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ENSXXI Nº 15
SEPTIEMBRE - OCTUBRE 2007

ANTONO RODRÍGUEZ ADRADOS
Notario y Vicepresidente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

PRINCIPIOS NOTARIALES

La veracidad del instrumento público, su adecuación a la realidad, tiene que ir necesariamente acompañada de su legalidad o adecuación al Ordenamiento. Entre los principios notariales, al lado del principio de veracidad se encuentra, pues, el principio de legalidad, manifestación notarial del principio general de legalidad que la Constitución garantiza (art. 9.1).
Son los dos preceptos de su Arte que el notario debe tener siempre presentes, según explicaba Comes a principios del siglo XVIII: ‘el primero, que no confeccione documentos falsos, y también que no los haga prohibidos’. Rompiendo el equilibrio, ha llegado a decirse por Bellver Cano que la función notarial ‘se encamina a convalidar y fijar el acto jurídico más por su legalidad que por su veracidad; ... más ...  por valedero que por verdadero’, y por Azpitarte que es el presupuesto más importante de la autorización notarial ‘puesto que condiciona ... todas las restantes funciones notariales; ya que ... el notario no da fe, ni configura, ni da forma pública, ni asesora ... sino a base de la legalidad del acto’. Pero en realidad uno y otro  principio, veracidad y legalidad, trascienden por igual todo el sistema.  
La autenticidad o certeza legal que la fe pública imprime al documento notarial sería, en efecto, grandemente peligrosa para la seguridad jurídica si el notario pudiera prestarla a su libre arbitrio; y sería inmensamente dañosa para el interés público y para la paz social si pudieran otorgarse en instrumento público cualesquiera actos y negocios, también los ilícitos e incluso los delictivos. A nadie se le ocurre que el Ordenamiento haya instituido el Notariado para dotar de la eficacia especial conocida por fe pública a actos que el mismo Ordenamiento repudia, poniendo a los ciudadanos en la necesidad de impugnar judicialmente unos negocios que de esta manera habrían adquirido una presunción de validez, una apariencia de normalidad; la misión antilitigiosa del notario se habría convertido en un incremento de la litigiosidad y en muchos casos la ilegalidad saldría triunfante. En fin, sin la sujeción a la Ley y en general al Ordenamiento, la función notarial llenaría la vida jurídica de negocios verdaderos, pero nulos, que la sumirían en un completo caos.
En tal sentido, ya en la época prenotarial del Derecho romano posclásico empezaron a imponerse a los tabeliones prohibiciones de hacer documentos, bajo penas tan graves como la confiscación de bienes o el destierro irrevocable; precisamente en ellas se basó el Derecho intermedio para exigir a los tabeliones conocimientos jurídicos (Glosa Servitute a la ley Generali, CJ, 10.69.3); y la doctrina medieval, representada por Juan Andrés y Baldo consideraron que el tercero de los requisitos exigidos para la documentación notarial era éste de la iuris permissio, versar sobre cosas permitidas y no prohibidas por el Derecho.
