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El Notario - Cerrar Movil

ENSXXI Nº 21
SEPTIEMBRE - OCTUBRE 2008

ANTONIO RODRÍGUEZ ADRADOS
Notario y académico

El principio de dación de fe, expuesto en el número anterior de esta Revista, constituye el cierre natural de los principios notariales atinentes a las funciones que el notario cumple en el proceso de formación de la escritura pública. Iniciamos ahora los principios que se refieren a la estructura de ese documento notarial, y el primero de ellos en el orden lógico, y también en el jurídico, ha de ser el principio que proclame el papel que en él desempeña el notario, con lo que al mismo tiempo quedará cubierta una importante parte del concepto mismo de notario.
Cuatro son, al respecto, las direcciones fundamentales, pues el notario puede ser redactor, testigo, fedatario o autor del documento. Y puede también tener la primera de dichas condiciones, redactor, junto con la segunda o con la tercera, esto es, puede ser redactor y testigo o redactor y fedatario; pero no testigo y fedatario, cualidades que se excluyen. También la condición de autor es incompatible con la de testigo, pero absorbe las de redactor y fedatario.
En la actual concepción, vigente desde hace muchos siglos, el notario ‘es el autor’ de los documentos que redacta y a los que da autenticidad (Declaración de Madrid, de los Notariados de la Unión Europea, 1990); el autor ‘único’ del documento notarial. Nuestro Código civil, en efecto, al igual que numerosos Códigos extranjeros, sólo considera documento público el ‘autorizado’ por Notario o empleado público competente (art.1216); no es suficiente una posterior ‘prestación de autoridad, y por consiguiente atribución del valor, de la eficacia y de la fe que el ordenamiento jurídico le concede’ (Díez-Picazo), sino que es preciso, incluso etimológicamente, que el notario sea el ‘autor’, o bien ‘asuma la autoría’ del documento; de la autoría del notario recibe, en efecto, el documento su categoría de documento público; como escribió insuperablemente Carnelutti, ‘el documento merece la fe de su autor’; la autoría del notario constituye por tanto el fundamento de toda la eficacia del documento notarial.
Conserva algún interés, sin embargo, una referencia a las precedentes concepciones del notario, aparte de su interés histórico, para poner de manifiesto que no son notarios, aunque se denominen así, los redactores de documentos que no son fedatarios, por desconocer la fe pública su Ordenamiento, y los fedatarios que se limitan a diligenciar documentos ya redactados. Lo mismo en tiempos pasados que en los actuales; en España y fuera de ella.   
El notario no es un fedatario de documentos ajenos, sino un redactor de sus propios documentos, los mismos documentos que va a autorizar. Así, como redactores privados de documentos, surgieron y se desarrollaron los tabeliones romanos, y al configurarse la fe pública en el Derecho intermedio, no se confirió a personas vinculadas a los organismos públicos, sino a los profesionales redactores de documentos, precisamente por serlo, con lo que sus documentos pasaron a ser documentos públicos y ellos personas públicas, sin perder su condición profesional.
La función de redacción documental del notario subsiste en los Derechos actuales. ‘El Notario redactará escrituras matrices’, dice el art. 17 de nuestra Ley del Notariado en su texto vigente (Ley 36/2006), y lo decía ya en su versión original de 1862. En el mismo sentido se produce, como es lógico, el Reglamento Notarial, art. 147: ‘El notario redactará el instrumento público ...’, generalizando indiscriminadamente la norma legal a los demás géneros instrumentales.

"Puede considerarse al notario autor de las declaraciones de las partes, en cuanto que es autor del medio por el que se exteriorizan, hasta el punto de que si el documento no se perfecciona con la autorización del notario, tampoco estarán hechas las declaraciones de los otorgantes"

