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ENSXXI Nº 16
NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2007

MANUEL CONTHE
Técnico Comercial y Economista del Estado

En su “Tratado sobre los Deberes” (De Oficiis, Libro III, Capítulo XII), Cicerón relata el caso de un comerciante de Alejandría que llega con una nave cargada de trigo a Rodas, donde hay una gran penuria de alimentos y el cereal está muy caro. Gracias a la pericia de su capitán, su barco ha sido el primero en llegar, pero, aunque no lo saben los isleños, tras ese primer barco llegarán otros, con más grano. El gran pensador latino se pregunta: “Sabiendo él mismo que se habían embarcado otros muchos mercaderes en Alejandría, y habiendo también visto las naves cargadas de trigo para Rodas, ¿les dirá esto a los rodios o venderá su género al mayor precio que pueda?”.La cuestión –agrega- suscitó discrepancias entre los filósofos estoicos: mientras que para Antípatro el comerciante alejandrino tenía la obligación moral de informar a los rodios de la inminente llegada de más trigo, para su maestro Diógenes  “una cosa es encubrir y otra callar: yo no estoy obligado a decirte todo lo que a ti te importa saber”.  
La controversia sobre el caso expuesto por Cicerón continuaría en siglos posteriores. Así, mientras que Santo Tomás de Aquino consideró legítimo que el vendedor guardara silencio –pues ese silencio sólo era rechazable, a juicio del escolástico, cuando versaba sobre un vicio oculto que pudiera causar daño al comprador, cosa que no ocurría en este caso-, otros autores –incluido, al parecer, el gran civilista francés Pothier- defendieron en el siglo XVIII que el vendedor debía revelar la información. Y, en fin, el azar quiso que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos tuviera que pronunciarse en 1817 sobre un pleito en el que latía una cuestión similar, al menos en apariencia.

LAIDWELL VERSUS ORGAN

Los hechos que motivaron el pleito se produjeron en las postrimerías de la Guerra de 1812, una contienda que enfrentó durante tres años a la joven república de los Estados Unidos de América con su antigua potencia metropolitana, Gran Bretaña. Iniciada por Estados Unidos con un ataque a las colonias británicas en Canadá, la guerra tuvo una de sus principales causas en las medidas tomadas por Gran Bretaña contra los comerciantes americanos que intentaban comerciar con Francia, a la que los británicos, en guerra contra Napoleón, querían someter a un bloqueo. La Armada británica actuó con contundencia contra la joven república, hasta el punto de que en una de sus incursiones por la bahía de Chesapeake alcanzó Washington e incendió la Casa Blanca. Los buques  británicos bloquearon los puertos de Estados Unidos –salvo los de Nueva Inglaterra, contrarios a la guerra-, lo que produjo en ellos una  acumulación de excedentes y una caída del precio de las mercancías que por ellos se exportaban hacia Europa. En diciembre de 1814 los británicos trataron de apoderarse de Nueva Orleans, pero lo impidió la eficaz defensa del general Jackson, el gran héroe americano de aquella guerra, que obtuvo una victoria decisiva el 8 de enero de 1815. Las tempranas negociaciones de paz entre los contendientes, celebradas en Europa, dieron entretanto su fruto, y a finales de aquel mismo mes de enero de 1815, las partes alcanzaron en Gante un acuerdo de paz, que no sería conocido en Estados Unidos hasta semanas después.
El 18 de febrero, con el puerto todavía bloqueado por  las fuerzas británicas –habían fracasado en su asalto terrestre, pero mantenían su hegemonía en el mar-, un comerciante de Nueva Orleans, llamado Organ, negociaba la compra de una partida de tabaco con el representante de un cultivador, Laidlaw. Como no se ponían de acuerdo en el precio, se despidieron. La tarde de aquel 18 de febrero tres “caballeros” de Nueva Orleans que habían estado en una nave británica –uno de ellos hermano de un socio de Organ- volvieron con noticias de que los británicos habían recibido órdenes de levantar el bloqueo. La noticia le llegó de inmediato al comerciante, quien se apresuró a solicitar a Laidlaw que reanudaran la negociación. Así lo hicieron y pronto lograron un acuerdo. Cuando al día siguiente se anunció públicamente en Nueva Orleans el levantamiento del bloqueo y el precio de las mercancías exportables se disparó –el tabaco subió entre un 30 y  un 50%-, Laidlaw se negó a entregar la mercancía vendida y Organ le demandó ante los Tribunales.   
El Tribunal Supremo dictó en casación una sentencia redactada por el célebre Juez Marshall, que respaldó, en líneas generales, la postura de Organ, al afirmar que el comprador no tiene obligación de revelar información extrínseca al contrato “cuando los medios para conseguirla son igualmente accesibles a ambas partes”, si bien exigió que el Tribunal de instancia de Luisiana aclarara si en su segundo encuentro Organ había dado a  Laidlaw respuestas engañosas que entrañaran “reticencia dolosa” (fraudulent silence).