El injerto de la fe pública en la actuación documentadora de los tabeliones hizo, sin embargo, que el control de la legalidad pasara a un discreto segundo plano, oscurecida ante la dación de fe. Ello hizo que la legalidad del documento no fuera establecida expresamente en la ley francesa de Ventoso ni, en general, en las legislaciones notariales del siglo XIX. El cambio de rumbo, la exigencia expresa de la legalidad, se inicia con la Ley notarial italiana de 1913, art. 28.1, y se mantiene en las legislaciones notariales más modernas, como el Congo (Brazzaville), Ley de Notarial de 1989; Costa Rica, Código Notarial de 1998; Cuba, ley 50/1984, de las Notarías Estatales; Holanda, Ley Notarial de 1998; y Perú, Ley del Notariado 26002/1992.
En nuestro Derecho, las prohibiciones y mandatos legales a los escribanos se recogieron en Instrucciones de carácter oficial, por ejemplo la de 1751, precedidas por las de origen doctrinal, como la de Diego de Ribera del año 1560; y reciben  cobertura en el art. 249 del Reglamento de 1921; pero este precepto no hizo más que desarrollar el ‘conforme a las leyes’ del art. 1º de la Ley del Notariado. El reconocimiento legal es actualmente reiterativo, pues aparte de aplicaciones puntuales, alguna tan sonada como la de las Leyes 24/2001 y 2005 referentes al juicio notarial de la suficiencia de la representación o apoderamiento, el control de legalidad está recogido, además de en el art. 1º,  en los arts. 17 bis y 24.1 de la Ley del Notariado (Leyes 24/2001 y 35/2006) y en la Ley 14/2000, reguladora del régimen disciplinario de los notarios, que declara infracción muy grave, en su caso, ‘la autorización o intervención de documentos contrarios a lo dispuesto en las leyes o sus reglamentos’ (art.43,Dos,2,A,c); el Reglamento Notarial, reforma de 2007, dedica a la materia especialmente el art. 145. En consecuencia, el Tribunal Constitucional, en S. 207/1999, de 11 de noviembre, ha declarado: ‘A los notarios, en cuanto fedatarios públicos, les incumbe en el desempeño de la función notarial el juicio de legalidad ... La función pública notarial incorpora, pues, un juicio de legalidad sobre la forma y el fondo del negocio jurídico que es objeto del instrumento público, y cabe afirmar, por ello, que el deber del notario de velar por la legalidad forma parte de su función como funcionario público’ (F.J, núm. 8).
La adecuación a la Ley del instrumento público exige, en efecto, la atribución al notario de unas facultades de control de su legalidad, que queda encomendada al ‘juicio’ del notario, pero en manera alguna a sus opiniones personales o a sus concepciones científicas, en suma a su arbitrariedad; y por ello la negativa a autorizar del notario puede ser recurrida ante la Dirección General (RN, art. 145.6). Ello pone de manifiesto que no se trata de una mera facultad, sino de un derecho-deber, de una obligación de la que el notario no puede eximirse ni a pretexto de la existencia de una ajena calificación ulterior, y cuyo cumplimiento ha de tener constancia documental. Este derecho-deber es evidentemente de naturaleza jurídica pública, y se atribuye al notario por su carácter de funcionario público, a fin de que sus juicios o calificaciones tengan, a través de sus documentos, una especial eficacia jurídica. Dación de fe y control de legalidad constituyen las dos funciones públicas esenciales del notario. 

