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revista10

ENSXXI Nº 10
NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2006

JULIÁN SAUQUILLO
Profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid

El requerimiento notarial del candidato a la Presidencia de la Generalitat catalana por Convergència i Unió (CIU), Artur Mas, para formalizar su compromiso de cumplir veintiuna promesas electorales con su electorado, reabre el debate sobre la confianza política en nuestros representantes. El señor Mas ha querido afianzar protocolariamente, entre otros compromisos, no “firmar ni establecer ningún pacto permanente o estable con el Partido Popular (PP) para gobernar en Cataluña durante su primera legislatura”; también ha prometido, ante la fe pública del notario, “ejercer la presidencia sin ningún tipo de subordinación a fuerzas de ámbito estatal”. El resto de las promesas van desde la reducción impositiva a las ayudas sociales, pasando por la represión del crimen organizado o el control de la inmigración ilegal. Pronto se elevó la palabra de Josep Lluís Carod-Rovira –siempre presto a suscitar los debates, aún a propia costa- que señaló: “las gentes de palabra no necesitan que el notario les avale”.
Si la discusión se redujera a una cuestión moral, como pretende el candidato de Esquerra Republicana (ERC), tendríamos que elegir, simplemente, a los políticos mejor intencionados y de más proba conducta para solventar cualquier asunto. Pero el problema es más político y jurídico que moral, y activa la discusión sobre cuál es el nexo moderno entre los representantes y el electorado desde su elaboración jurídica, nada menos, que en la Revolución Francesa (1789). Que Artur Mas haya acudido al notario para afianzar sus compromisos preelectorales manifiesta, por lo menos, ingenio político y preocupación por la debilidad de que adolecen habitualmente los compromisos electorales. Sin embargo, tal requerimiento no puede hacer -ni cabe que lo pretendamos- indefectible lo afirmado ante notario por interesante que sea esta actuación pública. De una parte, el notario, al atender al requerimiento de un particular, realiza un metalenguaje, crea un lenguaje sirviéndose de un protocolo, que recoge lo manifestado por el requirente. El notario no puede efectuar comprobaciones sobre declaraciones realizadas por el requirente sobre hechos futuros. No se trata de hechos pasados o presentes sobre los que sí caben comprobaciones. Las manifestaciones del candidato catalán son recogidas en un documento  público, son reflejadas en un lenguaje especial, pautado y riguroso. Pero no se puede comprobar por el notario la futura y aleatoria traducción de esas palabras del representante en hechos. De otra parte, el protocolo del notario recoge unas declaraciones, según un ritual jurídico, cuya posible falsedad no está tipificada como delito porque se producen en sede extra judicial y nadie está obligado a realizar declaraciones contra sus propios intereses. Pero, además, hay otras razones de índole político que limitan la obligatoriedad futura de materializar estas declaraciones.

"Las manifestaciones del candidato catalán son recogidas en un documento  público, reflejadas en un lenguaje especial, pautado y riguroso. No se puede comprobar por el notario la futura y aleatoria traducción de esas palabras del representante en hechos"

La pregunta fundamental es, en mi opinión, ¿en qué grado refuerza un acta notarial el lazo político de quienes ejercen la responsabilidad pública con el electorado? Nuestra Constitución, como toda Constitución moderna, regula en su artículo 67, 2, que “los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo”. Es un artículo de aplicación analógica a las asambleas autonómicas y municipales (STC 10/83). Esta falta de ligazón subraya que nuestra relación con los representantes democráticamente elegidos es de confianza electoral y no de obligación política para con los votantes. La revocación de la confianza, durante el periodo de su ejercicio, es harto difícil o imposible. El enjuiciamiento cívico del grado de cumplimiento de los programas es posterior al periodo de elección ejercido por los miembros de las asambleas. ¿Puede el requerimiento notarial reforzar, o incluso asegurar, el cumplimiento de una promesa política? Esta es la cuestión. Tras conocerse los resultados electorales, las propias filas de CIU han discutido, no en vano, la oportunidad de que su candidato formulara un compromiso ante notario que les han restado votos venidos del electorado habitual del PP. Sin embargo, el acta notarial no hubiera podido impedir que se rompiera el compromiso y que se llegara a un pacto hipotético  con el partido PP. Avanzo como contestación a esa pregunta, en previsión de futuros escenarios electorales, que la fe pública puede reforzar la promesa política, por la publicidad cualificada que añade al compromiso y por la ética profesional que la avala, pero, ni mucho menos, cabe que la asegure por razones de peso, fácilmente argumentables.  

