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ENSXXI Nº 27
SEPTIEMBRE - OCTUBRE 2009

JOSÉ ARISTÓNICO GARCÍA SÁNCHEZ
Decano honorario

El DIA D
Una batalla crucial vista desde abajo

Anthony Beevor no necesita presentación. Sus últimas obras sobre la guerra civil española y sobre las reflexiones de Vassili Grossman en la guerra mundial (Un autor en guerra, Crítica 2008) bastarían para acreditarle como un documentalista histórico de prestigio. Pero sus dos obras mayores “Stalingrado” (Crítica, 2000) y “Berlín. La caída: 1945” (Crítica, 2002) le han consagrado como un maestro en el arte de hacer de la historia un relato vivo, intenso y humano  que impacta el espíritu y aprisiona la atención del lector apasionándole.
Tampoco el tema necesita mayor introducción. Aunque Stalin, cuando se le comunicó, tuviera que preguntar al embajador americano en Moscú qué significaba la “D” de “día D”, nadie ignora hoy el valor icónico de esa “D” que identifica el día por antonomasia, el dia más largo según lo calificó Rommell, el big-bang de una de las batallas mas importates de la historia. Nadie pone en duda que el desembarco de las tropas aliadas en Normandía que comenzó ese día fue decisivo para inclinar la balanza de la segunda  guerra mundial a favor de quienes representaban la defensa de los valores tradicionales de Occidente frente al nazismo.
La nueva obra de Beevor, El día D, la batalla de Normandía, (Crítica 2009), equivale a una relación exhaustiva de los  episodios de esta contienda entre el 6 de Junio, día D, hasta el 24 de Julio de 1944  fecha en que las tropas francesas del General Leclerc llegaban a la Porte de l’Italie y las tropas americanas del general Gerow a la estación de Montparnasse consiguiendo ese mismo día la liberación de Paris y la rendición de la guarnición alemana cuyos mandos, resignados ante lo inevitable, almorzaban como de costumbre en el Hotel Meurice. Son 50 días, poco más de mes y medio, pero fueron unos días apocalípticos durante los que se desarrollaron los episodios más sangrientos y salvajes de la 2ª guerra mundial que Beevor describe con detalle y minuciosidad sin perder por ello su habitual ritmo trepidante.
Para cualquiera hubiera sido temerario embarcarse en la reconstrucción de una historia que ha consumido tantos ríos de tinta y tantas montañas de celuloide --recordemos El día mas largo, La liberación de Paris, Salvad al soldado Ryan-- que por primera vez se popularizaron hasta la saciedad los personajes históricos que la protagonizaron. Churchil, Hitler, y los generales Eisenhower, Patton, Rommel o Montgomery podían equiparar su fama a la de las efigies que figuran en los cromos o en los comics de las décadas posteriores.  

"Beevor siempre encuentra en los hechos que narra un ángulo novedoso, un lado inexplorado que hace revivir con datos  inéditos y nuevo fulgor los acontecimientos que disecciona, aportando novedades y enfoques inesperados hasta para el lector más cultivado"

