nos va a proporcionar nunca es una garantía de capacidad negocial ni de consentimiento real -informado y libre- a un concreto negocio.

“¿Por qué promocionar o defender lo peor, un documento privado con firma electrónica, pudiendo tener algo mucho mejor aunque no llegue a esa garantía más plena que aporta la escritura pública presencial: una escritura pública otorgada en remoto pero con ese añadido en absoluto despreciable que supone una videoconferencia en tiempo real e interactiva mediante la cual el notario puede cerciorarse con una razonable seguridad -siempre superior a la que aporta sobre esto, si es que la aporta, una simple firma electrónica- de la identidad, la capacidad y el consentimiento real del otorgante?”

Y si es así, ¿por qué promocionar o defender lo peor, un documento privado con firma electrónica, pudiendo tener algo mucho mejor aunque no llegue a esa garantía más plena que aporta la escritura pública presencial: una escritura pública otorgada en remoto -por supuesto, con aplicación también de instrumentos de firma electrónica con todo el apoyo biométrico que permita la técnica- pero con ese añadido en absoluto despreciable que supone una videoconferencia en tiempo real e interactiva mediante la cual el notario puede cerciorarse con una razonable seguridad -siempre superior a la que aporta sobre esto, si es que la aporta, una simple firma electrónica- de la identidad, la capacidad y el consentimiento real del otorgante?
Y en cuanto al tema de un posible juicio de capacidad que realice por sí solo el registrador sobre la base del contenido de resoluciones registrales inscritas en sus libros o, en especial, sobre la ausencia de inscripción de tales resoluciones respecto del titular registral de una determinada finca, basta con advertir lo siguiente. En nuestro sistema jurídico vigente se suele decir que rige una presunción general de capacidad de cualquier persona que no haya sido objeto de una declaración judicial expresa de incapacitación o de modificación o limitación de su capacidad de obrar. Pero esta presunción puede tener virtualidad en juicio -afectando a la carga de la prueba en un posible litigio- o a determinados efectos administrativos, pero nunca ha operado en el ámbito de los documentos notariales. Ningún notario que actué correctamente permite que se otorgue un documento notarial por una persona que en el momento del otorgamiento muestre signos de incapacidad de obrar por mucho que no exista una resolución judicial al respecto. Y esta es una cuestión de extraordinaria importancia práctica si reparamos en algo evidente: la causa fundamental de incapacidad de obrar es el deterioro de facultades cognitivas que frecuentemente trae consigo la vejez. Y la mayor parte de las personas de edad avanzada que pueden ver mermadas sus facultades mentales hasta el punto de resultar comprometida su capacidad para entender y querer un negocio jurídico nunca llegan a ser declaradas judicialmente incapaces. Y quizá sea la falta de capacidad de obrar de una persona mayor el motivo más frecuente de denegación de funciones por los notarios. Y si es así, y a la vista del envejecimiento creciente de nuestra sociedad, ¿alguien puede pensar que el actual sistema de juicio de capacidad para cada caso bajo la responsabilidad de los notarios se puede sustituir por un sistema de calificación registral sobre la base de una presunción de capacidad de todo titular registral respecto del que no se haya inscrito alguna resolución judicial sobre medidas de apoyo a un discapaz?
Y con esto termino, recordando la máxima del “pragmatismo” postulada por Peirce: “Consideremos qué efectos, que puedan tener concebiblemente repercusiones prácticas, concebimos que tenga el objeto de nuestra concepción. Entonces, nuestra concepción de esos efectos es la totalidad de nuestra concepción del objeto”. Sí, estoy de acuerdo con el lector en que este hombre se expresaba a veces de una forma un tanto enrevesada. Pero lo dicho por él viene aquí bastante al caso.

Palabras clave: Escritura pública, Documento privado, Firma electrónica, Registro.
Keywords: Public deed, Private document, Electronic signature, Register.

Resumen

La pretensión de sustituir la escritura pública como título general de acceso al Registro por un documento privado con firma electrónica, por muy avanzada o reconocida que esta sea, supone prestar un flaco favor a los delicados intereses a los que se supone ha de servir la institución registral y al propio fundamento de esta. Y ello, porque por muy seguro tecnológicamente que sea un sistema de firma electrónica y por mucho que lo sofistiquemos, lo que no nos va a proporcionar nunca es una garantía de capacidad negocial ni de consentimiento real a un concreto negocio.

Abstract

The intention to replace the public deed as a general instrument for access to the Register with a private document with an electronic signature, no matter how advanced or widely recognised it may be, would do a great disservice to the delicate interests that the register is assumed to serve, and to its very foundations. This is because no matter how technologically secure an electronic signature system is, and no matter how sophisticated it is, it can never provide a guarantee of the capacity to enter into an agreement or of real consent to a specific transaction.

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