"Son los dos preceptos de su Arte que el notario debe tener siempre presentes, según explicaba Comes a principios del siglo XVIII: ‘el primero, que no confeccione documentos falsos, y también que no los haga prohibidos’"

Bien entendido que se trata de un juicio de ‘legalidad’ y no de un juicio de ‘mérito’, sobre la bondad de la solución documentada o sobre su conveniencia, por ejemplo económica o fiscal, para las partes o para una de ellas; y que los defectos existentes han de ser recognoscibles por el notario con relativa prontitud y seguridad, según exigen las necesidades de ‘rapidez del comercio jurídico’ (Tondo). Pero sobre todo hay que ‘impedir -en expresión de Giuliani-, que el Notario pueda erigirse en juez único e inapelable, en contraste total con el sistema de garantías aseguradas a las partes en sede procesal’; con infracción de ‘los límites que impone el Estado de Derecho al control de la legalidad no judicial’ (Rq.10.5.2002).
El ámbito que comprende la calificación del notario es amplísimo. La ilegalidad del acto puede derivar de la infracción de una ‘norma legal’, sea estatal, autonómica o comunitaria, de nuestro complejo Ordenamiento jurídico, empezando por la Constitución; o del ‘orden público’, según el art. 145.3.5º/2007 RN; y también de la ‘moral’, que señalaba el anterior de 1944 y que ahora ha sido suprimido; porque quien establece los límites de la autonomía privada es el Código civil, art. 1255, que no pueden modificar los Reglamentos Notariales, ni el pasado ni el vigente.
Paralelamente a la distinción entre veracidad formal y veracidad de fondo, también la ilegalidad puede afectar al documento o al negocio documentado, pues el ‘conforme a las leyes’ del art. 1º de la Ley comprende las leyes notariales reguladoras de las formas documentales –géneros documentales y requisitos respectivos-, y las leyes sustantivas que rigen el negocio que en ellas se documenta, pues precisamente, como escribió Núñez-Lagos, la ‘historia del documento notarial es la historia de su progreso en cuanto a su contenido’, es la conquista, en la medida posible, de la autenticidad de fondo. También el art. 24.2/2006 impone la búsqueda de la regularidad ‘no solo formal, sino material’ de los actos o negocios documentados.
Frente a aquellos pocos países que limitan la denegación del notario a los supuestos de nulidad absoluta, (Colombia, Estatuto de 1970; Portugal, Estatuto de 2003) o sólo incluso a la contrariedad del acto a la ley penal (Luxemburgo, Ley de 1976), en nuestro sistema, y en la generalidad de los países de Notariado latino, cualquier grado o tipo de ineficacia es suficiente para que el Notario deba rechazar la autorización, sin tener que resultar de la documentación que se presente, porque a estos efectos se admite el conocimiento personal del notario, siempre con el debido respeto a la persona y a su intimidad y de que tenga posibilidades de expresarlo, sobre todo a la hora de la denegación escrita.
Las infracciones detectadas han de tener en todo caso entidad suficiente para el rechazo, sin basarse en defectos nimios o convertir la calificación en una especie de huelga de celo. Téngase en cuenta que la denegación supone una excepción a la obligación de prestar las funciones notariales, a lo que los particulares tienen ‘derecho’ en virtud del principio de seguridad jurídica.

"La autenticidad o certeza legal que la fe pública imprime al documento notarial sería, en efecto, grandemente peligrosa para la seguridad jurídica si el notario pudiera prestarla a su libre arbitrio"

Entendía Molleda que la tarea calificadora del Notario ‘ha de conducir a una de dos alternativas -igual y parigualmente obligatorias en su respectivo supuesto-: autorizar el instrumento, si hay conformidad con las leyes, o denegar la autorización, si no hay tal conformidad’. Ambas, en efecto, son obligatorias en su caso; lo que no impide que la alternativa de la autorización ocupe el primer plano.
Interesa especialmente señalar a este respecto que el control-denegación o control rechazo, sólo es el medio técnico primario que tiene el notario para lograr la adecuación del acto a la ley, porque al carecer de potestad sobre las partes, no le es posible imponerles obligaciones, sino solamente cargas. Ello resulta especialmente adecuado respecto a los documentos (poderes, autorizaciones, títulos, minutas etc.) que las partes aportan al notario. Pero en los aspectos sustanciales del negocio a documentar, la función privada del Notario, su actuación profesional, supera con frecuencia el carácter negativo que tiene todo control y deja de ser crítica, para devenir creadora; en efecto, antes que denegar su actuación y conforme a los arts. 1 y 147 del Reglamento, el notario, ‘fecho al talle de las leyes’ que decía Monterroso, tiene que investigar cuál es el verdadero propósito práctico querido por requirentes, y proponerles en su caso, las fórmulas jurídicas que dentro de la ley  permiten alcanzarle, en todo o en parte, con supresiones o adiciones, buscando otros caminos, e incluso ofreciendo la redacción de un negocio atípico, pues estamos en el campo de la autonomía de la voluntad. La denegación de funciones, en aplicación del control de legalidad,  queda así relegada a recurso final para un notario que ha fracasado en su labor de consejo jurídico.

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