Pero nada puede extrañar en Beevor que siempre encuentra en los hechos que narra un ángulo novedoso, un lado inexplorado que hace revivir con datos inéditos y nuevo fulgor los acontecimientos que disecciona, aportando novedades y enfoques inesperados hasta para el lector más cultivado.
Beevor profundiza en el aspecto popular y humano del drama bélico que relata. No le interesan tanto los planteamientos tácticos o la gran estrategia de generales y mariscales de campo como su realización. La puesta en escena, los detalles, las minucias y las anécdotas de los soldados que ejecutan esos planes bélicos a cuya confección son ajenos. Beevor, como todos los historiadores, ha consultado fuentes y documentos oficiales, qué duda cabe, pero también ha recabado testimonios directos de los actores de reparto: cartas a novias y familiares, entrevistas y declaraciones  hechas por los soldados que participaron. Y se ha pasado varios meses investigando en el Memorial de Caen en cuyos fondos se guarda el archivo general de la guerra  con los diarios de los soldados británicos, alemanes, canadienses y americanos, e incluso de los civiles franceses que participaron pasivamente en la invasión. Ello le permite contar la historia desde abajo, desde la perspectiva del soldado que se enfrenta por primera vez a un combate y tiene que subsistir entre explosiones.
Rebosa patetismo la descripción del estado de ánimo en vuelo de los que por primera vez tienen que saltar sobre las playas de Normandía en la primera invasión,  con esa sensación de escalofrío que recorre la espalda ante la inminencia del peligro, cantando unos a pleno pulmón durante el viaje a través del canal para ahogar la angustia, vomitando otros sobre el casco o en el regazo, o susurrando los mas religiosos plegarias con el rosario en la mano hasta que el sargento “empujador” los echaba fuera, de una patada al que era renuente o quedaba paralizado. O la tensión  contenida de los que, casi indefensos, tienen que sufrir en campo abierto la violencia fría y mecánica de la artillería enemiga que solo podían contrarrestar adoptando la posición fetal excepto las manos que indefectiblemente bajan por instinto a proteger los genitales, o recurriendo a una letanía de juramentos repetitivos como mantra profano para atenuar el miedo. O la situación angustiosa de los soldados alemanes drogados con los incesantes embustes de Goebbels, que incluso exhaustos, deshidratados y debilitados por la disentería temían rendirse convencidos, en su ingenuidad,  de que no estarían seguros en una Inglaterra bombardeada por las armas secretas que preparaba el Führer, o en el otro extremo el fanatismo de las SS amenazados de alta traición si se rendían antes de caer heridos. La narración de las combates de esta batalla de Normandía, más salvajes que los del  frente del este, y la descripción pormenorizada de los cuadros apocalípticos en que quedaron convertidos los campos de batalla después de unos combates sanguinarios, en Omaha, en Caen, en el bocage, en St. Lo, en Cherburgo e en Falaise, son otras tantas ocasiones en que Beevor se vale de anécdotas, episodios o incidentes para dejar patente con mejor expresividad que con la prosa, cómo los contendientes liberaban sus tensiones dando suelta en acciones brutales a sus peores traumas.

"No le interesan tanto  los  planteamientos tácticos o la gran estrategia de  generales y mariscales de campo  como su realización. La puesta en escena, los detalles, las minucias y las anécdotas de los soldados que ejecutan esos planes bélicos a cuya confección son ajenos"

Esta perspectiva popular o democrática desde la que enfoca su narración  conduce irremisiblemente a Beevor a abandonar de entrada la visión épica de los que durante décadas han pregonado la de Normandía como la batalla definitiva de la historia, el mito de la mejor generación de la milicia universal o la imagen heroica de cada uno de los  participantes en la contienda, y sacar por el contrario el estilete de la crítica para poner de manifiesto las miserias de la guerra y colocar en su sitio a los responsables. Las rencillas entre generales casi siempre para imputarse culpabilidades y disputarse glorias a dentelladas, algunos gravísimos errores de estrategia que tan caros costaron a las tropas aliadas, o la terrible comprobación de que murieron más civiles franceses como consecuencia de las bombas aliadas que británicos por efecto de los bombardeos alemanes, por ejemplo. Y la vergüenza de que si en ese trágico verano los aliados sufrieron 224.000 bajas y la Wehrmacht 240.000,  los civiles muertos por el fuego amigo superaron esas cifras. El  grito irónico cubríos, muchachos, que pueden ser los nuestros se convirtió en algo perentorio.
Y de esta crítica acerada no se libran los generales. Montgomery se lleva casi todas las papeletas de una ojeriza particular; su orgullo infantil, su presuntuosa teatralidad, su incapacidad para reconocer errores, su ansia de colgarse medallas de méritos ajenos, y sobre todo sus tremendos errores en Caen y Falaise que nunca reconoció, merecen de Beevor la condena más rotunda. Es un psicópata, le motejó Ike. Y De Gaulle, al que de forma recurrente  --y no es el único historiador anglosajón que lo hace— coloca en el reino de la fatuidad rayano con el ridículo. Presuntuoso, vacuo,  chovinista y sin rasgo de generosidad según Beevor. De anglófobo, obstinado, ambicioso y detestable le calificó Churchill. Y frente al respeto que suele presidir los juicios a Leclerq o a Rommell, todos reprocharán a De Gaulle que solo pretendiera presentarse como el salvador de Francia y que limitara su actuación a figurar y a rogar que se cediera a la columna francesa de Leclerq el honor de liberar París. Y a la postre todos renegarán de él acusándole, a él y a su séquito, de estar haciendo su propia guerra en Francia frente a sus enemigos políticos, no la guerra de los aliados contra Alemania. Todo esto, la escasa importancia que da a la Resistencia, la posición dudosa frente a los aliados que atribuye a muchos franceses temerosos sin duda  de las represalias si volvían los alemanes o su insistencia en la colaboración horizontal de las francesas con los alemanes, hacen que el libro rezume, y ello es bastante general en los historiadores anglosajones de esta batalla, una tenue francofobia.
Beevor ha hecho un gran trabajo. Es laudable, y original describir una contienda desde la perspectiva de los de abajo, los que la sufren. La terrible vida del soldado en campaña con la muerte a su alrededor, las miserias del rancho, la higiene o la falta de correo, sus tensiones, sus fases de agotamiento nervioso, sus reacciones brutales de venganza o crueldad indiscriminada son narradas con vigor y negro realismo. Tal vez en cambio este método del detalle pormenorizado aplicado a la narración de todos y cada uno de los combates que integraron esta gran batalla, con permanentes citas por sus nombres de los oficiales, los batallones, las compañías o los regimientos que las protagonizaron pueda resultar, a pesar de su indudable exactitud, prolijo y farragoso para el lector que no sea militar, como en su día lo fue Beevor, que sirvió como oficial en el ejército británico durante cinco años, lo que añade nuevos créditos a esta obra excepcional.