Dos juristas americanos han analizado recientemente en la Virginia Law Review esa sentencia y la posterior jurisprudencia sobre la obligación de informar entre contratantes (disclosure duties).  Concluyen que, aunque la doctrina jurisprudencial no es uniforme, pondera especialmente si la información se refiere a la calidad o “sustancia intrínseca” del bien objeto del contrato o a otras circunstancias externas; si el contratante mejor informado tiene algún deber tuitivo o fiduciario frente al otro, más débil; si la información se ha conseguido por cauces legítimos y ha exigido, además, un especial esfuerzo o gasto para quien la obtuvo; y, en fin, si quien no reveló la información crucial acompañó su reticencia con mentiras, expresiones engañosas o medias verdades2.

"Los hechos que motivaron el pleito se produjeron en las postrimerías de la Guerra de 1812, una contienda que enfrentó durante tres años a la república de los Estados Unidos de América con su antigua potencia metropolitana, Gran Bretaña"

El caso Laidlaw vs.Organ sigue suscitando controversia entre los juristas americanos, pues se ha escrito recientemente que la información que obtuvo Organ tuvo poco de casual y fue “privilegiada”: los tres “caballeros” de nueva Orleans que visitaron el barco inglés no eran comerciantes –como, por error, escribió algún comentarista de la época- sino tres militares a quienes el victorioso general Jackson había autorizado a negociar con los británicos tres asuntos derivados del fallido asalto a la ciudad: el intercambio de prisioneros; la entrega por los británicos de los esclavos que habían huido durante el ataque; y la entrega de su espada al general británico Keane, que la había perdido en combate y se la reclamaba, con humildad, al general Jackson. Se trató, pues, de una misión oficial, en la que tuvieron conocimiento privilegiado y exclusivo de que la fuerza expedicionaria británica había recibido órdenes de levantar el bloqueo. La identidad de los tres militares consta en la sentencia del Supremo y, dada la notoriedad y la relación que había mantenido al menos uno de ellos con el juez Marshall, la célebre sentencia –se ha dicho- no debe verse tanto como una sabia ponderación de los intereses en presencia y del favor dispensado por el Tribunal al principio de caveat emptor, sino más bien como una ilustración de lo permisiva que eran la sociedad y los tribunales americanos de aquella época con el uso, en beneficio propio, de información privilegiada3.