"Nuestra relación con los representantes democráticamente elegidos es de confianza electoral y no de obligación política para con los votantes"

La “representación” y el “contrato” sufrieron un importante trastocamiento como fundamentos de nuestras instituciones democráticas cuando pasaron del derecho privado al derecho público. El contrato social es una idea regulativa de la actividad política pero en ningún caso un acuerdo real que cree obligaciones entre los contratantes. Guía la pretensión legítima de que el pacto social surja de aunar la soberanía de todos y cada uno en régimen de igualdad de contratación y no de privilegio o prevalencia social. Pero el contrato político es un ideal y las obligaciones que estipula no son jurídicamente obligatorias. A su vez, la representación política, comparada con la representación de derecho privado, ha sido certeramente calificada de “ficción jurídica” –no de “engaño”- por quien no puede despertar dudas de demócrata convencido –Hans Kelsen en Esencia y valor de la democracia (1920-1929)-. El jurista austriaco estaba glosando el diseño revolucionario ilustrado de la representación. La Asamblea Nacional francesa se reúne –acordaron así- con una proyección hacia el futuro, ejercida en un presente que no puede revalidar continuamente la confianza o consultar constantemente a sus electores cada decisión acordada asambleariamente. Dentro de poco, hará un siglo de las rotundas afirmaciones de Kelsen y parecen, todavía, ignorarse por los que creen que basta con la “palabra” de la buena gente para cerrar adecuadamente el problema de la responsabilidad política.
Por ejemplo, para observar la diferencia entre representación pública y privada, podemos observar cómo entre un abogado o un arquitecto y su cliente existe un mandato vinculante del mandante al mandatario que limita los estrictos contenidos de la representación para defender unos intereses o dirigir una obra dentro de un contrato de servicios. Muy al contrario, este vínculo de obligatoriedad no puede establecerse para limitar y controlar a quienes deben adoptar decisiones públicas –legislativas o de gobierno- sin conocer cuál será el resultado electoral antes de las elecciones, qué mayoría legislativa y de gobierno podrán formar, a qué alianzas se verán abocados, o qué nuevas incidencias o sucesos habrán en un contexto político, a veces tempestuoso, donde los políticos tendrán que dirigir la “nave del Estado”. La actividad política se desarrolla siempre en un escenario que elaboramos los ciudadanos, en mayor grado, pero que está plagado de incertidumbres futuras –de las más señeras es averiguar quiénes formarán la mayoría que posibilitará un gobierno realizable- sin que el político responsable pueda inhibirse ante los imprevistos. De ahí que los propios “programas políticos” no sean decorativos, pero acaben siendo, estrictamente, indicativos de actuaciones futuras posibles. No pueden ser prohibitivos de decisiones que el elector repudiaba cuando entregó la confianza a unos representantes que ganaron la batalla electoral.

"El contrato social es una idea regulativa de la actividad política pero en ningún caso un acuerdo real que cree obligaciones entre los contratantes"

Además, ni la propia palabra otorgada por el líder político de un partido ante el notario que realizó el acta puede vincular la actuación del conjunto de los miembros de ese partido o de esa coalición política concretos. El representante lo es de los intereses de la nación, de la comunidad o del municipio en un órgano –central, autonómico o municipal- según el nivel de las elecciones; no es representante del partido o de la circunscripción electoral que posibilitó su elección. El derecho al ejercicio del cargo público (art. 23. 2, Constitución del 78) es un derecho a practicar una responsabilidad dentro de una cámara de representantes donde prevalece la libertad de voto sobre cualquier disciplina partidista que la asociación política le imponga. De una parte, el partido político sólo podría ejercer el control efectivo de su representante, realmente, en la preparación de las futuras elecciones retirando de las listas de candidatos a aquél que no acató las directrices de su asociación política o de su grupo en las asambleas. De otra parte, los electores pueden realizar escrutinios muy severos de la actuación de sus elegidos pero serán retrospectivos y muy dificultosamente prospectivos o sobre el futuro de las decisiones políticas.        
Apelar al notario, requerirlo, para que sus compromisos se reflejen en acta es una iniciativa elogiable de hacer pública y dejar constancia unas promesas ante unos profesionales que cuentan con el respeto y la reputación social sobrada. Cabe así hacer patente qué intenciones políticas pretende materializar el político. El acta notarial puede subrayar y mejorar el conocimiento de los compromisos electorales previos. Las elecciones periódicas, el debate de las decisiones y el ejercicio permanente de la crítica por los ciudadanos son otros tantos medios para no convertir la confianza otorgada en una entrega ciega en manos de la clase política. Pero ninguno de estos instrumentos puede eliminar el grado de incertidumbre y la responsabilidad en que se desenvuelve una de las acciones sociales más difíciles. Ni un dios spinozista puede conocer la totalidad de sus causalidades. Menos los hombres más preparados o la “ciencia” política. Adolfo Posada habló del “arte del gobernante”. Con todas las cautelas y limitaciones a la arbitrariedad política –ninguna sobra-, la decisión no podrá dejar de desenvolverse entre el imperio de la ley y la creatividad responsable. Sin que quepa poder “domar el azar” político.

 

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