Renacimiento sin tópicos
Sublimidad en la Florencia republicana

Es un tópico que el renacimiento supuso una ruptura radical con el medievo y el comienzo de una nueva era marcada por el redescubrimiento o redifusión de los ideales del mundo grecorromano olvidado durante los oscuros siglos medievales. Pero no fue así. En realidad el mundo medieval se agotó y empezó a evolucionar hacia nuevas formas por caminos abiertos no sólo en las ciudades italianas y tampoco en todas ellas. El luminoso y ya clásico ensayo de Peter Burke (El Renacimiento, Critica 1993) pone en tela de juicio, por exagerados, los contrastes que Burckhart y sus seguidores encuentran entre Renacimiento y Edad Media y entre Italia y el resto de Europa, haciendo patente que no hubo uno sino varios renacimientos a  partir del siglo XII, y que el ansia de lo nuevo no solo surgió en Italia sino que se manifestó en diversos puntos de Europa, la Borgoña o los Países Bajos por ejemplo, como una evolución natural del arte gótico que derivó en nuevas formas arquitectónicas y plásticas que incorporaban elementos autóctonos no vinculados necesariamente al mundo grecorromano. Castilla, sin ir mas lejos, es tributaria del legado flamenco más que de los moldes artísticos italianos que nunca irrumpieron en tropel en la meseta, no obstante lo cual algún autor como Jonathan Brown entiende que en España elementos mudéjares y flamencos cristalizaron en brillantes y nada ortodoxas creaciones renacidas que cataloga como la edad de oro del arte europeo.

"Fue en el siglo XIII y fue Florencia, como en los siglos IV y V lo fue Atenas, la que antes y mejor rompió los moldes culturales dominantes y abrió nuevas vías de desahogo a las inquietudes de sus artistas"

