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ENSXXI Nº 22
NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2008

MIGUEL ÁNGEL AGUILAR
Periodista

Sostenía Albert Camus, el mítico director del diario Combat, que si los escritores tuvieran el mínimo aprecio por su profesión se negarían a publicar en un medio cualquiera. Una exigencia que deberían aplicarse también los periodistas. Precisamente como protección antisísmica frente a los movimientos geológicos, que suponen los cambios de propiedad de las empresas periodísticas, se estableció la “cláusula de conciencia”. Con ella quería brindarse protección a quienes optaran por mantenerse coherentes con sus propios principios intelectuales y morales, sin abdicar de los mismos para plegarse obedientes a los nuevos que propusieran los compradores de la editora. De manera que la coherencia pudiera ejercerse sin necesidad del voto de pobreza. Así que cuando un periodista advierte un cambio relevante en la línea de la publicación, puede invocar la “cláusula de conciencia” para abandonar la redacción, con derecho a ser indemnizado en igualdad de condiciones que si se tratara de un caso de despido improcedente.
Reconozcamos que la “cláusula de conciencia”, como la Legión extranjera o la Gendarmería, es un invento francés, surgido en los años inmediatamente posteriores a la liberación. El general Millán Astray hizo la versión española de la Legión con los Tercios y el general Narváez una traducción propia de la Gendarmería bajo la denominación de Guardia Civil, por supuesto de naturaleza militar. En cuanto a la figura de la “cláusula de conciencia” llegamos más lejos incorporándola al texto de la Constitución Española de 1978. En efecto, su artículo 20. 1. d) concluye diciendo que “La ley regulará el derecho a la cláusula de conciencia y al secreto profesional en el ejercicio de estas libertades”. Conviene enseguida reparar en los términos de esa expresión porque precisa con claridad que la regulación de esos derechos se hace “en el ejercicio de estas libertades”, que son las de “comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión”. Pero la citada expresión para nada incluye mención alguna a los profesionales del periodismo. Reparemos en que para que unos profesionales determinados, los periodistas, hubieran podido ser investidos de derechos específicos, como el de la invocación a “la cláusula de conciencia y al secreto profesional”, la Constitución habría debido definir antes la figura de sus titulares.

"Camus abomina de la senda que emprenden los empeñados en agradar, siempre dispuestos a doblegarse y sostiene que la tarea de los periodistas consiste en no caer en esa sucia complicidad porque su honor depende  de la energía con que se nieguen a aceptar el compromiso"

Este de las definiciones ontológicas se considera un terreno minado por el que nuestros constituyentes en absoluto quisieron aventurarse. La fórmula acuñada en el artículo 20 de nuestra Carta Magna remite a una ley la regulación de la “cláusula de conciencia” pero preceptúa que lo haga precisamente para coadyuvar “en el ejercicio de estas libertades”. Por ahí ha caminado también la jurisprudencia del Supremo y del Tribunal Constitucional, que según me hacía notar el presidente del Consejo de Estado, profesor Francisco Rubio Llorente, han preferido atenerse a los “actos periodísticos”, a los momentos en que se detecta “periodismo en acto”, en lugar de discernir la escabrosa cuestión del ser o no ser, de quiénes son o no son periodistas. Se abandona el enigma del ser para optar por un repliegue circunstancial hacia el “cuándo”. El criterio del “cuándo” sirve para relevar al del “quiénes” y parece adecuarse a la más estricta modernidad, porque como señala Scott Gant en su libro We’re all journalists now (Editorial Free Press. New York, 2007) las nuevas tecnologías han difuminado la anterior división del trabajo y asignación de roles, de manera que aquel esquema de periodistas emisores y audiencias receptoras se ha descompuesto y ahora todos somos periodistas. La cuestión es saber cuándo cada uno procede a activar esa condición.     
Mientras tanto, la crisis agudiza la confusión ambiente. Proliferan los debates sobre el provenir de los periodistas profesionales, así de denominados por contraste con los periodistas ocasionales, categoría en la que todo alfabetizado cibernético queda en principio incluido. Cunden las dudas sobre el futuro de la profesión y en particular sobre el de algunos productos como el de la prensa en soporte de papel. Siempre he pensado que la navegación en los mares infinitos de Internet está por principio abierta a todos, pero que la maniobra de llevar al barco hasta el muelle de atraque, es decir hasta el lugar de la inteligibilidad, se ve muy facilitada con la ayuda del “práctico del puerto”, es decir del periodista profesional. Sucede que estamos inundados de información desde que amanecemos hasta que nos abandonamos al sueño. Que ya es imposible darle a nadie una noticia porque todos acceden a ellas en tiempo real. Pero, como en las inundaciones, sucede también que la primera y más angustiosa carencia es la de agua potable, es decir la de información inteligible, contextualizada, más allá del caos de los fragmentos instantáneos que de modo permanente impactan sobre nosotros y nos mantienen desconcertados. Así que estamos muchas veces con el agua al cuello y teniendo que optar entre la sed o el envenenamiento del torrente contaminado.

"Sucede que estamos inundados de información. Que ya es imposible darle a nadie una noticia porque todos acceden a ellas en tiempo real. Pero, como en las inundaciones, sucede también que la primera y más angustiosa carencia es la de agua potable, es decir la de información inteligible, contextualizada, más allá del caos de los fragmentos instantáneos"

Desde el observatorio español conviene atender a las reacciones que la crisis y las dificultades han generado en los medios de comunicación. Se advierten intentos de inteligente adaptación. Desde luego ninguna publicación en papel ha salido a combatir las nuevas tecnologías, como nadie se propuso en su día prescindir de la electricidad. Pero la evolución inteligente se esfuerza en preservar lo más valioso, como intentan por ejemplo The New York  Times, Financial Times, The Economist o La República, sin abaratar los contenidos, sin titular con verbos de acción o entrecomillados, en definitiva, sin deslizarse por el plano inclinado y sucumbir a la tentación de amarillear en busca de la sintonía con un público que nunca accederá a sus páginas. Aceptemos que la lectura de la prensa escrita será cada vez más un signo de distinción. Su circulación puede que no esté en fase expansiva pero sus lectores seguirán siendo las gentes más relevantes del mundo de la política, de la cultura, de la economía y sobre todo de los periodistas de otros medios de comunicación que necesitan el periódico impreso para tener una idea organizada y ponderada de la realidad del mundo, como una guía imprescindible para reducir y depurarlo hasta hacerlo inteligible.
Mientras se recomienda la lectura del libro de Jean Daniel Camus. A contracorriente (Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2008) donde deplora que hayamos desertado de atacar esas máquinas de fabricar o destruir famas y que si un periódico por muy innoble que sea alcanza determinada tirada en lugar de apartarse de su director se procede a invitarle a cenar. Camus abomina de la senda que emprenden los empeñados en agradar, siempre dispuestos a doblegarse y sostiene que la tarea de los periodistas consiste en no caer en esa sucia complicidad porque su honor depende  de la energía con que se nieguen a aceptar el compromiso. El director de Combat  describe con claridad las desviaciones que condenaban y condenan al periodismo: el sometimiento al poder del dinero, la obsesión de agradar a cualquier precio, la mutilación de la verdad con un pretexto comercial o ideológico, el halago a los peores instintos, el “gancho” sensacionalista, la vulgaridad tipográfica; en una palabra, el desprecio a los interlocutores. Una vez más, doblegarse o resistir. Continuará.    

 

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