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ENSXXI Nº 20
JULIO - AGOSTO 2008

MANUEL CONTHE
Técnico Comercial y Economista del Estado

Max Weber, el gran sociólogo alemán, viajó a Estados Unidos en 1904  para visitar la Exposición Mundial de Saint Louis (Missouri). Casi al término de aquel viaje, pasó unos días en Carolina del Norte, donde tenía parientes. En su ensayo “Iglesias y sectas en Norteamérica” –que se publicaría años después junto a su conocido ensayo “La Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo”- relata una ceremonia pública de bautismo en las estribaciones del Blue Ridge a la que le llevó su primo un frío domingo de octubre:
“Unas diez personas, hombres y mujeres, completamente vestidos, se iban metiendo uno tras otro en las gélidas aguas del arroyo, en las que ya estaba el reverendo con el agua por la cintura. “¡Mira, el Sr. X! ¿No lo había dicho yo?” [me dijo mi primo]. Cuando le pedí que se aclarara, al principio dijo tan sólo: “El Sr. X tenía intención de abrir un banco en Mount Airy y necesitaba un elevado préstamo”. Luego me explicó que su admisión como miembro de la Iglesia Baptista era importante no tanto respecto a la clientela baptista, sino para atraer a clientes no baptistas. Eso se debía a que la concienzuda revisión de la conducta moral y mercantil del candidato era considerada la más rigurosa y digna de confianza, con diferencia. El menor retraso en el pago de una deuda, un gasto inadecuado, frecuentar la taberna, -en resumen, cualquier cosa que arrojara una duda sobre la honorabilidad mercantil del hombre en cuestión- haría que fuera rechazado por la comunidad de su iglesia local. Una vez aceptado como miembro, la secta le acompañará el resto de su vida. Si se traslada a otra localidad, le proporcionará las referencias sin las cuales no sería aceptado en la iglesia de su denominación. Si sufriera dificultades financieras de las que no fuera culpable, la secta le ayudaría, para proteger su reputación”.

La confianza en economía
Los economistas vienen subrayando en los últimos años la gran importancia de la reputación personal en el mundo de la economía, como anticipara Weber en el pasaje citado, y han mostrado cómo la desconfianza entre dos personas puede frustrar iniciativas y proyectos que beneficiarían a ambas.
Imaginemos, en efecto, un juego en el que le damos 10 euros al jugador A. Le decimos que puede quedárselos, o, si prefiere, cedérselos –en todo o en parte- al jugador B. Si cede euros, los organizadores harán una aportación complementaria, de forma que B obtendrá el triple de la cantidad enviada por A (así, por ejemplo, si A cede 7 euros, B recibirá 21). Si B recibe dinero, podrá decidir de forma  discrecional cuánto se queda y cuánto devolverá a A (es decir, nada impedirá a  B quedarse con todos los euros que reciba). En esas circunstancias ¿cuántos euros deberá A enviar a B? Está claro que, como los euros se triplican, cuantos más envíe mayor será la “tarta”a repartir entre ambos (así, si A le envía sus 10 euros, B recibirá 30, el máximo posible). Pero ¿y si B se queda con todo, o le devuelve a A menos euros de los que envió?
A pesar de su sencillez, el juego descrito ilustra un problema muy frecuente en el mundo real: dos personas pueden salir ganando si colaboran entre sí; pero esas potenciales ganancias recíprocas pueden no llegar a surgir si su eventual reparto final queda al arbitrio de una de ellas y la otra desconfía de que el reparto sea justo.

"Pensemos en quien, antes de unas elecciones, tras un largo cortejo, acepta seguir de vicepresidente económico o incorporarse como miembro destacado a la candidatura de un aspirante a la presidencia, pero, tras la cita electoral, ve frustradas las expectativas que le ofrecieron o que concibió"