Eficiencia económica
En el Derecho español el asunto de las diferencias de información entre los contratantes fue analizado en “El error en los contratos” (1988, Editorial Ceura) por un gran civilista de quien tuve la fortuna de ser alumno, Antonio-Manuel Morales. El análisis que hace de la jurisprudencia muestra que también nuestro Tribunal Supremo exige para que el error sea relevante no sólo que se refiera a cuestiones esenciales del propio contrato –ya sea la “sustancia” de su objeto, ya las presuposiciones en que se basa-, sino que no sea achacable a la falta de diligencia de quien lo padece. El error será más excusable en un lego que en un profesional (un anticuario, por ejemplo, difícilmente podrá alegar error sobre la época de un cuadro). Lo será también en un contratante si el otro actuó de forma engañosa y le infundió confianza en su equivocada creencia.
El profesor Morales defiende que al analizar el error en la contratación nos apartemos del viejo enfoque unilateral de si hubo o no “vicio de voluntad” en quien contrató sin poseer toda la información y nos fijemos, con una perspectiva más global, en qué regla sobre reparto de riesgos en el contrato es la que mejor equilibra los intereses en conflicto y resulta más eficiente desde el punto de vista económico. Ilustra su afirmación con el análisis de la sentencia del Tribunal Supremo de 9 de octubre de 1981, que declaró válida la venta de un cuadro catalogado como del pintor Joaquín Sorolla que tiempo después resultó falso. Como el vendedor actuó de buena fe y, en consecuencia, la defectuosa información sobre la verdadera autoría del cuadro no era imputable a ninguno de los contratantes, el profesor Morales se pregunta: “¿A cuál de ellos se ha de desviar los efectos desfavorables de tal situación? Si optamos por proteger al comprador, por la lesión que ha experimentado en ese contrato, siempre ha de quedarnos la duda de por qué ha de ser el vendedor el que tenga que soportar las consecuencias de ese riesgo. Y si aplicamos el criterio contrario, no deja de planteársenos la misma cuestión”.  
La concepción del “reparto de riesgos” es especialmente útil cuando en el momento de la celebración del contrato ambas partes tienen una información incompleta, que sólo los acontecimientos posteriores aquilatarán. En tales casos, incluso en contratos no-aleatorios como la compraventa, “hay una aleatoriedad no prevista, no ordenada en el contrato, que se organiza por el Derecho a través de la figura del error”. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando la información de las partes es distinta, y una de ellas sabe lo que la otra ignora? Ya D. Federico de Castro señaló que en ese caso el error de quien está peor informado puede resultar relevante si afecta a las “suposiciones” del contrato.  Así, si al comprar un objeto el comprador explica al vendedor que lo adquiere como regalo de boda para cierta pareja y el vendedor sabe que los novios han muerto en un accidente  pero no advierte de ello al comprador, el gran civilista español no descartaba que el comprador pudiera invocar la nulidad de la compra alegando la mala fe del vendedor.

"La Armada británica actuó con contundencia contra la república, hasta el punto de que en una de sus incursiones por la bahía de Chesapeake alcanzó Washington e incendió la Casa Blanca"

Al analizar esa “falta de colaboración con el otro contratante para evitar su error” el profesor Morales cita a su colega Cándido Paz-Ares, que, además de gran mercantilista, es uno de los más brillantes representantes en España de la Escuela del Análisis Económico del Derecho (Law and Economics). El profesor Paz-Ares ilustra su análisis con este supuesto: “Vd. y yo suscribimos un contrato de compraventa en virtud del cual yo adquiero una finca de su propiedad –una finca llena de matorrales, situada un poco a desmano- y Vd., a cambio, recibe el precio libremente pactado. Supongamos también que durante las negociaciones yo he omitido decirle que previamente he llevado a cabo una investigación geológica que me ha permitido establecer la probable existencia de una valiosa bolsa de gas en el terreno de su propiedad o que –construyendo otra hipótesis- no le he informado de que está proyectada la construcción de una autopista por las inmediaciones de la finca, cosa de la que tuve noticia por un amigo que trabaja en el Ministerio de Obras Públicas. Cuando Vd. llega a tener conocimiento de las circunstancias que le he silenciado, interpone una acción de nulidad del contrato por dolo, al amparo del art. 1270 del Código Civil, aduciendo que mi conducta reticente le indujo a error. ¿Cómo debe decidir nuestro juez prospectivo este caso difícil en el que se advierte una imperfección contractual creada por la información asimétrica?”.

