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ENSXXI Nº 23
ENERO - FEBRERO 2009

JUAN CRUZ
Periodista

Aquel hombre llevaba la pipa apagada y era Pablo Neruda. A su lado iba un diplomático chileno; él ya estaba tocado de muerte, era 1970, pero él aun no lo sabía. Era el escritor más famoso del mundo, y aun no era premio Nobel. Pero había nacido para poeta y para Nobel, para cualquier cosa que se hubiera propuesto, e incluso para capitán de navío.
En aquel momento era tan solo un pasajero del Cristoforo Colombo que venia de Cannes camino a Valparaiso, "para ayudar a Salvador Allende". Salvador Allende estaba haciendo una campaña encarnizada para llegar a ser el primer presidente de izquierdas de Chile, y Neruda era comunista, le iba a apoyar.
En aquel momento, cuando un grupo de periodistas y escritores canarios, subimos a bordo de aquel barco enorme, casi todo el mundo se sabía los versos de Neruda, los de amor y los de tierra; escuchábamos, además, su voz en la clandestinidad de las habitaciones universitarias, y nos habíamos familiarizado, como si hubiera sido un pariente, con esa voz que en ese mismo momento nos estaba hablando desde su enorme altura.
Claro, hay muchas fotos de aquel encuentro, y cada vez que las veo recuerdo mas a Matilde que a Neruda; Matilde Urrutia estaba en silencio, a su lado, mientras el viejo marinero de la poesía metía tabaco en su pipa, que dejaba sin encender; nosotros le preguntábamos atropelladamente al poeta, y él nos miraba con sus ojos achicados, hasta que Matilde intervino en la conversación:
¿Saben ustedes si en el muelle hay arepas?
Querían arepas. En realidad, Neruda quería arepas, pero no pensaba bajar. No quería bajar porque Canarias, Tenerife en este caso, donde había recalado, era territorio de Franco, y Neruda no quería tener tratos con un territorio en el que mandara el dictador que había mandado asesinar a su amigo Federico García Lorca.
Pero nosotros habíamos leído las noticias de aquellos días, y sabíamos que Pablo Neruda había bajado en Barcelona, para ver, con su amigo Gabriel García Márquez, el Museo Naval de Barcelona. Aquella había sido una excursión poética y tranquila, en la que ambos escritores iberoamericanos habían revivido tiempos de Isla Negra, cuando Neruda se convirtió en el faro de la cultura literaria en lengua española, y convocaba a sus colegas para compartir con ellos el vino y las caracolas.

"Neruda me sorprendió porque ni impartía doctrina, ni ejercía sobre los demás la dictadura de su importancia. Me intrigo mucho siempre aquella sencillez nada impostada, aquel interés genuino por lo que le decían los otros, y me intrigó su silencio"

Así que uno de nosotros le dijo:
-Don Pablo, ¿cómo bajó en Barcelona y en Tenerife no quiere bajar?
Neruda miro a Matilde, y esta puso en estado de alerta sus largos, grandes ojos verdes, nos miro, miro al poeta, y éste dio un paso al frente:
-Bajemos a comer arepas.
Nos sentamos en el bar Atlántico, junto al muelle de Santa Cruz; estaban esperándonos algunos viejos amigos de Neruda, de la época surrealista de Canarias y del mundo; estaban, por ejemplo, Pedro García Cabrera, Eduardo Westerdahl y Domingo Pérez Minik, las figuras principales de la revista Gaceta de Arte, que no sólo fue la pionera de las revistas literarias de aquel movimiento en España sino que, además, tuvo una estrecha relación con Caballo verde para la poesía, la revista de Neruda.
Fue un raro privilegio ver a toda esa gente junta aquella noche atlántica. Neruda hablo mucho, les pregunto por las vidas que habían vivido, escucho sus preguntas con una atención devota, y devoro las arepas con la gula que utilizo para todo, incluso para escribir poesía.
Ahora ha pasado mucho tiempo de aquel acontecimiento, y jamás olvido los ojos de Matilde, la suavidad casi cómplice de aquella noche, el alimento intelectual y lírico tan simbólico que se tomo en aquellas mesas por las que pasaba siempre, en aquel entonces, la intelectualidad o la política que aun se hablaba en voz baja.
Neruda me sorprendió porque no iba, a pesar de sus andares de barco en mar calma, como si fuera el protagonista de cualquier salsa, ni impartía doctrina, ni ejercía sobre los demás la dictadura de su importancia. Me intrigo mucho siempre aquella sencillez nada impostada, aquel interés genuino por lo que le decían los otros, y me intrigo su silencio, a veces preocupado por el porvenir (de Chile, o de su salud).

"Neruda había bajado en Barcelona, para ver, con su amigo Gabriel García Márquez, el Museo Naval de Barcelona. Habían revivido tiempos de Isla Negra, cuando Neruda se convirtió en el faro de la cultura literaria en lengua española"

Y pasado el tiempo creo tener una respuesta para eso.
De pronto a Neruda aquel encuentro le achico la edad de modo decisivo esos colegas a los que encontró en Tenerife no eran territorio de Franco, eran ciudadanos que le recordaban una etapa en la que la libertad era un caballo verde, o una gaceta embarcada en la aventura de un mundo distinto. Por aquellas aventuras que ahora rememoraban como adultos que regresan a una playa en la que fueron felices habían transitado sus ambiciones juveniles, y ahora se reproducían en medio de una conversación que no tenía otro vuelo que el vuelo de una tertulia de amigos que un día creyeron que la luz no se apagaría nunca.
La luz entonces seguía difusa; el dictador estaba aun ejerciendo, los canarios que le recibieron seguían (como dijo uno de ellos, Pérez Minik) al rojo vivo, y él se aprestaba a viajar a Chile para ayudar a un ciudadano que luego seria asesinado, como Lorca un día, por la dictadura que nadie podía adivinar en ese momento que se instalara en su país.
Así que ahora, cada día, siempre que aparece una noticia sobre Pablo Neruda, y todos los días aparece una noticia sobre Pablo Neruda, no recuerdo al poeta grandilocuente de las habitaciones universitarias sino a aquel hombre pegado a su pipa que bajo del barco para abrazar los restos vivos de un tiempo inolvidable que luego se fue apagando y dejémonos a nosotros como testigos provisionales de un instante que fue especialmente feliz. Con Matilde.

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