Esto no supone restar méritos a la maravillosa explosión de vitalidad creadora y  superación intelectual y artística que se produjo en la Florencia republicana en los albores del siglo XIII y que ha supuesto un punto crucial en la historia de la humanidad. Porque fue en el siglo XIII y fue Florencia, como en los siglos IV y V lo fue Atenas, la que antes y mejor rompió los moldes culturales dominantes y abrió nuevas vías de desahogo a las inquietudes de sus artistas. El inventor del idioma italiano fue un florentino güelfo y blanco Dante Alighieri, la primera biblioteca pública se fundó en Florencia, Petrarca era hijo de gibelinos huidos de Florencia; un florentino, Brunelleschi, levantó la primera gran cúpula; otro inventó la perspectiva. Venecianos y romanos se quedaron asombrados del nuevo credo artístico que los florentinos predicaban. Florencia fue el faro artístico. Allí vinieron a instruirse Piero de la Francesca, J. Bellini, Rafael o Perugino. Florencia no necesitaba de nadie, aprendía de sí misma reinventándose: Miguel Ángel desde Giotto y Masaccio, Leonardo desde Ghirlandaio, y le sobraba talento para protagonizar una magistral diáspora a Ferrara,  Urbino, Mantua o Verona; Donatello extendió a Padua la revolución florentina para ejemplo de Mantegna y los venecianos, éstos sacudidos ya antes por el genio de Uccello, de Andrea del Castagno y después del gran Leonardo.
También es un tópico manido que los florentinos, en arte y arquitectura, tomaron el mundo clásico como modelo o meta a alcanzar. Y tampoco fue así. Lo tomaron como mero punto de partida; su objetivo era aventajar cualquier obra que griegos y romanos hubieran erigido en la época de su más alto poderío. León Battista Alberti fracasó en su intento de introducir los órdenes clásicos en la arquitectura florentina que siempre se resistió al yugo de una preceptiva. El espíritu florentino del siglo XIII tenía aversión a jerarquías preestablecidas y se nutría de un ansia infinita de superación sobre cualquier modelo previo de excelencia. Cada artista, si tenía genio, se esforzaba en permanecer solo. Cuando Brunelleschi y Donatello medían en Roma los templos y estatuas antiguas no lo hacían para copiarlos sino para aprender los principios de los artistas clásicos que pretendían superar. Brunelleschi superó la osadía del Panteón con la cúpula del Duomo, la primera gran cúpula de la modernidad, arbitrando una doble cúpula para hacer descansar una sobre otra y poder coronarla con una linterna, lo que los contemporáneos interpretaron como “tentar a Dios”. Las esculturas de Della Robbia, de Ghiberti y de Donatello en pura escalada de rivalidad alcanzaron la sublimidad. No era la copia de lo clásico. Era el fruto del estímulo interior del individuo hacia el infinito artístico. Aquellos florentinos tenían una personalidad fuertemente marcada, como si el principio de individuación se hubiese reafirmado como una fuerza misteriosa, y cada persona y cada ciudad se hubiese empeñado en alcanzar su propia entelequia. “Avaros, envidiosos y soberbios” así los calificó Dante, los florentinos estaban poseídos por un sentimiento de rivalidad e independencia feroces y por una determinación que nadie podía superar. Cada hombre quería ser el primero y ninguno toleraba que otro le pasase por delante. Este sentido de la emulación fue el motor que hizo vibrar a los florentinos y les permitió superar todos los paradigmas artísticos preexistentes llegando más allá que cualquier otro brote renacentista en Italia y en Europa entera. La escultura florentina exhibida en el Bargello y en el Museo del Duomo y las pinturas de los primitivos alcanzaron metas sublimes en la Florencia republicana y libertaria de los siglos XIII y XIV. Miguel Angel y Leonardo, epígonos individuales de su credo sintieron ya síntomas de asfixia y tuvieron que lucir su esplendor fuera de Florencia.

"El espíritu florentino del siglo XIII tenía aversión a jerarquías preestablecidas y se nutría de un ansia infinita de superación sobre cualquier modelo previo de excelencia"

A esta corriente revisora de tópicos, que data de más atrás, se incorpora Mary McCarthy, que si en su vida se caracterizó por no aceptar acríticamente ninguna de las pautas preestablecidas, tampoco en arte aceptó a ciegas ningún valor por muy consagrado que estuviese. McCarthy había nacido en Seattle en 1912, fue famosa por sus criticas y reportajes, incluso de guerra –viajó a Vietnam durante la contienda y plasmó sus acerbas crónicas en varias obras-- y alcanzó la fama por su mordacidad en su novela El grupo en la que retrata a la generación de mujeres de la que ella formó parte y que se ha visto como el origen de la serie televisiva Sexo en Nueva York. Fue una novelista de éxito y una sólida ensayista, y aunque estaba dotada de un notable vigor narrativo y de un léxico elegante tuvo su mejor talento en su extraordinaria capacidad de análisis y en su agudeza para la crítica que suele desarrollar en clave de ironía. Hoy nadie discute que lo más notable de su producción son sus ensayos, entre ellos los dos pequeños libros de viajes muy personales que escribió, dos pequeñas joyas, “Venecia observada” (1956) y “Piedras de Florencia” (1959), que reflejan en una prosa sugerente la historia, la vida y el lenguaje de las piedras inmortales que conforman estas dos ciudades universales. Hay que agradecer a Editorial Ariel la reedición por el momento de la segunda de las obras que permite al lector una rememoranza deliciosa de la turbulenta historia y la magnificencia de una etapa cuya genialidad  no ha sido superada.