Informaciones productivas y distributivas
La respuesta de Paz-Ares se inspira, a su vez, en la doctrina que formuló en los años 70 Anthony Kronman, uno de los juristas americanos que, junto con el juez Richard Posner, se ha destacado como adalid del análisis económico del Derecho. Su idea central es que el ordenamiento jurídico debe permitir que quien gastó tiempo y esfuerzo en conseguir una información nueva socialmente útil pueda rentabilizarla. En parecida línea, según Paz-Ares la respuesta del ordenamiento jurídico a la asimetría informativa en la compraventa de la finca exige distinguir entre dos tipos de informaciones: las “productivas”, esto es, aquéllas que constituyen descubrimientos socialmente útiles, pues mejoran la eficiencia en la asignación de los recursos económicos e incrementan el producto social; y las “distributivas”, esto es, aquéllas que otorgan una mera ventaja negociadora a quien las posee, pero no contribuyen a la creación de riqueza. Pues bien, la información sobre la bolsa de gas es socialmente valiosa, ya que su utilización contribuirá a explotar el yacimiento y a aumentar la riqueza social; por eso debe permitirse a quien ha conseguido con su esfuerzo tal información que la rentabilice, “pues de lo contrario ni yo ni nadie habría gasto dinero, tiempo y energías en las investigaciones geológicas que llevaron a determinar la existencia de un yacimiento de gas. Sólo la posibilidad de aprovecharme de este rendimiento futuro puede garantizar la inversión”. Por el contrario, la información sobre la construcción de la autopista es puramente “distributiva”, puesto que la carretera se construirá con independencia de quién sea el propietario de la finca. Y añade Paz-Ares: “Si el ordenamiento permitiese que los descubridores de informaciones redistributivas puedan emplearlas para transferir riqueza a su favor, las contrapartes que quisieran evitar la expoliación se sentirían incentivadas a adoptar precauciones excesivas y a invertir en la búsqueda de información [distributiva], lo cual se revela manifiestamente ineficiente. Es un dispendio que una parte trate de producir una información que la otra ya posee” 4.
La distinción de Paz-Ares, a mi juicio muy acertada, permite ver una gran diferencia entre el caso expuesto por Cicerón y el pleito Laidwell vs. Organ. En  efecto, la ventaja informativa del primer comerciante alejandrino que llegó a Rodas, al permitirle vender caro el trigo, puede verse como un eficaz mecanismo que alentaba a los comerciantes mediterráneos a intentar abastecer con la mayor rapidez a las islas más necesitadas. Por el contrario, Organ se aprovechó de una ventaja informativa esencialmente “distributiva”, que le permitió privar a Laidwell, sin esfuerzo propio, de la revalorización del tabaco que se iba a producir indefectiblemente la mañana siguiente, cuando se hiciera público el levantamiento del embargo.
La distinción de Paz-Ares y, en general, el enfoque sobre los deberes de información defendido por  la Escuela del Análisis Económico de Derecho es coherente con las reglas que en los mercados de valores regulan la obligación de difusión espontánea (disclosure) de información relevante sobre sociedades cotizadas. En efecto, como en España señala con claridad el artículo 82 de la Ley del Mercado de Valores, la obligación espontánea de suministrar información al mercado –tanto regularmente como cuando acontecen hechos relevantes- gravita primordialmente sobre las propias sociedades cotizadas, no sobre sus accionistas o potenciales adquirentes. Las leyes distinguen con nitidez entre la obligación de informar activamente al mercado –que es amplísima para la sociedad cotizada en lo que afecta al curso de sus negocios, pero excepcional para los demás agentes del mercado- y la de abstenerse de utilizar o transmitir información privilegiada, obligación esta que se aplica con carácter general a todos cuantos la posean.