El juego, conocido como “juego de la confianza” (trust game) o “juego de la inversión” (investment game), fue formulado en 1995 por el economista americano Joyce Berg (en colaboración con otros). Berg lo ensayó con varios grupos de estudiantes y, para garantizar el anonimato y la ausencia de presiones morales, utilizó un procedimiento que impedía que los jugadores supieran con quiénes estaban emparejados y que ni siquiera el experimentador supiera qué decisión tomaba cada jugador concreto. El juego se jugaba una sola vez, de manera que los jugadores no podían guiarse por la reputación del grupo o de los restantes jugadores.
En las pruebas realizadas, Berg constató entre los jugadores A actitudes muy diversas, desde quienes no enviaban nada hasta quienes enviaban sus 10 euros. Otro tanto ocurrió con los jugadores B, algunos de los cuales no devolvían nada. En promedio, los jugadores A enviaron algo más de 5 euros y los jugadores B devolvieron  4´66 euros en un primer experimento y 6´46 en otro (así pues, en el primer experimento los jugadores A no recuperaron en promedio su inversión). Se comprobó, no obstante, que cuando un jugador enviaba sus 10 euros íntegros, su pareja tendía a ser más generosa (presumiblemente como respuesta a la muestra de confianza).
Las pruebas posteriores han corroborado, en líneas generales, los resultados de Berg. Tales resultados, aunque no revelan un nivel desmesurado de confianza o de espíritu de reciprocidad, se apartan de la predicción teórica del juego: si suponemos que ambos jugadores son perfectamente racionales y calculadores, el jugador A, temiendo que B se quede con todo, no le enviará un solo euro; en consecuencia, la falta de confianza en el reparto de la eventual “tarta” hará que, paradójicamente, ésta nunca llegue a existir.  

Acuerdos obsolescentes

En el mundo real son los Estados quienes hacen con frecuencia de jugador B: mediante cambios legislativos o decisiones administrativas (establecimiento de gravámenes extraordinarios, revocación de licencias o concesiones, impago de deudas…) pueden apropiarse del fruto de los esfuerzos de los particulares. No en balde en cierta versión del trust game – el llamado “juego del campesino y del señor feudal” (peasant-dictator game)- el jugador A es un campesino que tiene que decidir qué proporción de su semilla dedica a la siempre; y el jugador B es un señor feudal que en el momento de la recolección decide el porcentaje de ella con el que se quedará –proporción que puede llegar al 100%-. El análisis del juego revela que ambas partes saldrán ganando si el señor fija de antemano, con carácter irrevocable y creíble, un tipo tributario no confiscatorio.
El “juego de la confianza” guarda relación con las inversiones a largo plazo o en países extranjeros y, en particular, con el riesgo para el inversionista extranjero de que, una vez efectuadas las inversiones comprometidas, las autoridades locales las confisquen, modifiquen el marco legal en que se basaron, o adopten otras medidas lesivas que reduzcan su valor.
En 1971, en su célebre libro Sovereignty At Bay, el economista americano Raymond Vernon describió ese problema como el del “acuerdo obsolescente” (obsolescing bargain). Según Vernon, antes de que una multinacional efectúe una inversión, poseerá un gran poder negociador: el potencial país anfitrión tendrá interés en atraer capital extranjero y nuevas tecnologías, y estará  dispuesto a ofrecer a la gran empresa extranjera un acuerdo favorable. Esa buena relación persistirá en tanto la empresa extranjera continúe invirtiendo. Ahora bien, la multinacional extranjera se tornará vulnerable tan pronto haya efectuado la inversión. Porque, si el negocio resulta rentable, el gobierno y la población local, olvidándose pronto de los riesgos que la compañía asumió al realizar la inversión, empezarán a decir que la empresa extranjera está obteniendo unos beneficios desorbitados y “sangrando” al país. Además, si la inversión despertó el espíritu empresarial autóctono, mejoró las infraestructuras y abrió el país al capital extranjero, las autoridades locales, viendo el abanico de alternativas que se ofrecen al país, revisarán con ojos críticos el acuerdo inicialmente pactado. Al hacerlo, las autoridades darán la contenta a cuantos políticos y grupos sociales piden que el país recobre su soberanía económica y no se “venda” al  capital extranjero. Así pues, la dinámica política dentro del país receptor de la inversión terminará por hacer obsoleto el acuerdo sobre el que se basó la primitiva inversión: a veces, como en el “juego de la confianza”, el inversor tendrá incluso dificultad en  recuperar su inversión inicial y acabará expropiado.

"La autonomía del Banco Central y la prohibición de que el Tesoro público se financie monetariamente serán la forma civilizada de apaciguar el temor de los inversores a verse 'atracados' por su propio Estado. En casos extremos, los ciudadanos avispados tratarán de evitar el 'atraco' pasándose a otras monedas"

Algunas grandes empresas españoles, tanto del sector financiero como del de infraestructuras (telefonía, aguas, electricidad…), convertidas durante los años 90 en multinacionales de nuevo cuño en América Latina, se enfrentaron hace unos años a una situación parecida a la que describió Vernon. Un caso llamativo se produjo en Argentina, a raíz de la grave crisis financiera que se desencadenó a finales de 2001 con la ruptura de la “caja de conversión” (currency board), la devaluación del peso, la “pesificación” de los contratos pactados en dólares y, en fin, con la congelación absoluta de las tarifas de los servicios básicos (agua, electricidad…). Pero el problema se ha dado  también en otros países (entre ellos, República Dominicana, Perú o incluso Chile), en los que se  modificaron las condiciones pactadas (especialmente, revisión de tarifas) cuando las empresas españolas acometieron sus inversiones.