Aquel redactor privado de documentos pasó a desempeñar también una función probatoria ya en el Derecho romano al menos desde que Celso respondió que era ‘ininteligible’, ‘grandemente estúpido’ y ‘más que ridículo’ dudar de que puede ser admitido como sellador de un testamento quien lo había escrito. ´
 Esta función testifical del notario, que se extendía a la prueba del negocio documentado (Novela 44, prefacio), comenzaba por la prueba del propio documento. El documento, en efecto, no se probaba a sí mismo, sino que había que probarle, que imponerle la fe, imponere fidem, la eficacia probatoria, mediante las deposiciones en juicio de los testigos y entre ellos, del tabelión, que empezó pronto a destacarse de los demás testigos; a ser testigo cualificado en la Novela 73 de Justiniano; a ser testigo privilegiado en los tiempos de la prueba tasada, según la regla de que el testimonio del notario vale por el de dos testigos; y a veces por el de tres, ‘et quandoque tribus’, que escribió Durante; y a ser finalmente testigo público cuando llegó a considerarse persona pública; así las Partidas, 3.19.3.
Pero este testigo ‘público’ va dejando de ser testigo y empezando a ser fedatario, porque el valor que deba reconocerse a su deposición no procede de la credibilidad que tenga su persona ni de su razón de ciencia, sino de la Ley, que ha atribuído a sus declaraciones una eficacia que en su grado mayor y más extenso se calificará de ‘fe pública’.
La incompatibilidad entre fedatario y testigo se consuma cuando la fe pública se objetiviza. La fe pública era en su origen una fe subjetiva, una fe en la persona del tabelión, que tenía que deponer ante el juez; empieza a objetivizarse cuando en los tiempos medios el tabelión o escribano va conservando la imbreviatura o nota por la que ha confeccionado la escritura; y se convierte en fe pública objetiva cuando esa nota ha de ser completa, ‘por entero’ que dice la Pragmática de Alcalá, sin que el escribano pueda extenderla o alargarla en el instrumento público; ni tampoco en sede judicial, salvo en el proceso penal; porque la prueba del documento se obtiene por el cotejo con la matriz, sin declaración del escribano. Es el documento, no el notario, el que hace fe. La doctrina procesalista, especialmente Carnelutti, ha puesto de relieve que el testimonio es un medio de prueba personal y el documento un medio de prueba real; en aquél prueba una persona y en éste prueba una cosa; por lo que no se confunden ni siquiera en el supuesto de documento testimonial, del documento mediante el cual un testigo presta su testimonio.  
Aquél fedatario no es todavía notario, porque el notario conserva las funciones de redactor del documento, y para la dación de fe tiene que haber realizado una serie de actividades, de investigación y depuración de la voluntad de los otorgantes, de información, asesoramiento y consejo, de asistencia a la parte débil, de control de legalidad, etc., que le convierten, en autor único del documento notarial; pero esto exige una mayor extensión.

"Es el documento, no el notario, el que hace fe. La doctrina procesalista, especialmente Carnelutti, ha puesto  de relieve que el testimonio es un medio de prueba personal y el documento un medio de prueba real; en aquél prueba una persona y en éste prueba una cosa"

La concepción clásica del documento como expresión, mediante una cosa signada, del pensamiento del hombre lleva, ineludiblemente, a considerar autor del documento al autor del pensamiento en él documentado. El notario resulta autor único de los instrumentos públicos cerrados, o de ciclo cerrado, que sólo contienen sus propias declaraciones. Pero los instrumentos públicos abiertos, o de ciclo abierto, contienen, además de las declaraciones del notario, declaraciones de otras personas, especialmente las declaraciones de voluntad de los otorgantes, lo que podría llevarnos a una pluralidad de autorías.   
En este sentido, para Cámara la autoría de las declaraciones corresponde a sus respectivos declarantes, y el notario sólo es autor necesario de la autorización y de sus juicios y calificaciones, pudiendo o no corresponderle la autoría de la redacción; hay, pues, tres autorías.
Con anterioridad, Gónzález Palomino había entendido que en la escritura pública hay ‘un cúmulo de autores’, tantos como declarantes, de lo que deducía que también existe un ‘cúmulo documental’, una pluralidad de documentos, que serán documentos privados cuando los declarantes son personas privadas.
La doctrina de la autoría unitaria y exclusiva del notario en los instrumentos públicos abiertos podría sin embargo defenderse, a mi parecer, en dos direcciones.
La primera dirección, consistiría en afirmar que también la escritura pública contiene sólo declaraciones del notario, en las que en su caso éste narra o representa las declaraciones que los otorgantes han hecho fuera del documento; así lo entienden variadas teorías que expondré y criticaré al tratar del principio del consentimiento.
La segunda dirección recordaría, con razón, que las numerosas doctrinas expuestas sobre quién es el autor de un documento, entre ellas la teoría de la declaración, están pensadas para el documento privado. Los documentos públicos son todos ellos introducidos y regulados por el legislador, que confiere su autoría al respectivo documentador público, a quien encarga del servicio de documentación.
Esta doctrina es cierta; pero no puede privar a las partes de la autoría de sus propias declaraciones, sino que hay que distinguir entre autor del documento y autor o autores de las declaraciones documentales, que son quienes las realizan. Se hace, pues, preciso aclarar en qué sentido el notario es también autor de esas declaraciones de las partes, lo que es imprescindible para poder atribuirle la autoría única del documento.  
A mi manera de ver, desde un punto de vista formal puede considerarse al notario autor de esas declaraciones de las partes que sustantivamente sólo a ellas pertenecen, en cuanto que el notario es autor del medio por el que se exteriorizan, se declaran, que es el instrumento público; hasta el punto de que si éste no se perfecciona con la autorización del notario, tampoco estarán hechas las declaraciones de los otorgantes, aunque ya hayan firmado la escritura; porque lo que pretendían al hacerlas era una declaración notarial.
Y por otra parte hay que recordar la labor jurídica que el notario ha tenido que desempeñar para que esas declaraciones de las partes hayan llegado a ser como han sido, de investigación de la voluntad, de conformación, de adecuación al ordenamiento, de redacción; son ‘tareas para las cuales -bastante más y bastante mejor que para la tarea formal- es exacto hablar del notario como dominus negotii’, según escribió D’Orazi; sólo el notario y, más en concreto, únicamente el notario latino puede ser considerado autor del documento que autoriza, porque sólo él tiene competencia para penetrar en el negocio documentado.

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