"La escultura florentina exhibida en el Bargello y en el Museo del Duomo y las pinturas de los primitivos alcanzaron metas sublimes en la Florencia republicana y libertaria de los siglos XIII y XIV"

McCarthy también se rebela decididamente contra los tópicos, y pone especial energía contra el tantas veces repetido de que el Renacimiento floreció bajo el mecenazgo de los Médicis. Nada más falso, dice. El Renacimiento había florecido antes, bajo el sistema republicano y democrático, en medio de las turbulencias de los siglos 13 y 14 entre el podestá, los magnates y los burgueses, en las que también tomó parte activa el popolo minuto, que en 1378, protagonizó una ola de agitación proletaria, conocida como la revuelta de los ciompi (los cardadores de lana) que asumió el poder y que ha sido interpretada por algunos como un preludio de la revolución marxista, rememorada en una reciente publicación parcial de la Historia florentina de Maquiavelo (Capitán Swing libros 1908, impresa en Palencia el ”6 de noviembre de 2008 en el 10º aniversario de la elección de Chávez como Presidente de Venezuela” (sic)). La Florencia del XIII estaba demasiado articulada políticamente y la amenaza de la democracia directa, del poder de la plaza pública, estaba siempre presente. Nada les importaba coaligarse con patricios o burgueses para derribar y sustituir el régimen político dominante. En Florencia se probaron todas las formas posibles de gobierno, lo que hace que la historia florentina sea transparente y típica como dijo Burckhart de Atenas. Fue precisamente esta inquietud política lo que estimuló la individualidad de los florentinos y su permanente ansia de superación humana y  social. Y artística cuando había talento. Esa inquietud afloraba en todos los órdenes, incluso en el del conocimiento. Florencia vivía llena de entusiasmo científico. El arte de hacer algo presuponía la ciencia de hacer algo. Brunelleschi descubrió la perspectiva sobre principios basados en la geometría. Se buscaba descubrir las leyes de la medida y se recogían estadísticas. Gnomos, esferas armilares, linternas y astrolabios eran los adornos preferidos y en su inquietud las ciencias predilectas de los florentinos eran la astronomía y la óptica. Ellos inventaron las gafas y la cámara obscura

"Fue precisamente esta inquietud política lo que estimuló la individualidad de los florentinos y su permanente ansia de superación humana y  social. Y artística cuando había talento"

Pero no fueron los medicis los promotores del Renacimiento florentino. Muy al contrario, ellos  fueron los que instauraron el absolutismo y con él iniciaron el declive. Fue el primer Cósimo o Cosme I, con su gusto neoclásico o pseudo clásico, cuando impuso temas mitológicos a la pléyade de escultores manieristas y neoclásicos que le rodeaban, el que marcó el declinar de Florencia. Fue un Médici bastardo –el papa Clemente VII hijo ilegítimo de Giuliano– el que rompió una tradición ordenando a Miguel Ángel construir la nueva sacristía de San Lorenzo para glorificar a dos miembros de la familia que era mejor olvidar, aunque se cree que el artista respondió dotando a las cuatro famosas figuras de esas tumbas de los Médicis de simbolismo elástico que expresa en leguaje críptico la caída de la República y el triunfo de la dinastía.
En esta revisión iconoclasta de tópicos McCarthy no se limita a hacer una descripción de los monumentos como las guías turísticas, sino que penetra hasta la última razón de la magia que circula entre las sonrisas de los ángeles y las cantorías, la “ciencia” de las cúpulas imposibles, la fantasía de los espacios atormentados o la fascinación del punto de fuga hacia el que convergen todas las líneas de cada pintura.
 Leyendo su libro la acompañaremos en sus filias obsesivas por los escultores,  Ghiberti, los della Robbia y el gran Donatello. Por Ammannati, autor del puente de Santa Trinita, el más bello de Florencia, quizá el más bello del mundo, con su amplia curva, airosa y serpenteante de los tres arcos al que no sin razón se vincularon historias de magia y misterio, cuyo trazo se atribuye a Miguel Ángel. Y sobre todo por su ídolo, el gran Brunelleschi, inventor científico de la perspectiva, maestro de la solemne pureza, la simplicidad y la apacibilidad, que impregnó a sus primeras obras de un clasicismo nutrido de variaciones sobre formas básicas, que es como la música del universo encarcelada en un espacio pequeño. Con él logró su cenit el arte florentino. A él se debe la perspectiva, la primera cúpula grandiosa del mundo moderno, el equilibrio en los fondos, la elegancia resuelta en las formas.