Atracos sin pistola

Pero el problema de la confianza no se da sólo en las relaciones entre los inversores y los Estados. Surge también en las relaciones económicas entre particulares, especialmente cuando una de las partes –el jugador A- tiene que hacer una costosa inversión específica, sin uso alternativo, cuyo valor o utilidad quedará íntimamente unido a que se mantenga la colaboración de B. Tales inversiones engendrarán un estrecho vínculo entre quien las efectúe y quien determine si resultarán o no útiles y rentables. En 1975, el economista americano Oliver Williamson llamó a esa situación de dependencia  hold up problem (esto es, el problema del “atraco”), puesto que una vez hecha la inversión específica por A queda expuesto al riesgo de que B cambie los planes iniciales y le chantajee.
Ejemplo clásico de esa dependencia es la que surge entre un fabricante de automóviles y un suministrador de piezas cuando éste necesita maquinaria especial para fabricarlas. Así, en 1919 General Motors firmó un contrato a largo plazo en exclusiva para que Fisher Body  le proporcionara los chasis de los automóviles, lo que exigió del suministrador significativas inversiones en moldes diseñados específicamente para tales coches e hizo que la compañía pasara a depender de su suministrador exclusivo. Cuando poco después la demanda de coches creció de forma espectacular, la fuerza negociadora del suministrador aumentó sobremanera y se negó a acceder a algunas peticiones del fabricante (entre ellas, a acercar sus plantas a las de ensamblaje). Para evitar disputas de esa naturaleza,  General Motors optó en 1926 por comprar Fisher Body.  Aunque otros fabricantes de coches -entre ellos, las japoneses- han demostrado que existen otras formas de sortear el "problema del atraco", la adquisición de su suministrador por General Motors se suele citar como un caso típico en que la existencia de "inversiones específicas" hace preferible reemplazar una relación de mercado –que genera una dependencia recíproca-  por una relación "intra-empresa", sujeta a un sistema centralizado de decisión.
Aunque en aquel caso el incipiente atracador fue el suministrador, los papeles de "atracador" y víctima son mudables.  En el mundo del automóvil no faltan  casos en que el potencial "atracador" es el fabricante y la víctima el comprador, una vez adquirido el vehículo. Una manifestación habitual de "atraco" se produce en el servicio post-venta, cuando los talleres oficiales cargan por revisiones y cambios de aceite unas tarifas desmesuradas a los usuarios "cautivos" que tienen el coche en período de garantía. Un conflicto parecido enfrentó durante muchos años a los fabricantes de coches con los de accesorios y piezas de recambio sobre la patentabilidad del diseño de éstas (aletas, faros, parachoques...): las grandes casas de automóviles alegaban que sólo ellos debían tener derecho a fabricar tales repuestos, para así recuperar con su venta los elevados gastos de diseño del coche; los fabricantes independientes de tales piezas aducían que la libertad para copiarlas y producirlas resultaba esencial para que las casas oficiales no "atraquen" a quienes, cautivos, necesitan piezas de repuesto del coche que compraron.   
El "problema del atraco" aparece también en muchas otras industrias. Se da, por ejemplo, en la industria del gas natural, pues quien emprende la perforación de un yacimiento corre el riesgo –salvo en situaciones de carestía generalizada de los hidrocarburos en todo el mundo, como la que vivimos en la actualidad- de no poder recuperar su inversión si le falla el comprador: de ahí el frecuente empleo de la cláusula take or pay, que obligará al comprador a pagar el suministro aunque renuncie a la entrega. Se da también en el mundo de las tecnologías, en la medida en que el suministrador de un sistema que alcanza una posición de dominio –como le ha ocurrido a Microsoft con su sistema operativo Windows-  puede sentirse tentado a abusar de esa posición de dominio.
El "problema del atraco" aflora en el mundo monetario: al ser el dinero un "bien-red" por excelencia - un billete sólo es útil si los demás lo aceptan-, el uso de la moneda  establecida gozará de gran inercia, incluso aunque el monopolista que la fabrica la emita en exceso y genere inflación (pensemos, por ejemplo, en la Rusia actual). La autonomía del Banco Central y la prohibición de que el Tesoro público se financie monetariamente serán la forma civilizada de apaciguar el temor de los inversores a verse "atracados" por su propio Estado. En casos extremos, sin embargo, los ciudadanos avispados tratarán de evitar el "atraco" pasándose al dólar u a otras monedas ("dolarización").   
El “problema del atraco” puede surgir, en fin, en el caso de algunas profesiones (entre ellas, desde luego, la de Notario), cuando el acceso a la profesión exige un esfuerzo denodado, que queda endulzado por la situación de desahogo que alcanzarán aquellos que logren superar la prueba. Si con posterioridad se introducen cambios normativos que alteran de forma sustancial las condiciones de ejercicio de la profesión –pensemos, por ejemplo, en una plena libertad de acceso o en una reducción drástica de los aranceles-, quienes “invirtieron” para acceder a ella pueden sentirse tan defraudados como el jugador A que envía sus 10 euros y se queda sin nada. Cómo conciliar las legítimas expectativas de rentabilidad de quienes invirtieron bajo cierto régimen regulatorio con la ocasional necesidad de alterar ese régimen profundamente suscita la llamada cuestión de los “costes de transición a la competencia” que, debatida en España primordialmente respecto al sector eléctrico, rebasa ese ámbito económico y, desde luego, la modesta ambición de este artículo.