"Nuestro Tribunal Supremo exige para que el error sea relevante no sólo que se refiera a cuestiones esenciales del propio contrato, sino que no sea achacable a la falta de diligencia de quien lo padece"

A tenor de la doctrina de que quien genera información socialmente útil debe poder aprovecharse económicamente de ella, resulta razonable que quien formula la primera opa sobre una empresa antes de controlarla y, con ello, revela a todo el mercado que la empresa estaba infravalorada obtenga alguna ventaja –ya sea procedimental, ya tome la forma de un  break-up fee si otro postor acaba ganándole en la puja-. De la citada doctrina se deduce también que, al aplicar las reglas sobre protección de clientes que consagra la flamante Directiva sobre Mercados de Instrumentos Financieros (MiFID), nadie sensato debe pretender que las entidades que mantienen una costosa red propia de oficinas bancarias vengan obligadas a asesorar con imparcialidad a sus clientes sobre productos financieros que compitan con los suyos. Tendrán vedado, desde luego, engañar a sus clientes o recomendarles productos financieros propios que no se ajusten a su perfil o experiencia inversora, pero – tras desvelar que son meros “vendedores” y no genuinos “asesores”- podrán guardar silencio sobre otros productos financieros ajenos más ventajosos.  
En el ámbito político con frecuencia se escuchan voces que, inspiradas por una nobleza digna del estoico Antípatro, preconizan que los debates entre partidos y líderes políticos sean discusiones constructivas sobre cómo solucionar mejor los problemas de los  ciudadanos, no goyescos Duelos a Garrotazos. Pero tan piadoso deseo olvida que en política las ideas no son patentables y, en consecuencia, cuando son sensatas pueden ser expoliadas libremente por los gobernantes, quienes, con disimulo, las presentarán pronto como propias a la opinión pública, dando así pie al conocido y amargo lamento de sus genuinos inventores de que “les han robado el programa”. Por eso, con contadísimas excepciones, los partidos de la oposición se limitarán a criticar a quien esté en el poder, sin hacer propuestas creativas o razonables, salvo cuando sean inaceptables ideológicamente para sus rivales o las formulen en vísperas de las elecciones, cuando sus antagonistas no tengan tiempo para reaccionar (aun así, recordemos cómo Nixon fraguó su desgracia tratando de espiar la reunión del Partido Demócrata en el hotel Watergate).
La naturaleza humana es compleja y el interés propio no es nuestro único o principal  móvil. Pero sería ingenuo negar que hay límites al altruismo. Nadie anuncia dónde está localizado un pecio para que sean otros quienes lo extraigan. Las patentes, la propiedad intelectual y la protección de quienes generan información socialmente útil tienen mala prensa –especialmente cuando las invenciones ya se han producido-. Pero, cuando tales instrumentos de fomento se diseñan con acierto, pueden ser útiles para estimular la inventiva y el progreso humano.
El profesor Morales inicia su magnífico libro con una cita de los “Fragmentos de un Evangelio apócrifo” de Jorge Luis Borges, muy apropiada para un libro dedicado al error: “Feliz el que no insiste en tener razón”. A la luz del papel crucial que este artículo ha atribuido a la producción de información socialmente útil, lo concluyo con mi propia bienaventuranza, también apócrifa pero inspirada en el Evangelio de San Mateo: “Buscad y hallaréis... Y bienaventurados si el ordenamiento os permite disfrutar de vuestros hallazgos”.

1 Una versión preliminar y resumida de este artículo se publicó el 3 de julio de 2007 en el diario “Expansión” con el título “el p®ecio del hallazgo”.
2 Kimberly  D. Krawiec y Kathryn Zeiler, Common-Law Disclosure Duties and the Sin of Omission: Testing the Metha-Theories, Virginia Law , Diciembre 2005, disponible en  http://www.virginialawreview.org/content/pdfs/91/1795.pdf.
3 Joshua Kaye, Disclosure, Information, the Law of Contracts, and the Mistaken use of Laidlaw v. Organ, disponible en http://works.bepress.com/cgi/viewcontent.cgi?article=1000&context=joshua_kaye.
4 “Principio de eficiencia y derecho privado”, en “Estudios de Derecho Mercantil en Homenaje al Profesor Manuel Broseta Pont”, Tomo III, Tirant lo Blanch, Valencia, 1995.

 

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