"No fueron los medicis los promotores del Renacimiento florentino. Muy al contrario, ellos  fueron los que instauraron el absolutismo y con él iniciaron el declive"

Y también en sus fobias, especialmente como ya se ha dicho contra los Médicis, mecenas dominantes que ahogaban la inspiración y provocaron la diáspora de los artistas florentinos. Giotto, Uccello, Masaccio, Fra Angélico, del Castagno, Brunelleschi, Donatello, Verrochio, luego Miguel Ángel y Leonardo marcharon a deslumbrar a toda Italia mientras Florencia caía en la belleza melosa y afectada,  en el “horror al espacio” del primer manierismo y en el pseudo clasicismo del segundo manierismo, frío y formal, a que condujo el mal gusto de Cosme I. Este pseudo mecenas sin talento se puso en manos de un vulgar Vassari que creyó estar viviendo el cenit cuando él y los artistas con los que compartía mecenazgo habían llegado al nadir del arte florentino. Él instauró la “bella maniere”, ese manierismo burocrático provinciano que echó a perder entre otros los interiores de Santa María Novella y Santa Croce y que fue el exponente de que Florencia, aunque ella no lo supiese, era ya un lugar atrasado a mediados del siglo XVI. La energía creativa se había evanescido en manierismo y sólo los gremios, desde los que habían germinado las artes, sobrevivieron a la era de mal gusto que inauguraron los grandes duques.

"A lo largo de la obra McCarthy se esfuerza en demostrar el paralelismo con Atenas de la Florencia renacentista"

A lo largo de la obra McCarthy se esfuerza en demostrar el paralelismo con Atenas de la Florencia renacentista. Florencia, no cabe duda, guarda afinidad en su estructura política con la Atenas del S. V. Un pensamiento agudo y claro que se manifiesta en la escultura, un arte que aparta la materia superflua sin añadir nada, como Sócrates sonsacaba a su interlocutor la verdad que ya sabía pero que no percibía hasta que se apartaba lo que la ocultaba. Los florentinos, como los atenienses, destacaban por su extremada individualidad pero la República desaprobaba la exaltación del individuo o la ostentación particular. La democracia incipiente, las turbulencias sociales, la participación de todos los gremios, los discursos o “arengas” espontáneas que acababan en tumultos, la explosión de creatividad generalizada, todo era igual en Florencia como en Atenas. Y hasta la homosexualidad. La homosexualidad y la bisexualidad eran normales en la Florencia del cuatrocento como lo fueron en Atenas, y estaban lejos de ser consideradas como algo antinatural, se daban por tan sentadas como en El Banquete. En cualquier sociedad viril, dice McCarthy, los jóvenes se convierten en objeto de deseo, y los florentinos, apasionados e intelectuales eran tan enamoradizos como los atenienses. No sólo Miguel Ángel y Leonardo, ejemplos más conocidos, también Verrochio,  Pantormo y los manieristas. Y Donatello, cuyo valiente San Jorge es la cumbre de la masculinidad, pero cuyo David es el sueño de un travestido fetichista de atractiva ambigüedad, una provocativa coqueta con figura de muchacho.
¡Bravo, McCarthy! En esto como en todo la incisiva polígrafa se resiste a aceptar acríticamente las posiciones consagradas y se rebela contra los tópicos que, por más que se repitan, no respondan a la verdad.

 

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