"Antes de que una multinacional efectúe una inversión, poseerá un gran poder negociador: el potencial país anfitrión tendrá interés en atraer capital extranjero y nuevas tecnologías. Ahora bien, la multinacional extranjera se tornará vulnerable tan pronto haya efectuado la inversión"

Atracos personales
El problema del atraco aflora, en fin, en asuntos personales. Así,  la mujer que renuncia a desarrollar su propia carrera profesional y se dedica al cuidado de la familia y de los hijos está llevando a cabo una "inversión específica" en el matrimonio que la hará vulnerable en caso de abandono, infidelidad e incluso malos tratos por su marido. Esa estructura de la familia tradicional dejaba a la mujer en situación de vulnerabilidad y la exponía a un posible riesgo de “atraco”. Para evitarlo, muchas mujeres insisten, con razón, en mantener a toda costa su carrera profesional y su independencia económica tras el matrimonio o el inicio de la vida en pareja. El potencial riesgo de “atraco” por el cónyuge que deja en la estacada a quien hizo una inversión específica en la familia y la pareja queda también mitigado si debe pagarle una pensión alimenticia cuantiosa.    
Los atracos se dan en ocasiones en las relaciones de colaboración política. En C´était De Gaulle,  Alain Peyrefitte, cortejado durante muchos meses por el General para que colaborara con él, narra así su sorpresa cuando, nada más ser designado ministro-portavoz del gobierno francés en 1.962, tiene su primer encuentro con De Gaulle:
"Cuando a la hora exacta el ayudante de campo me abre la puerta del Salón Dorado, el general me deja atravesar la estancia sin apenas levantar la vista. No le reconozco: él, que desde hace más de tres años se mostraba tan cortés e incluso amigable, me dice con sequedad: "Usted ha estudiado latín. Ministro significa servidor". "Está claro", continúa Peyraffitte, " que hasta entonces yo estaba en un primer círculo, el más exterior de su entorno: los recién llegados hacia quienes desplegaba su encanto. Ahora he entrado en un círculo más interior: sus ministros de modesto rango, es decir,  sus servidores. Me trata como un coronel al trompeta".
No es difícil ver en España situaciones recientes emparentadas lejanamente con la situación descrita por Peyrefitte. Pensemos en quien, antes de unas elecciones, tras un largo cortejo, acepta seguir de vicepresidente económico o incorporarse como miembro destacado a la candidatura de un aspirante a la presidencia, pero, tras la cita electoral, ve frustradas las expectativas que le ofrecieron o que concibió.
La confianza nacerá en ocasiones de la seguridad jurídica, como bien sabe el jurista; en otras, como nos enseñan Max Weber y los economistas, en la reputación. La confianza jugará siempre un papel decisivo, porque, cualquiera que sea su origen, sólo donde reine prosperarán aquellas relaciones, actividades y negocios humanos que exijan sacrificio y esfuerzo

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